Fotos: Tim de Waele
Se trata de manía persecutoria, simple tirria hostigadora y de raíz pretendida, apremiar al seguimiento acorralador que acecha y acosa con el derrumbamiento de las grandes moles acorazadas en la inexpresividad, como Cadel Evans. Indestructible en lo físico, pero débil en la lucha cuerpo a cuerpo. Es entonces por simple defensa pasar al contraataque. Con el deseo de derribar el ignominioso sentimiento de propia inferioridad frente a la amenaza exterior, fortificada y poderosa, con el visado acreditativo del triunfo virtual materializado. El de Valverde, blindado en su propia euforia y aguante terrenal a pesar de ascender a la altura del cielo en tres ocasiones contabilizadas en solo un día. Galibier, Croix de Fer y Longchamp. Voló el murciano en sillón de primera clase, acomodado por merecimiento propio. El que determina la entereza frente al intento de fracturación consignado por el excéntrico australiano, recelo infundado en cada cambio de ritmo propulsado por sus piernas durante la última ascensión al cielo francés donde se ubica la puerta de entrada a la gloria eterna, la del Tour de Francia. Para cruzar la verja de la discordia basta con poseer la llave adecuada. La que guarda Contador en su desentendida zamarra. Proceso de abrillantamiento el del madrileño, administrador precavido. Alejandro Valverde la esculpe mientras escala hacia el edén. Su camino es penitente. Lucha en silencio por salir del infierno al tiempo que asciende, por reducto físico, al cielo de los ganadores. En él reside la obstinación de Cadel Evans, obnubilado ante los portentos que derrumban su flemático blindaje como obsesionado intento por el triunfo.
Desquiciado frente a la desmesurada resistencia de sus oponentes. Frágil en cuanto a límite de superación, pasó al ataque, en tímidos reductos exhibidos en su calculadora. Manía persecutoria la suya. Quería descarriar a Valverde de la vía que marcaba el camino hacia el cielo para encontrar esa llave que siempre se le escapa mediante los cambios de ritmo. Inapelable. El murciano, sentido óptimo de la orientación, no se perdió en el novedoso dinamismo de Evans. Si vértigos ni mariposas revoloteando, por miedo, el murciano consiguió arrancar al líder del Silence- Lotto un afligido grito de desesperación en cada irrisorio ataque. Pero la argucia de Cadel Evans traspasaba más fronteras que el intento de abolición del sólido reinado de Valverde en la Dauphiné Liberé. Fue también un propósito de abrumamiento hacia Alberto Contador, catador de sí mismo en cada una de las jornadas que han abierto el picaporte de la puerta victoriosa de Alejandro Valverde en la prueba gala. También de esa batalla salió Evans perdedor. Transtornado casi. Fue tan insistente en sus ataques como exasperado en su ánimo. Insultante supremacia la del madrileño, que provocó la cólera de Evans al restar efervescencia a sus intentos de derrocamiento. Fue por enojamiento la obstinación de Evans en sus ataques para debilitar la mente del madrileño. Impensable vía para extraviar al portador del camino glorioso de la próxima ronda gala.
Ataque de Moncoutie
También por manía persecutoria e inquieta Juan Antonio Flecha, Mikel Nieve, Yuri Trofimov y Amael Moinard quisieron desprenderse de David Moncoutie, integrantes todos de una numerosa fuga formada a instancias del Galibier y donde también marchaban Juanma Garate, Egoi Martínez, José Luis Arrieta, Iñigo Landaluze o Marco Marzano. Entre todos, el índice de peligrosidad de mayor grado lo marcaba el escalador francés del Cofidis y por ello en el descenso de la Croix de Fer, con el Caisse d'epargne cerrando filas en el pelotón antes de la subida final a Longchamp, la fuga dosificó sus más de tres minutos de ventaja para desplumar a Moncoutie. El joven Mathias Frank sirvió de compañía a Rinaldo Nocentini en el primer intento que descalabró al escalador galo antes de que Nieve, Moinard, Flecha y Trofimov saltaran en busca de la cabeza que sentía el cálido perfume del triunfo. Con el paso del Saxo Bank en ayuda a su sorpresivo líder Jakob Fulgsang, Moncoutie aceleró el paso una vez que sus detractores fallaron en el intento de asesinato. Con Mathias Frank vagando en solitario, el impasible francés amedrentó su propio ritmo para darle caza. Visto y no visto. Al contrario que Evans, sin perturbaciones, Moncoutie arrancó pausado pero constante. El mismo ritmo que le llevó hasta lo alto de Longchamp, acompasado por sí mismo durante los fantásticos diez kilómetros que le catapultaron a otro de sus éxitos, escasos, pero bañados en oro de valiosos kilates.
El mismo metal que recubre a Alejandro Valverde, bañado más si cabe en el amarillento liderato que defendió con maestría frente a los desquiciados ataques de Cadel Evans y el aguante, fantasmal pero siempre presente de Alberto Contador. Ni siquiera en el fulgurante sprint que se marcó el australiano pudo arrebatar una milésima al corredor del Caisse d'epargne, explosivo como nadie en las llegadas reducidas. Cada uno esprintó por su lado. Evidenciaba la diferencia abismal entre cada forma de entender el ciclismo. Una, la explosiva hispana y la otra, la constante y a la vez discreta pedalada australiana. Llegaron a la par para desaparecer al momento Evans. Valverde, en cambio, no se ocultó. Apenas podía despegarse del sillín frente al esfuerzo ejecutado. Paseó, como acostumbra, casi en solitario, unos metros poco después. Con el aire ya corriendo de nuevo por sus pulmones. Es su habitual modo de celebrar victorias. De interiorizarlas. No alzó los brazos esta vez, pero era lo de menos. Se sabe ganador. Saboreaba así su victoria cada vez menos virtual. Poco después del propio líder y de Evans entraba, tranquilo, Contador en meta. Desentendido ante el acelerón final. Tan solo 14 segundos le dentelleó Evans. Amedrentaba su paso el madrileño, relajado e hidratándose antes de echar el pie a tierra. La lucha de los tiempos en la Dauphiné la ganará el australiano pero la batalla moral está en el bolsillo de Contador, al lado de la llave que otorga el acceso al lugar más alto del Campos Elíseos parisinos. ainara@ciclismoafondo.es
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