Así, sin anestesia, sin florituras utilizadas como arma desviadora, reconozco que soy de Valverde, que siempre lo he sido. De su forma de correr. De su forma de ser. De su manera ofensiva y apasionada de entender el ciclismo, la que tanto le ha dado, la que tanto le ha quitado. De su habitual modo de comprender cómo debe comportarse una figura, sin elevar sus pies del suelo creyéndose lo que es, o lo que no es. Soy de Alejandro, la estrella sin adornos, el ciclista que más veces me ha dejado con la boca abierta, el que en más ocasiones ha puesto en blanco mi mente cuando he tenido que escribir sobre una de sus victorias, obligándome a recurrir a mis queridas listas de sinónimos. Tantas tiene que se agotan los adjetivos, de verdad.
Esta profesión me ha brindado la oportunidad de conocer a personas que brillan en su deporte, pero que cuando se desatan sus zapatillas, se quitan su traje de guerra y salen del ruedo, se quedan, simplemente, en eso. Los billetes caen de sus bolsillos por aplastamiento a idéntico ritmo al que lo hace mi admiración por ellos. Da igual que se dediquen al fútbol, a pilotar un coche o una moto, al tenis, al atletismo o al ciclismo. Estos tipos, por desgracia, se pasean por todos los mundillos, sin distinción. Siempre andan con prisas. La tienen para todo, para una entrevista, para una sesión de fotos, para firmar un autógrafo a un aficionado. Y, claro, siempre tienen también guardada una palabra o mirada de superioridad que si no la lanzan, algo debe retorcerse en sus adentros. Son personas soberbias que, probablemente, hayan subido su nivel de prepotencia, ya alto de por sí, a base de gloria y halagos desmesurados.
Por eso, cuando das con alguien que sobresale en lo suyo, pero que no se cree venido de otro planeta, es muy de agradecer. Alejandro Valverde es uno de ellos. Si le entrevistas, te contesta sin prisas. Si te le cruzas en el comedor o en algún pasillo del hotel, te saluda y te pregunta qué tal. Si te topas con él en alguna salida, ya con la equipación de batalla y concentrado en ella, la educación continúa sin abandonarle. Algo que parece tan lógico y sencillo no abunda en el mundo paralelo de las estrellas.
Ha ganado una Vuelta, cuatro Flechas, tres Liejas y mil carreras más. Ha subido ocho veces al podio de las grandes y seis al del Mundial. Ha sido el mejor de la Tierra en cuatro ocasiones y el protagonista de decenas y decenas de hazañas de todo tipo. Ha conocido la cara más agradable, la más simpática, del ciclismo, pero también la más inhumana, la más cruel. Y, sin embargo, con el saco lleno de gloria y de motivos para ser introvertido y antipático, Valverde sigue como siempre. Y muchos se lo agradecemos.