Sangraba, sangraba Igor Anton en la salida de Heras. A chuchillazo limpio había entrado, como todos, 70 km/h, piso bacheado y látigo en el pelotón para entrar en el embudo de Peña Cabarga con la colocación precisa, delante, como fórmula inequívoca para lanzar el ataque o simplemente aguantar. Un kilómetro quedaba para el inicio del puerto, justo donde Emilio Botín tiene la tierra levantada, en plena ebullición para construir un búnker, uno de los pocos en el mundo, para procesar los datos de su fastuosa cuenta corriente. Él no llegó. Y no lloraba Anton, no lloraba porque nada había ya que hacer. Todo estaba perdido en un pozo oscuro, el absoluto vacío. Un agujero negro henchido solo por el derramamiento imparable de sangre que desprendía su maillot rasgado, el rojo del guepardo. Animal herido. El del líder que veía la carrera, la Vuelta, su Vuelta escaparse imparable, incapaz. Y él ahí parado, impertérrito y dolido. Un calvario azotando cuerpo y mente con la noción perdida. Ni qué hacer ni dónde ir. Nada sabía Anton. No podía responderse a ninguna pregunta. Solo a la afirmación contundente, tan desgarradora como la piel a carne viva que adivinaba entre el jersey roto a pedazos, que todo se había esfumado.
Con el reguero rojo le bastaba a Igor como lágrima cuando el lucero de su mirada y sus piernas de felino, las del hombre más poderoso de la Vuelta, colisionaron con el viento, chocaron hondas y desniveles y se fue al suelo. Él y toda aspiración de ganar la Vuelta a España. Él y todo el trabajo del Euskaltel- Euskadi en la primera y exitosa semana de carrera. Él y el todo hasta entonces. Él y la nada ya. Basta ese microsegundo de tiempo para colisionar estrellas, apagar su luz. Una aproximación nerviosa, el acelerón a pie de puerto, los nervios ante la llegada del momento crucial y un galgo al estilo de Kolobnev que infunde fuego en el pelotón para explosionar la bomba atómica que provoca muerte repentina y en masa. Los baches y el afilador chirriante hicieron el resto. Egoi Martínez, el escolta leal, el guardia de seguridad fiel a su jefe susurró su rueda también con la de Anton. Y Bruseghin. Y Uran. "Se ha metido una ostia..." Mikel Nieve, la potencia hecha garra, el destrozador particular de rivales a favor de su líder abría los ojos en meta todavía sin creérselo. No sabía, no era capaz de explicarlo mezclando gesto y palabra. Demasiado fuerte para decirlo solo con lenguaje. Había que haberlo vivido. Había que haberlo visto.
Infernal Kolobnev
"Yo solo miraba si Ezequiel estaba ahí, involucrado en la caída", recordaba Serafín Martínez, el hombre que pelea contra el imposible de arrebatar el maillot de la montaña a David Moncoutie. En el sombrío del búnker, del foso sin fondo de Anton salió Mosquera. Y Nibali. Y Purito Rodríguez. Todos, todos menos Anton y el rojo que ya no era rojo. Era sangre. Ni siquiera tuvo tiempo de mirar al pelotón y despedirse de su Vuelta. El latigazo de Kolobnev en cabeza para neutralizar a Tersptra, Millar y Zabriskie, los tres esperanzados por los cinco minutos con los que el pelotón les permitió rodar hasta Heras, allí donde la Vuelta, el búnker, los baches y la sangre lo cambiaron todo. Fue levantarse Igor Anton, caminar, certificar que las piernas se movían y ver retorcerse a Egoi, clavícula rota, inamovible apenas unos metros más allá, cuán dos indefensos niños expoliados por una mina antipersona, y sangra, morirse en vida. Saber que todo se había acabado.
No gesticuló, estaba vivo y lo demostrada, con eso tenía suficiente. "Le he visto dar mil volteretas, a caído de cabeza. Se ha metido una ostia..." No se creía que respirara Mikel Nieve, en pleno shock arriba, en Peña Cabarga. No pudo ver Anton nada de aquello, a toda la marea naranja desplazada a las rampas para jadearle. A sus padres arriba en meta, esperando ver a su niño de líder. Para quedarse el ramo de flores subió la 'ama' hasta la meta y se quedó en un aullido, un grito interno cuando vio en pantalla gigante a su hijo retorcerse en el suelo. Cuando se metía en el coche Anton, cuando no lloraba, ni una lágrima vieron sus ojos aparecer y miraba a la cámara, impotente, alzó la mano, sonrisa disfrazada y agitó los dedos. Adiós. Mirada desconsolada. No lo vio Anton pero mientras montaba en el coche que le sacaba de la Vuelta, el Liquigas de Nibali empezó a ganarla. Patrones. Tomó Kreuziger, un torbellino alocado, tanta energía dentro como fuera de la bicicleta. Con pedales o sin ellos vigoroso, un ciclón irrevocable al que pronto dentelleó Nibali. Modisco de tiburón para situarse en cabeza.
Ataque de Nibali
No sabía, ni fue testigo ni lo vio por fortuna el italiano la caída de Anton. "Solo me preocupé de endurecer la carrera, desde el coche me decían que era en el último kilómetro donde había que atacar", comentó después. Así lo hizo. Pero nada más sabía Nibali, al contrario que Purito. Estudiado al dedillo la subida a Peña Cabarga, casi tanto como la de Pal donde perdió una parte de sus opciones que ahora recupera. Pecó de globero en tierras extranjeras, los nervios y la emoción de ganar en casa, de ganar de líder, le pudieron. No lo pudo contener Purito. Al catalán también le esperaban sus padres en meta y el hijo, el esculpido niño que partió a Sevilla hace dos semanas animado por sí mismo para gana esta Vuelta recuperó, afortunadamente la inteligencia y supremacía al que acostumbra, el candor que desprende siempre, y con él encendió piernas para llegar hasta la posición de Nibali meteórico, una chispa para dar llama a su habano y superarle. A él y a todos.
Tampoco Purito vio la caída. En meta entró con un ojo tapado y al podium se alzó con gafas. Una avispa le había picado en la primera hora de carrera y llevaba el ojo hinchado. Llegó a meta al menos. Sobrevivió, que es lo que cuenta en una carrera de tres semanas. Él, ganador por fin de una etapa que pedía a gritos su nombre y Nibali, líder que se topó teñido de rojo por la sangre de Anton y no quiso festejarlo por respeto y educación, lo que a Nibali, aunque joven, nunca le falta. Corrección. Igual que a Anton, que no lloró. "Me lo tomo con filosofía", dice. No le queda más remedio, sobre todo porque no es la primera vez que le pasa. Ya hace dos años, camino del Angliru en la que se presuponía una batalla entre él y Contador se marchó por el barranco del Cordal. "Peor podía haber sido". Se felicita de estar vivo él también, de contarlo porque, si no se ha matado, "en 2011 volveré más fuerte".
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