Mikel Bizkarra: El talento del último puerto

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Rafa Simón

Mikel Bizkarra: El talento del último puerto
Mikel Bizkarra: El talento del último puerto

Los jadeos parecen acompasados. Como si fueran recitados al unísono. Silbados en bocas secas. Marcados en rostros sudorosos. Caras que describen miradas perdidas, talladas sobre mentones huesudos. Parecen buscar la cima. El final de un ascenso que no era igual para todos. Pero Alpe di Pampeago, no entiende de excusas. Sólo se extiende, majestuoso, sobre tonos de verde puro. En pleno Trentino. Incendiando los ánimos de los corredores con calor salino, obligándoles a serpentear sobre el cemento, como si de una inclemente penitencia se tratara, mientras alardea de hielo en sus flancos. Cada pedalada se empuja de manera diferente. Cada ciclista parecía escalar con un motivo. Una causa. La de Mikel, era especial.

El ansia de estar allí, con ellos, era más fuerte que la tentación de subir un piñón más. De ceder en un esfuerzo que ya había sido lo suficientemente generoso. En cambio, las pedaladas eléctricas de Froome, le hipnotizaban. Podía percibir sus cambios de ritmo. El cruce de miradas con Kenny Elissonde, su lugarteniente. Estrategia filtrada en un inglés de resoplidos. O la zancada de Luis León Sánchez. Tiesa. Firme. Siempre cercana a la de Miguel Ángel López. Menos estética, pero letal. No podía irse de allí.

En cambio, pocos parecían percatarse de que él, todavía, estuviera allí, empapando en sufrimiento su maillot pistacho. Rodeado de los mejores. Su historia no la hilvanan tantos galones. Es humilde. Cosida a retales que nunca fueron fáciles de tejer. Fue su primo, Egoitz García, el que consiguió que no fuera pelotari. Le sedujo con sus triunfos, y Mikel, viéndole cada fin de semana en las carreras, quiso imitarle.

Era obeso, pero, el ciclismo, le estilizó. Le hizo amar la montaña. Ser uno de los mejores amateurs de su generación. Tanto, que, la Fundación Euskadi, se hizo cargo de él. Primero en Naturgas y, luego, en Orbea. Una tarde de Octubre le citó Miguel Madariaga, Presidente de la Fundación, junto a su director, Aritz Arberas, y Alex Díaz. “Qué ´txiki´, ¿te apetece dar el salto a profesionales?”, le dijo. No hacía falta más.

Orbea fue la cuna donde empezó a soñar. La teoría era fácil. “El que anda, pasa”, se decía. Como si de un concurso de talentos se tratase. Por arriba esperaba Euskaltel Euskadi. El mundo del World Tour. Abajo estaban ellos. Los “contis”. Las risas con Aritz Bagües. Los entrenos conjuntos. Las carreras sin responsabilidad añadida. Un grupo de amigos que disfrutaban progresando. De entre ellos, uno destacaba de forma especial: Víctor Cabedo. Era meticuloso. Trabajador. Capaz de sufrir una gran “pájara” camino del alto del Acebo y, el día siguiente, arrancar de una escapada plagada de corredores del World Tour y llevarse una etapa para dedicársela al ciclismo de los modestos, de los jóvenes que empiezan.

Mikel siempre supo que, si lograba ganar en regularidad, su compañero sería uno de los corredores llamados a ser parte del relevo generacional. Sin embargo, el destino fue cruel con Víctor. Falleció.

 

Pero, los sueños, a veces, se diluyen en una realidad que no entiende de personas. De proyectos y dedicaciones de chicos que sólo esperan una oportunidad. Al principio, el testigo del Orbea, lo recogió el Euskadi, pero, a fínales de 2013, el equipo desapareció, lo mismo que el Euskaltel. Sin piso inferior ni superior, Mikel tuvo que aferrarse, in extremis, a un proyecto hispano-chileno que acababa de surgir. El Pinoroad.

Viajó a la otra punta del planeta a una concentración que, de inolvidable, tornó en pesadilla. Acudió porque Juanjo Oroz y Pablo Urtasun, ex corredores del Euskaltel, también habían dado el paso. Pero, una vez allí, las promesas iban tornando en excusas. Se retrasaban las bicicletas, las equipaciones. Las llamadas del empresario que dijo haber creado un gran equipo, apenas se producían. Las tardes de espera a miles de kilómetros de su casa se consumían en horas lentas mascadas entre partidas de póker y murmullos en tono de sospecha Pablo y Juanjo, más experimentados, eran más enérgicos. Pedían explicaciones. Mikel, en cambio, no decía nada. Hasta que, la farsa, se confirmó. Les habían engañado.

El Astana acelera el ritmo. Mikel no duda. Elige la rueda de Pozzovivo mientras, con decisión, empuja el dedo anular sobre una esquina de su manillar, bajando una corona. El corazón le bate rápido. Hoy nadie le bajará de su sueño. Seguramente ninguno de esos corredores sepa que, al volver de Chile, tuvo que recalificarse en aficionados de nuevo. Gracias a su hermano y a Unai Marín, del Gomur, que le convencieron para seguir.

Fue un año, 2014, en el que consiguió dar la vuelta al desánimo y ganar muchas carreras en dura pelea con otro gran rival, Aritz Bagües, que corría en el equipo rival, el Gipuzkoa. Ambos con el mismo destino. Recuperar su merecido hueco en el profesionalismo. La pugna, un calco cada fin de semana. Mikel, bajito y delgado, se escapaba subiendo. Aritz, algo más corpulento, mantenía distancias hasta atraparle en los descensos, para luego ganarle al sprint.

Pero, esta vez, el destino le observaba desde atrás, desde el bando enemigo. Tras un volante. Jon Odriozola, director del Gipuzkoa, llevaba ya tiempo trabajando en un proyecto. El Murias. En 2015 consiguió la licencia en profesionales. Se llevó a Aritz, su pupilo, pero también a Mikel.

Desde entonces, la confianza de Jon es plena sobre Mikel. “Cada año te voy a pedir más consistencia en las etapas de alta montaña. Haz tuyos los puertos largos y duros. Quiero que aprendas a superar el desgaste del llano. Que cada vez llegues más entero al último puerto”, reclamaba.

Alpe di Pampeago es rugoso. Cruel. Sibilino. El grupo se estira. Mikel agacha la cabeza. Su historia aún es discreta. Incomparable a la de todos los corredores que lleva a su alrededor. Ninguno parece percatarse de su presencia. Como si no fuera a contar en esa etapa. Él, en cambio, conoce cada uno de sus secretos. Lleva años estudiando sus movimientos. Esperando a crecer un día cerca de ellos, sin sobresaltos. Con la pausa de un equipo que le regale calma. El sosiego de saber que, año a año, podrá dar un paso más hacia una victoria que, cada, vez, está más cerca.

Luis León y Pello Bilbao, ceden. Mikel se mantiene en un grupo minúsculo. Imposible seguir el arranque de Miguel Ángel López. Pero su estela no quedará muy difuminada. Los Alpes le sonríen.

Pero, si le dejaran, si pudiera colocar esas pedaladas en una carrera, volverían a ser las mismas que soñó de pequeño, cuando iba para pelotari, frente al televisor. Quizás no serían en el Tour de los Alpes, como hoy. Aunque adore esa carrera. Sino en el Giro. Encadenar tres semanas de etapas dantescas. Volver a pasar, de nuevo, por el Trentino. Por el Alpe di Pampeago. Pero también por los Dolomitas nevados. Entre tiffosi enfervorizados en las cunetas. Dar rienda suelta a un talento que, pese a los baches del destino, empieza a florecer, tal y como Odriozola le había pedido. El del último puerto.

Rafa Simón

@Rafatxus