París-Roubaix: El infierno lo gobierna Tom Boonen

El belga consigue su tercer triunfo, segundo consecutivo en el velódromo tras una carrera de eliminación que le dejó en solitario antes de lo previsto por las caídas de sus oponentes

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París-Roubaix: El infierno lo gobierna Tom Boonen
París-Roubaix: El infierno lo gobierna Tom Boonen

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Es curioso que al infierno, a pesar de ser el destino para el sufrimiento eterno, se le catalogue con la distorsionada perspectiva de la antigüedad, como un idílico rincón de placer y bienestar, expresado en las más candentes emociones de los seres humanos. Curiosa blasfemia. Hay mucho de añejo también en la París-Roubaix. El Infierno del Norte. Sus 27 sectores de pavé por los que galopeaban caballos a comienzos del siglo pasado tirando carros de los agricultores apenas han sufrido variaciones. Tierra satánica sin ley donde la regencia del más fuerte se impone entre las redencillas espaciosas que dejan las piedras y clavan los pasos. Frenan a los ángeles. Territorio prohibido para gentes de buen corazón. Solo los maléficos resisten. Ordenan. El más endemoniado ostenta jefatura. Ése al que la muerte no asusta. Rey de cavernas, opresor de caídas, vuelcos y muros encontronazos. Fue Tom Boonen el diablo de la París-Roubaix. Gobernante por tercera vez, después de un primer mandato en 2005 y su legislatura abierta en 2008 y reelegida ahora con absolutismo famélico. Diabólico.

 

Toma buen sobrenombre la París-Roubaix. El Infierno del Norte. Por coincidencias. La carrera belga es el espacio terrenal de los herejes y pecadores, espacio de sufrimiento eterno, pero también de placer y bienestar. Referencia universal. No hay religión o idioma en el que el infierno, como la París-Roubaix discrepe en cuanto a analogía. "El sitio donde sufrirás mientras estés allí", se acepta como definición. Apta para ambas. La París-Roubaix es, como el lugar de los muertos, esparcimiento para la agonía y el placer. Antagónicos y en su conjunto impracticables. Boonen, lucifer del pavé, transfiguró en piedra sus músculos para echar mano de le Wouter Weylandt, Manuel Quinziato, Heinrich Haussler, Kasper Klostergaard y un bravo Juan Antonio Flecha, que ya en el decimosexto sector amedrentó para no perder comba. Catolizados todos. Boonen lanzó su maleficio cuando, en cuestión de segundos, se acercó hasta ellos. Maleficio. Poco demoró su cambio de marcha. En los tres kilómetros de cinco estrellas sobre los que se desataba el tramo de Mons en Paveie aceleró el ritmo en busca de la selección.

 

Cancellara y Breschel, eliminados

Los creyentes católicos, como Fabian Cancellara, Matti Breschel, Sylvain Chavanel o Manuel Quinziato se adentraron en sus propias oraciones. Credos evangelizados. Esperanza de atrapar al exorcista que provocaba sus delirios. En vano. Johan Van Summeren y Hoste, ateos silenciosos, del Silence-Lotto, Filippo Pozzato, italiano endemoniado, Thor Hushovd, trueno noruego y Juan Antonio Flecha, agnóstico fiel al infierno del norte siguieron la estela del reinado que Tom Boonen claudicaba. Ostentación exitosa y harta en deseos de ser renovada. Poderío. A base de fuerza, Boonen achacaba sus pies a los pasos pedregosos, con un canto de sirena embaucador hacia el Carrefour de l'Arbre, donde miles de aficionados esperaban su paso. Hacia él lanzó su maleficio, mientras Cancellara encendía su locomotora, con el rezo evangélico como energía propulsora. Se equivocó el suizo de dogma. Su procesión, con Matti Breschel como Jesucristo encarnado a lomos del suizo no tiene cabida en el infierno. Territorio hostil.

 

También lo fue para George Hincapie. Lenta agonía mortífera. Crepitar dogmático. Letal. Se afanó por dar caza al grupo de Fabian Cancellara, desconectado ya de la cabeza de carrera en la que solo los herejes tenían licencia para habitar en el infierno de los últimos tramos de pavé. Se presentaban, encarnadas en ellos al esplendor de las nubes belgas, soportadoras de la lluvia torrencial, las cuatro postrimerías del hombre descritas por Dante Alighieri en su poema de la Divina Comedia. El primero es el infierno, idílico lugar por el que transitaban, atestado de fanáticos y testigo presencial de los demarrajes de Tom Boonen, todo honor y toda gloria. Sin mirar al frente ni escatimar en relevos, generoso, pedaleó para distanciar al grupo de Cancellara y Breschel. Se revistió en los últimos kilómetros con un cambio de bicicleta en apariencia manso. Belcebú. Sirvió para hacer terrenal la segunda de las postrimerías humanas, la muerte. Repentina y sin anuncios para Juan Antonio Flecha, tropezado por su propio pie en una de las curvas de Camphin-en-Pévèle. Como Boonen, el catalán del Rabobank también cambió de máquina. Demasiado tiempo perdido ya. Defunción.

 

Caídas de Flecha y Hushovd

Igual que Thor Hushovd. Su homicidio fue de 360 grados, los que dio al estamparse contra los carteles publicitarios que diferenciaban la vía infernal por la que se ganó a pulso luchar en el velódromo de Roubaix apostando por el triunfo. Aniquilado. Por la simple eliminación, propia del maleficio, Boonen se quedó solo en cabeza. Filippo Pozzato trató de seguirle, revirado tras la caída de Flecha, que le hizo perder posiciones. La suya fue la tercera de las postrimerías. El purgatorio. Purificación necesaria para la victoria que anhela y a la que siempre apunta cada año. Otra vez se quedó  el italiano del Katusha a las puertas del Edén. Un año más en ayunas, claudicando rezos y oraciones para esperar a lanzarse a la tierra prohibida, el infierno hostil belga, esquivo con el extranjero. Lo suyo fue un padecimiento torturador. Vio correr los segundos al mismo ritmo que Boonen desaparecía de su vista. Cinco. Diez. Quince. Penitencia.

 

La última de las postrimerías de Alighieri fue la de Tom Boonen. El paraíso. Soñado por todo ciclista belga. El del Quick Step llegó al Carrefour de l'Arbre dispuesto a resonar su paseo triunfal, como si de un Dios devoto se tratara. Demagogia de diablo. Sus maleficios habían eliminado a todo rival visible y el paso por el último tramo de pavé fue un auténtico gozo. Un vergel de sensaciones, férreas en su cara apostada al horizonte, al velódromo que ya suplicaba por su entrada. Inscribía su nombre en el pedrusco que cinco kilómetros antes de recibirlo ya saboreaba entre sus manos. Diablo malevólo. Imprimió velocidad al cuerpo, una vez asegurada su victoria cuando, metros antes de certificar su renovación de reinado avistó en su trasera a Filippo Pozzato, purgante al que le restaba la última vuelta al velódromo. No quería Boonen que nadie, ni sus propios verdugos anulados por la efectividad de su maleficio se colaran en su foto. Brujo. Poco tardó después en dirigirse al podium, en busca de la piedra premiada, la tercera ya. Símbolo de sufrimiento y placer parejos. La corona del rey del infierno. Territorio gobernado por Tom Boonen.

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