Fotos: Tim de Waele
A Wouter Weylandt no iban a traerle a Giro de Italia. Se cayó en el GP l'Escaut, a finales del mes de abril y el Leopard lo mantenía en la nevera de las dudas. El chaval, un reguero de juventud y ganas de crecer, de ser alguien, apretó los dientes entre entreno, poco, y descansos, muchos para llegar a punto a la salida del pasado sábado en Turín. Lo consiguió. Cerró la maleta hace cinco días en su casa, en Gante y se despidió de Sophie, su chica. No sabía que iba a ser para siempre, maldita sea que no lo sabía.
A Wouter Weylandt le divertía salir con sus amigos, ir de compras, al cine con Sophie y practicar deporte. Las inquietudes de un chaval normal para su edad, 26 años, toda una vida por delante hasta que su cráneo se partió en el descenso del Passo del Bocco, a 25 kilómetros de la meta en Rapallo, maldita sea la bajada, el pequeño muro a la derecha con el que su pie y el pedal de su bicicleta se toparon. ¡Pam! Directo al suelo, solo. Maldito sea el suelo que le dejó ahí tendido, con la cara hinchada y sin parar de sangrar. Inmóvil. Inconsciente ya.
A Wouter Weylandt no pudieron salvarlo. Nada se pudo hacer. Giovanni Tredici, el médico del Giro llegó medio minuto después de que se produjera el incidente. Estuvo tres cuartos de hora reanimándole, a base de inyecciones de atropina y adrenalina. 45 agónicos minutos de masaje cardiaco. Para cuando llegó el helicóptero, su corazón ya no latía. Ya no quedaba nada. Vacío. Maldito sea ese vacío.
A Wouter Weylandt lo vio Bingen Fernández, el director del Garmin-Cervélo, tendido en el suelo cuando pasó con el coche por el final del descenso del Bocco. "Hubiera sido un milagro que habría salido con vida, es lo primero que he pensado cuando he pasado y lo he visto. He dejado a mi médico ahí para que hiciera todo lo que pudiera". Nada, porque ya nada se podía hacer. Maldita sea ese fin irremediable, del que todo en la vida tiene solución. Menos la muerte. Maldita sea la muerte.
A Wouter Weylandt le esperaba en su casa a finales de mayo Sophie, su novia y la futura madre de su hijo. Sophie estaba embarazada, en septiembre iba a dar a luz al primogénito de ambos. Lloros, risas y pañales. Desvelos y noches sin dormir. Nunca lo podrá ver ni vivir el joven Weylandt que chocó la parte derecha de su cráneo con el suelo y ahí se quedó. No paraba de sangrar, un reguero, por la cabeza y la nariz.
A Sophie no quisieron llamarla cuando volvía del trabajo, como cada día conduciendo su coche a las cuatro y media de la tarde. No querían asustarla en su camino a casa. Como cada día, porque nada cambiaba. Uno más sin su chico en casa, o uno menos. Es mejor ir descontándolos, hacer una X en cada respectivo cuadro del calendario contando los días hacia atrás hasta que el amor, como el soldado que combate en el frente, vuelve a casa. Hasta que sonó el teléfono. Entonces ya nada fue como un día cualquiera.
Ése, el día negro con el que se encontró Vicioso, piernas magnífica, insólitas, cuando se marchó en compañía de Dani Moreno, Pablo Lastas y Le Mevel en un suspiro, un tiro de gracia motivado por el parón que el Lampre propuso en meta. No lo sabía la escuadra de Scarponi, ni ninguna lo que había sucedido, lo que estaba por venir, el final y la muerte, pero el miedo recorrió como un halo de tela al pelotón y lo maniató. Aprovechó Vicioso, que nada sabía para adelantarse en el sprint de Rapallo. Nadie lo miraba, nadie fue a felicitarle, ni siquiera si mánager Gianni Savio cuando el zaragozano gritó nada más cruzar por la meta, con el pinganillo en la mano, "¡¡he ganado, he ganado!!". No encontró respuesta del otro lado del interfono. El Giro estaba apagado. Negro por Wouter Weylandt.
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