Jon Aberasturi, de camionero a rey de la velocidad

El Blog de Rafa Simón

Rafa Simón

Jon Aberasturi, de camionero a rey de la velocidad
Jon Aberasturi, de camionero a rey de la velocidad

Ambos tiran el manillar hacia adelante. Sabe que no. Frunce el ceño. Lo tenía. Los gritos de júbilo del nipón del Trek, de Beppu, son un castigo a su segunda posición. Golpea el manillar. Aun así el cabreo dura poco. Jon siempre tiene un bálsamo rápido para la rabia. Se nutre del cariño de los fans, que ya saben pronunciar su apellido.  Pero sobre todo se acuerda de Adrián.

 “Ha dado la cara por ti, macho, para mí ha sido un detallazo”, le dijeron aquel día. Jon asentía asombrado. Llegó a sonreír incluso, aunque llevaba la decepción muy dentro. Aquella decisión le raspaba como el agua helada cuando se desliza por la garganta en invierno. Aunque lo asumió. Hace ya 5 años de eso, pero cuando se llaman, lo rememoran.  Eran años donde, aunque todos se respetaban, también se miraban de reojo, como en un concurso de jóvenes talentos.

En aquel Orbea de 2011, donde los jóvenes talentos del País Vasco eran tratados a fuego lento a la sombra del caldero del Euskaltel, que sólo pasaría a los mejores, Miguel Madariaga, el mánager del equipo naranja llamó a Ricardo García y a Adrian Saez de Arregui. El paso de Ricardo, estaba cantado, pero el de Adrián, sorprendió incluso al elegido. Por eso Adrián pidió a Alex Díaz, el Director Deportivo del equipo, que se lo pensara, que quizás Jon merecía pasar antes que él. Jon lo supo por terceras personas. Fue un gesto de gran compañero.

Aun así, Madariaga subió a Adrián al primer equipo, y Jon aceptó la decisión,  a pesar de su buen año, de haber corrido un Mundial y haber rozado el podio, o de su victoria en Portugal. De sus dotes como velocista. Le dijeron que aguantara un poco más, que si valía, 2012 debería ser su año.

Sin embargo, a pesar de sus buenos resultados, de sus numerosas plazas de honor en carreras disputadas entre muchos de los grandes ciclistas del momento, su trayectoria se congeló en aquel domingo tan caluroso, en Salamanca, en los Nacionales. Una montonera le hizo impactar contra el suelo de un costado, fracturándose la clavícula. Le costó remontar el ánimo. Avivar su ilusión por ganar. Pero las referencias eran buenas. Igor González de Galdeano le llamó por teléfono, para citarle dos días después en Derio, la localidad vizcaína donde el Euskaltel Euskadi tenía su sede.

Jon viajó desde Vitoria, su localidad natal. Al aparcar el coche sintió la plomiza bruma vizcaína, silenciosa ladrona del sol del norte, protagonista del misterio que parece esconder la costa vasca entre montañas que rasgan las nubes. Que retienen el gris. Le contagió más nerviosismo. Inquietud. Igor se la acrecentó. El propio Director general le abrió la puerta de las oficinas para conducirle a una sala ocre. Con apenas una mesa y unas sillas. La reunión fue breve, carente de emotividad. Igor nunca dejó de fruncir el ceño. Incluso pareció pensárselo. Le ofreció firmar el contrato a modo de aprobado raspado. Le recriminó sus resultados de ese año, obviando injustamente los del anterior. Incluso la caída. No dejó de recordarle la dificultad de correr en la categoría del World Tour. Le exigió calidad y trabajo. Finalmente le acercó un bolígrafo. Jon recuerda una firma temblorosa, claramente alejada de la suya, aunque sabía que, cuando saliese de aquella sala los titubeos con los que respondió a Igor se convertirían en los de un hombre deseoso de demostrar que no se habían equivocado con él.

Pero el destino se encargó de regalarle escasos recuerdos en la máxima categoría del ciclismo. Debutó muy pronto, en Australia, en el caluroso Tour Down Under. Allí enviaban todos los años a los debutantes, para quitarles el susto del salto de nivel a las primeras de cambio.

Jon compartió habitación con Juanjo Lobato. A pesar de su juventud, ninguno de los dos quiso reconocer que estaba asustado. Al contrario, se juraron no tener miedo. Salir “ a liarla” sin complejos. Lobato se adaptó rápido. A Jon le costó algo más. Sufría por ganarse una plaza en el pelotón, por tener que meterse entre codos experimentados. Pero notaba que, a pesar de muchos momentos de agonía, se iba curtiendo como ciclista. Le dio tiempo a enamorarse del norte, de carreras como el Eneco Tour donde, a pesar de sus buenas sensaciones, tuvo que abortar sus intentos de mérito personal para escoltar las opciones de la general de Romain Sicard o Gari Bravo. Aun así, sintió el guiño que le hicieron algunas de las duras rampas de la Lieja Bastogna Lieja o el empedrado de Flandes, por donde en ocasiones se filtraban las etapas de la sinuosa carrera belga.

Pero su gran momento llegó en Francia. Tardíamente, como su adaptación. En la París Tours. La carrera que cada año, al paso d elos ciclistas, deshilacha hojas bañadas en oscuro y seco tacto de árboles que meses antes fueron frondosos. El, en cambio, reverdeció sus opciones de seguir en aquel mundillo. En pleno sprint vio partir como un rayo a Degenkolb, él se partió el alma entre hombres como Haussler, Dumoulin o Tailer Farrar, que parecían castigar su inexperiencia con maniobras propias de abusones de colegio. Terminó octavo.

La desazón se la llevó al autobús del equipo, aunque allí le esperaba la peor de las noticias. Lejos de ser felicitado por sus progresos se pidió silencio a los corredores que, aturdidos. Permanecieron inertes en sus asientos. El equipo tenía muchas probabilidades de no seguir. La noticia enmudeció su viaje de vuelta. Se olvidó rápido de su resultado. Su mente viajaba a mil por hora, más rápido incluso que en sus esprines. Preguntándose por su futuro.

Días después, Jon, al igual que el resto de componentes del equipo, fueron citaron de nuevo en las instalaciones de Euskaltel. Caminaban cabizbajos. Con sensación de ser trasladados a un patíbulo. No recuerda que ningún corredor se pronunciase. Por una de las puertas de una amplia sala entraron unos tipos con corbata que nunca había visto antes. No hablaban de ciclismo, sino de negociaciones, de ciertos acercamientos con Fernando Alonso, que podía haber “heredado” el equipo. Deshumanizaron en palabras huecas la ilusión de cada uno de los ciclistas de la plantilla. Jon no difirió del resto. Se tragó lo que pensaba. No se atrevió a pedir detalles. Sólo acató el mensaje de aquellos individuos que no conocía: que tenía que buscarse la vida. Más humillante aun: pasar por las oficinas a firmar el finiquito.

Su angustia duró un mes. A finales de noviembre llamó a Miguel Madariaga, el “Presi de toda la vida” del Euskaltel Euskadi, hasta que, en 2012, decidió ceder el testigo a Igor González de Galdeano y embarcarse en un proyecto paralelo a través del Euskadi.

Madariaga le pidió unos días, el tiempo justo para consultarlo con Gorka Guerrikagoitia, próximo director del equipo. Jon aceptó, asumiendo que, como Guerrikagoitia no le conocía como corredor, quizás podría quedarse fuera del proyecto. No fue así. Le dieron una oportunidad, pero, como si de una maldición se tratase, se lo quitaron ocho meses después.

De nuevo esa llamada de teléfono. De nuevo otra reunión. Esta vez no vio hombres trajeados. Fue el propio Guerrikagoitia, con un trato mucho más humano, el que pidió a sus corredores que se buscaran equipo.

Sin embargo,  esta vez la solución no llegó. Apesadumbrado, decidió no tirar la toalla. Cuidarse. Esperar una llamada, algún trato de favor a una proyección que siempre se veía frenada por alguna causa. Su terapia fueron muchos entrenamientos a la par con otros en su misma situación, como Ricardo García, o con otros que la habían sufrido antes, como Víctor de la Parte. El navarro le dio un contacto, el de un tipo que gestionaba un equipo mexicano a través del dinero que obtenía de la venta de una marca de abrigos.

Le pagaron el billete para que corriera la Vuelta a México, que se disputaría en marzo, para intentar conseguir un puñado de puntos UCI que le devolviera a las noticias, a tocar el interés de algún equipo.

Vivió en la casa del hijo de la persona que distribuía los abrigos. Cuando volvía de entrenar cada mañana se encontraba a su familia de acogida gestionando allí mismo la distribución. No eran los hoteles donde dormía cuando corría en World Tour, los lujos tornaron en una pequeña habitación, pero el cariño de esa familia era mucho más digno de lo que pudo imaginar. Ellos se encargaron de curarle la brecha que se hizo entrenando una calurosa mañana, cuando al ir a parar a un pueblo a por agua deslizó su rueda por una rejilla de alcantarillado. Incluso se ofrecieron a alojarle sin gasto alguno durante más tiempo cuando se enteraron de que la Vuelta a México se retrasaría un mes más.

Iba a ser la esperanza a todo un año. Disponía de una semana escasa. Seis etapas, de las cuales muchas no se adaptaban a sus características, para dejarse ver. Por ello, pidió al propietario del equipo que su compañero Ricardo García, que también estaba sin equipo, pudiera también correr para disputar las etapas más duras.

La carrera no pudo empezar peor. La víspera de la prueba su cambio electrónico reventó. En su equipo miraban con perplejidad. Nadie disponía de ese material, hasta que, momentos antes de la carrera consiguió uno, aunque defectuoso. No se quejó. Consiguió terminar la primera etapa lo mejor que pudo. Pero el segundo día no le volvía a funcionar. A 10 minutos escasos de la salida de una etapa propicia para él, se volvió loco intentando que alguien le echase un cable. El mecánico del Amore Vitta se apiadó de sus ruegos, consiguiéndole hacer un apaño. En su equipo, sin embargo, optaron por esperarle en lo alto de la única dificultad montañosa para cambiarle la bicicleta entera y los pedales en cuanto pasara, como si fuera un repostaje de la Formula 1. Que lejos quedaban las atenciones de una carrera del World Tour. Aún así, terminaría ganando el sprint del pelotón, tras una fuga de tres hombres.

El día siguiente, la situación fue aún más embarazosa. El equipo decidió dejarle la bicicleta personal del masajista, corriendo con una maneta de cambio electrónico y la otra, convencional. En ese momento sintió como sus ojos enrojecían. De rabia, de impotencia. Quiso dejarlo todo. Pero Ricardo le obligó a seguir. “’Richar’, yo así no puedo seguir, es ridículo”, maldecía. Pero Ricardo dio con la clave para concienciar a su amigo: “si te vas a casa es cuando habrás perdido, y a mí me habrás decepcionado…Lucha”, le respondió, tajante.

Jon se acordó de los codazos que aprendió a encajar en cada sprint en su etapa con Euskaltel, cuando los demás sprinters le cortaban el paso a golpe de jerarquía. Frunció el ceño como en aquella Paris Tours. Ricardo hizo de improvisado lanzador. Empujó por él, para abrirle paso. Se abrieron paso hasta que Ricardo, exhausto, se echó a un lado. Jon rabió cada pedalada, pero Gavazzi se impuso aquel día sobre su tesón, sobre un empuje envalentonado sobre las bielas de una bici que no había utilizado antes, que ni siquiera era de su talla. Se tuvo que conformar con un billete a una segunda plaza que nunca sirvió para nada. Asumió que el segundo es el primero que pierde, que acaba condenado a la desgracia del olvido.

Al volver a Vitoria, decidió rendirse. Sin dramas. Vio lo positivo. Que sentía que confía en si mismo. Que lo había intentado. Que se había cuidado. Aunque tuviera que competir contra la mala suerte. Pero del recuerdo no se vive. Por eso se sacó el carnet de conductor de camión, y de autobús. Al menos haría algo de su vida. Recorrer las calles de su pueblo con un autobús o llevar cargas de un lugar a otro quizás no era lo que él había soñado, pero tenía que llevar dinero a casa.

Entonces, Marcelino, el que a la postre sería su mánager, le llamó. “Me han pedido un hombre rápido para Japón, ¿te interesa?”, escuchó. Jon, asombrado, le dijo que como podía fiarse de su palabra si sólo había corrido en México. “Marce” le respondió que le valía el tono de su respuesta. Que ningún corredor ha sido World Tour porque sí.

Por eso, a Jon se le olvidan rápido los momentos en los que otros manillares se anticipan a su velocidad, como el de Beppu. O a gestionar con humildad los halagos ante unas victorias que vuelven a llegar en carreras de alto nivel. Porque son sólo resultados. Porque un día estuvo durmiendo en una habitación de una familia que distribuía abrigos. Porque un señor con corbata al que nunca había visto antes le dijo una vez “que no se podía hacer nada para salvar el equipo”, sin tan siquiera dar un detalle. O una palmada en la espalda. O porque estuvo a punto de ser camionero. O conductor de autobús. A cambio, la vida le puso delante gente como Adrián, Víctor de la Parte, Ricardo García, o “Marce”, los que sí creyeron en él. Le desalojaron del que iba a ser su camión para volverle a convertir en rey de la velocidad.

Rafa Simón

@rafatxus

Fotos: Tadahiko Kuvawara (Getty Images)