Fotos: Tim de Waele
Era un
hombre solitario. Ciclista acostumbrado a buscarse la vida sin ayuda, a
encontrar premio a la paciencia, al no darse nunca por vencido. Un vagón
independiente entre potentes y largos trenes que siempre encontraba un
hueco para dirigirse a la gloria. Era él contra esas locomotoras de
tres, cuatro, cinco, corredores, sin ningún desajuste, todo controlado,
cada gesto medido, que aceleraban y aceleraban hasta conseguir su
objetivo. La victoria. Primero, les tocaba a los rodadores. Esas dos o
tres 'bestias' de piernas gruesas y duras que asustan con su sola
presencia. Son los encargados de subir la velocidad, en progresión, del
pelotón, de poner a éste en fila india, de llevar a cabo todos los
preparativos para dar vía libre a los lanzadores, velocistas que pueden
ganar en cualquier carrera del mundo, que pueden ser el último vagón por
características, por calidad, por nivel, pero que tienen como empleo
lanzar al chico más poderoso, el más veloz, al que deben dejar a 200
metros, a 100 metros, casi ya levantando los brazos. Tienen, deben,
olvidarse de sus ambiciones personales. Ellos, uno o dos vagones más,
son los encargados de realizar el movimiento más importante, el que deja
al último hombre a unas cuantas pedaladas de la meta.
Pero él, nuestro chico de oro, nuestro cántabro, uno habituado a romper
récords, a caminar por trayectos desconocidos para nosotros, los
españoles, era la kryptonita de esos 'trenecitos' de moda. Podía con
ellos. Solo ante los equipos más poderosos del mundo. Solo, con su
bicicleta y su casco, con su equipación y su rabia, con su tremenda
valentía, sin miedo a nadie, sin miedo a nada. Era capaz de derrotar a
escuadras enteras, imbatibles en el arte del lanzamiento, entrenadas al
milímetro para ello, especialistas en ello. Él, corredor hecho en
tierras cántabras, esperaba un estorbo entre trenes, un momento de
dudas, unos cuantos segundos perdidos entre lanzadores, para encontrar
su oportunidad.
Esa era, o es, mejor dicho, la misión que casi siempre tiene Óscar
Freire, tres veces campeón del mundo, tres veces ganador de la Milán-San
Remo, pura historia viva, cuando se viste de ciclista. Pero en
Copenhague, en el Mundial más llano, más sencillo, de los últimos años,
el hombre solitario, el orgullo español, tenía, solamente para él,
enterito para él, un 'trenecito' de esos que en tantas ocasiones le han
quitado el sueño, que tantas veces ha reclamado. Carlos Barredo y Juan
Antonio Flecha, dos expertos, como dueños de la colocación y de la
aceleración. Vicente Reynès y José Joaquín Rojas, velocistas
consagrados, como lanzadores. Lo nunca visto.
"Cuando se la han jugado conmigo, siempre he respondido", decía Freire
48 horas antes de la cita. Carta segura. Un triple campeón del mundo,
como Alfredo Binda, como Eddy Merckx, como Rik Van Steenbergen, en busca
de un hito. Razón más que suficiente para que José Luis De Santos, el
seleccionador, confiara en él. "Es nuestra baza", repetía desde que se
dio a conocer el recorrido. El velocista que gana sin ayudas iba a jugar
esta partida con un 'trenecito' de los buenos. Mezcla explosiva. Mezcla
ganadora. Pero la lógica no se lleva bien con el ciclismo. Y en el día
en el que más hombres a su servicio tenía Óscar Freire, contento y feliz
por no ser él contra todos, como siempre, tuvo que recuperar el viejo
hombre solitario para acabar noveno en una recta que comenzó segundo.
Segundo gracias al estupendo trabajo de Juan Antonio Flecha, su antiguo
amigo de confianza en Rabobank, quien le recuperó de la oscuridad de un
pelotón en el que ya no estaba Thor Hushovd, el actual dueño del arco
iris. Y hasta ahí llegó el 'trenecito' que fue 'trenecito' durante unos
metros cuando todas las selecciones comenzaban a colocarse.
Una caída envió al autobús a Reynès. Un
cortacircuito desconectó a Barredo y a Flecha de Rojas y Freire, que
fueron perdiendo posiciones y posiciones hasta desaparecer. Fue cuando
apareció el catalán, que se colgó de su espalda al cántabro y le llevó
hasta la cabeza. Brutal servicio el de Flecha, pero faltaba el lanzador.
Rojas había desaparecido. Su casco verde y azul no estaba. Otra vez,
historia repetida, Óscar Freire estaba solo. Y se dio cuenta. "Llegué
bien de fuerzas, pero me vi demasiado delante y no pude remontar",
explicó la ficha española tras cruzar noveno por la meta. Paró e intentó
echar mano de su amplio libro de recursos para buscar una buena rueda.
Imposible. Iban ya a demasiada velocidad. "Da rabia perder una
oportunidad así, cuando me encontraba en buenas condiciones".
A su derecha, como en sus grandes días, pasó Mark Cavendish, quien con
un movimiento a 150 metros del final, se marchó directo a coronarse como
campeón del mundo por primera vez en su espectacular carrera. El
británico hizo efectivo el trabajo de su selección, que echó abajo una
fuga en la que estaba Pablo Lastras, inmenso el madrileño, y otra con
Thomas Voeckler, el galo de moda, en los últimos kilómetros. A unos
centímetros del oro, del cielo, se quedó Matthew Goss, el lanzador de
Cavendish en HTC-HighRoad, el australiano que se colgó la plata. De
bronce se vistió André Greipel, su mayor enemigo, el alemán que también
perteneció al 'trenecito' del de Isla de Man, el que conquistó el Mundial
con el que soñaba Óscar Freire, quien volvió a ser el hombre solitario. Ambos no han tardado en citarse para 2012. El cuarto aún es posible.
FOTOS. Un chico que no para y el hombre solitario
Mark Cavendish se proclamó campeón del mundo en un sprint en el que Óscar Freire, quien tuvo que jugar solo de nuevo, fue noveno. Goss, plata, y Greipel, bronce, completaron el podio
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