El calor pesa. Hoy las calles de Ingooigem regalan temperaturas altas, húmedad que emborrona en polvo salino las espaldas de los ciclistas, casi todos blanquecinos todo el año. Hoy les hace vulnerables e inadaptados frente al frío y la lluvia que domina las carreteras casi siempre. Aun así Dries intenta pensar, aunque cabecee continuamente, con el maillot casi totalmente abierto. Ha elegido colocarse delante. Pegarse a una valla, todavía más cerca de los aficionados. La tensión del último kilómetro le oprime más el corazón que los seis pasos anteriores por el terrible muro de Tiegenmberg. Que los 199 kilómetros recorridos.
Keukeleire sonríe. Le reta descargándose de responsabilidad. Ajustándose uno de los botines mientras se coloca a su altura. Casi sin pedalear. Malicia en estado puro. “O tú o yo”, se limita a decirle, mientras le recuerda con el pulgar que él cuenta con un compañero detrás. Su marcha se ralentiza por momentos. La moto que acompaña al grupo perseguidor se encuentra peligrosamente cerca, a escasos metros que la que se encuentra grabando el pulso entre ellos.
Si la moneda cae del lado de Keukelaire, ganará el favorito, el que corre en Orica, el que viene de correr la Dauphiné. Le sobra calendario y tiene contrato para el año que viene. Le vendrá bien una victoria. Hasta ahí. Dries no tiene ese comodín. Es el de las dudas, el de las pocas carreras. El que tiene que ponerse delante y mirar para detrás con insistencia para que no se acerque demasiado el grupo perseguidor. No puede esperar tanto. Es un continental. Un “Élite sin contrato”. Ni siquiera podrá estar en el Campeonato nacional con el resto de profesionales. No hay tiempo. Necesita la victoria para que alguien pueda pronunciar su nombre, hacer méritos para conseguir un equipo de mayor nivel para el año que viene.
Por eso, antes de seguir la estela de Keukeleire hace unos minutos no cejó de pedir más intensidad a la escapada. Casi la rogó. Como si no tuviera derecho a pedirla. Era el de menos rango de la escapada. En las clásicas los “capos” llevan otros maillots. Se desesperó. Ese ritmo no le convenía.
La sensación pudiera ser extraña. En realidad no debiera de estar ahí. Pero su instinto le empujó a hacerlo. La consigna en la salida era la de muchas otras carreras: “Chicos, ya lo sabéis, con Timothy Dupont hasta el final”. El “ya lo sabéis” se lo tiene aprendido de memoria. Significa cortar el aire para su líder. Que no se escape nadie. Y “hasta el final” significa meter la cabeza en el sprint hasta dejar a “Timo” bien colocado, para ayudarle a rematar en los últimos metros, cuando él desaparezca de la primera línea de fuego, sin apenas pedalear y levante la mirada para ver si su compañero ha podido culminar el trabajo. Como todo el año. Oscuridad en favor del brillo ajeno. Es un hombre de equipo. Leal.
Por eso, cuando vió que Keukeleire, Maes, Theuns y Claeys cobraron ventaja se unió a ellos. Era una manera de liberar al equipo de presión. Y una buena baza al sprint. Se lanzaría a sí mismo.
Keukeleire vuelve a sonreir. Huele los nervios en Dries. Espera paciente su distancia, su victoria. Los últimos 300 metros. Con 27 años es ya perro viejo. En territorio flandrien se madura antes. Se aprende de los errores. Propios y ajenos.
Dries tiene tres años menos, pero sumados de su anterior vida, la que vivió hasta los 23. Se la dejó en el kilómetro 83, en un descenso, en el Tour de Vendée, en Octubre de 2014. Le contaron que cayó a plomo. Impactó con su cabeza sobre el asfalto. Allí cerró los ojos. Regresó quince días más tarde. Los abrió en el hospital de Nantes, donde fue operado de urgencia de un traumatismo craneal. En su nueva vida nació con 14 kilos menos. Entubado. Aturdido. En una habitación de hospital. “Tranquile, tout se passe bien, Dries”, escuchó de un médico, en Francés. Sus padres, su hermano y su novia estaban allí, escoltando su despertar. Quiso saludarles, porque se acordaba de ellos, pero no podía hablar. Malditos tubos. Rodeaban su cuerpo. Quiso coger la mano de su chica, secar sus lágrimas con un beso, pero desistió. Sus brazos, totalmente huesudos, pesaban enormemente.
Los días siguientes fueron eternos. Imposible dormir por las noches. De día los minutos pasaban como horas. Ni siquiera podía contarlo. Malditos tubos. Fue días después cuando se los quitaron para enseñarle a respirar sólo, a expresarse de nuevo, a sentirse algo más que un mueble. Luego llegarían los vértigos. Caminar de nuevo.
Pero él, en la otra vida, no era así. No vivía en una cama. Era ciclista. Uno prometedor. Un aspirante a flandrien. Tenía victorias, muchas. Los equipos profesionales ya tocaban a su puerta. Era el jovencito de 23 años que había batido al sprint a Gianni Meersman, del Ettix Quick Step, en la Kermeese profesional de Erpe Mere. El que llegó en solitario en la primera etapa del Tour de Brabante. Rompía los esquemas en las carreras donde los profesionales repartían dividendos de antemano. Sin embargo, todo eso se esfumó en aquella bajada. Le dolía ver su miseria frente al espejo. Ojos abandonados en el valle de moradas ojeras. Mofletes huesudos, aún con el moretón de la caída rodeando su contorno. Quién iba a apostar ahora por un chico que ni siquiera sabía andar. “Dries, tienes que ser realista, ante todo ser persona”, escuchaba de los médicos. Eso dolía mucho. Más que la peor de las caídas. Su familia, ¿Qué podía decir? Le apoyaban a muerte. Le empujaban a ganar plazos contra la mala suerte.
Una tarde, en el hospital, mientras Dries se esforzaba en ganar la batalla al cuchillo de plástico que se doblaba al cortar la carne, recibió una visita. La puerta se abrió con brío. Era Ivan de Schampelaere, el mánager del Verandas Willems. “Me han dicho que aquí vive un gruñón”, bromeó. Dries le observó. Su corazón empezó a latir fuerte, como cuando se atrevío a pedirle salir a su novia. Como un niño antes de abrir sus regalos de navidad. Su familia les dejó sólos. “Confío en tu recuperación, en tu palabra de que quieres seguir, en tus ganas de volver a ser el chico que bajaba ese puerto con la intención de ganar. Quiero que seas corredor de mi equipo para el año que viene. ¿Qué te parece?”, le retó. Dries se levantó sin muletas. Le dijo lo que los médicos pensaban. Hablaban de 2016, si todo iba bien. Ivan le miró a los ojos: “Me vale más tu palabra, tus ganas de volver. Va a ser sonado, y quiero que sea con el maillot de mi equipo”, zanjó. Dries balbuceó un “si quiero”. Ivan sólo le visitó una vez más, la semana siguiente, para llevarle el contrato. Le dijo que la próxima vez le vería sobre la bicicleta.
El 1 de marzo de 2015 Dries tomaba la salida en Bruselas de la Bruselas-Opwijk. Un mes después, en abril, volvería a levantar las manos, así hasta 5 veces más durante el año. La más especial, en Londerzeel, cercana a su localidad natal de Bornem, ante sus amigos de siempre. Felices de verle otra vez en la pelea. La más significativa, en Sinaai, en otra Pro-Keermesse, entre profesionales. Demostrando que cuando hizo doblar el espinazo a Gianni Meersman no fue de casualidad.
Pero lo más importante no fue eso. Era profesional de nuevo. Contaba en el equipo. En el código flandrien le encajaron en uno de los términos más respetados: “Baroudeur”. Peleón. Valiente. Peleón para luchar por sus opciones, al sprint o en fuga o, simplemente, valiente para meterse en la guerra de los codos en favor de sus compañeros. Baroudeur en favor de sus jefes de fila, Dimitri Claes y Gaetan Bille, los pesos pesados del equipo el año pasado, de Dupont y Kruopis este año. Además, el primero en hacer piña dentro y fuera de las carreras. En el autobús del equipo, era uno más en sumarse a la fiesta. Brazo en alto coreando el aporreante “The Hum” de Dimitri Vegas y Like Mike. Uno de los himnos musicales del equipo.
Las vallas resuenan con brío. El griterío activa a los dos corredores. El jadeo del grupo perseguidor se filtra peligrosamente cercano. Pero Keukeleire ya tiene su distancia marcada. Sale de la estela de Dries. Éste, en cambio, consigue mantenerse a la par. Aplicar un fogonazo final a sus pedales. Con la misma fuerza con la que supo despertar del coma. Con tiempo para superar a su rival en los metros finales. Incluso logra celebrar la victoria con los brazos abiertos. Júbilo desbordado. Y, entre medias, lo más importante. Un comentarista de Sporza, la principal televisión deportiva belga, acompaña su suave pedaleo hasta su auxiliar relatando su curriculum. Transmitiendo su nombre. Recordando su existencia. Su victoria cuando despertó del coma. Su recuperación como ciclista. Su trabajo para los rematadores del equipo. Tan brillante para sus jefes de fila como sombrío para el gran público. Esta vez será Dupont, sobrado de victorias este año, el que se acerque a felicitar a su lanzador. A Dries de Bondt, el barodeur. Su escudero. El que salió del coma para pedalear hacia la victoria.
Rafa Simón
@rafatxus
Fotos:
Marc Dreesen
Martine Verfaillie
Nils Olbrechts
Jean Bollaerts
Global Cycle Photography/Kurt Augustynen