“Callaos, no digáis nada, que se va a enterar…”, susurra Ismael, uno de los masajistas del equipo, mientras retrocede unos pasos en busca de un mechero, en recepción. El resto sonríe. Está a lo suyo. Con el móvil. Intercambiando comentarios. Relajado. No sospecha nada.
José Manuel sigue sentado sobre las escaleras del hotel, junto a sus compañeros. Sintiendo como el atardecer de Torrejón le regala una suave sensación de bienestar, de calma posterior al esfuerzo. Las piernas siempre pican en la Vuelta a Madrid. A lo lejos está la Sierra. Esa misma mañana subieron Navacerrada. Ahora, con el sol tan bajo, es inevitable cerrar los ojos, dejarse llevar. Pensar en nada. En todo.
Días atrás disputó la Vuelta a Asturias, aunque por carreteras desconocidas, las que iban en dirección contraria a Cantabria. A Cabezón de la Sal, su pueblo. Allí es donde se inició como ciclista. Donde le “robaron” el nombre. Fue su propia madre, Mariate, que, viendo a su hijo un día, en un entrenamiento en la escuela de ciclismo del pueblo, le gritó un “¡vamos ´Gallu`!” que se le quedó para siempre. Ya nadie le llama José. Y a él le gusta. Le otorga la personalidad que imprime en la bicicleta. Cabeza alta, pecho hinchado. Con el tiempo incluso llegó a cortarse el pelo a modo de cresta y teñírsela de rubio. Cosas de la adolescencia.
En Asturias, en plena subida al Acebo, la climatología se volvió totalmente en contra. El pelotón escalaba mudo. Él, como cada ciclista, sentía el frio, la lluvia. A ratos la nieve. A su lado, entre pedaladas que hacían silbar la carretera mojada, algún corredor jadeaba quejas entrecortadas, atufadas en tiritona. Filtradas entre el vaho. El “Gallu”, en cambio, era feliz. Si levantaba la cabeza aún distinguía el azul apagado de Movistar. La oscura tez de Nairo marcando el ritmo que debían de llevar sus hombres. Al “desterrado” Óscar Sevilla. “¿´Parcero´, cómo lo llevas?”, le jadeó. Se caen bien. Al “Gallu” siempre le ha gustado su pedalear. Su clase. Uno “de los buenos”.
Aunque hubiera sido un buen momento para dejarse caer del grupo de treinta hombres que aún aguantaba el temporal, para él era un regalo estar ahí. Con los profesionales. No se bajará de ese tren nunca. Es una promesa.
Hace años, cuando era amateur, su trayectoria parecía encaminada. Dibujada de antemano. Ganador desde juveniles y cántabro, su carrera profesional parecía que estaría ligada a las estructuras de Matxin. Siempre en el filial de Saunier, Geox, Transmiera…el “Gallu” progresaba, pero el equipo cerró cuando tenía que haber dado el salto. Y eso dolió horrores. Tuvo que reinventarse. Seguir como amateur esperando una oportunidad.
Con el tiempo, esta llegó. Recibió una oferta ramplona. Del Tusnad Rumano. Para poder pedalear paralelo al ciclismo europeo, como escaparate. Se llevó una maleta pequeña y un inglés desgarbado. El resto era pura motivación. Ganó la montaña en la primera carrera que corrió con el equipo, pero acabó impactando con el suelo en la segunda carrera, en Polonia en la ruda Malopolska. Se rompió la muñeca. El único apoyo que recibió del equipo vino empaquetado en una sóla frase: “Tú sabrás lo que haces”, le dijeron. Tuvo que correr con la muñeca inmovilizada. Sin apenas margen para frenar. Tocas la maneta era una proeza para él.
Por eso debía ir muchas veces a cola de pelotón, para que le diese tiempo a realizar maniobras que, en condiciones normales, eran instantáneas. En Septiembre, sin resultados, se volvió a Cantabria tal y como se fue. Con su maleta y nada más.
El año siguiente, tras otro año en amateur, tuvo una segunda oportunidad, pero realmente tardía. Le ofrecieron correr con el Kuwait Cycling Project, en Septiembre. Le pidieron inventarse un tercer pico de forma hasta diciembre, cuando, en condiciones normales, el pelotón europeo ya está centrado en el descanso. Cumplió en carreras que nunca fueron las suyas: Desierto y viento. Arena y llano.
Pero, tras ello, no hubo un nuevo contrato. Y él seguía cumpliendo años. Demasiados infortunios. La mala suerte tentaba a una decisión segura. Era fácil colgar la bicicleta. Auto compadecerse sin reproches. Buscarse un trabajo. De lo que fuera. Visitar la noche, irse de copas, como un chico de su edad. Al levantarse una mañana de domingo sintió repulsa de sí mismo. Él no era así. Por eso volvió a coger la bicicleta. Nunca se rendiría.
Así, la temporada siguiente, los resultados volvieron a ser brillantes. Y la llamada llegó. El recién creado Kuwait-Cartucho.es le dio una oportunidad. Una de verdad. La única que pedía. Una temporada entera, para poder planificarse sus propios picos de forma. Por eso, cuando se vió allí, en Asturias, en plena ascensión al Acebo se propuso hacerlo bien. Daba igual que nevara. Era ciclista profesional. Un privilegiado.
Lo era desde que, en la primera carrera que corrió, el Tour de Haut Var, en Francia, un niño se acercó con su foto impresa para que se la firmara. Y le llamó por su nombre. Lo era porque, aunque el coche de su equipo fuera modesto, enfrente tenía el autobús del BMC. El de la Française des Jeux. Y todos corrían la misma carrera que él. En cuanto el juez dio la salida aquel día, intentó meterse en la fuga, acercarse a Thomas Voeckler, pedalear a su lado, a escondidas, mirarle de reojo. Le dio vergüenza decirle que le admiraba, y que en su grupetta dicen que se parece a él. Porque también “pone caras”. Porque también es combativo. Luego trató de escoltar a Davide Rebellin. De llevarle bien sujeto hasta el momento clave de la carrera. Cuando comparten habitación de hotel José, el “Gallu”, siempre le cuenta cosas de su vida. A Rebellin. Que lo ha sido todo. Qué pensará de él.
El “Gallu”, aunque habla mucho, en cambio, no pide nada. Solo que le dejen seguir, que respeten su oportunidad. Se lo debe a su madre, por luchadora, porque le ha enseñado que ninguna enfermedad es más fuerte que ella, y porque la tiene para cuando lo necesite, como siempre. Las estrecheces siempre se han cubierto con un parche. Nada más.
En el Kuwait-Cartucho. es está contento. Le trae recuerdos del Tusnad, cuando él era el extranjero y hacía por integrarse en un inglés rústico aprendido en rápidos apaños. Ahora, en cambio, muchos son españoles, por lo que trata de integrar a quien más lo necesita. Como a Salah, el Marroquí del equipo. Primero le enseñó “los tacos”, luego palabras más técnicas. Con él vivió una de las carreras más duras en las que ha participado, el Tour de Marruecos. Llegaron a disputar una etapa, la tercera, en la que apenas podían mantenerse sobre la bicicleta. Aquel día el aire empujaba de costado, provocando continuas caídas y salidas de ciclistas a las cunetas. El pelotón entonó el “anuler la course”, pero los jueces no lo concedieron. Días después, en la octava, estuvo a punto de estrenar su palmarés, aunque estuvo desacertado en los momentos clave de la etapa, cuando, entre los cinco escapados, no supo elegir al que le dejaría la victoria en bandeja.
“¡Gallu, felicidades!”. Al girarse, su masajista le muestra orgulloso la tarta. Por fin ha podido encender las velas. 29 años. Una edad tardía para ser “neo”, para gozar de su primer año entero como profesional. Pero al fin y al cabo, es sólo un número. Un número por el que quizás muchos directores no se han atrevido a apostar por él antes. Un número que no le envejece, porque siente que es el primero como ciclista profesional. Porque su cuerpo no está quemado.
“¡Pide un deseo!”, le reclaman. El ser el centro de atención le sonroja un poco. Pero accede a cerrar los ojos. A soplar. A soñar. La vela se inclina levemente mientras evapora la última brisa de humo. Y él desea. Pide que “ojalá nada cambie. Que esto que estoy viviendo sirva para quedarme. Aunque haya llegado tarde. A pesar de mis 29 años, soy un neo”.