De la noche a la mañana, de golpe y porrazo, que de esos hay muchos en este Tour, no se le puede pedir al asesino que despegue su empuñadura de la mano, que elimine toda voracidad y ansias de sangre de su mente. Desde que la luna aparece y el sol horas después le sustituye, es impensable implorar al ludópata para que no entre en un casino y gaste todos sus cuartos en el juego del azar. El que viene y va, decisivo de la suerte al aire. Tampoco se puede pretender que el niño travieso que ve un pastel en la última balda de la cocina no busque una artimaña, un banco, una escalada hasta la cima para probar el preciado dulce. Suplicar al gladiador que no luche, que abandone las armas en pleno campo de guerra es una locura. No. Impensable. Excentricidad tal o mayor que el plante de los ciclistas camino de Spa. Que no querían batalla, con el miedo en el cuerpo y antes de la "carnicería" que Armstrong visionaba en el pavé. Antes de que los ojos de Jens Voigt se enfurruñaran al galope de sus pisotadas, caballo brusco el alemán de zancada poderosa y mirada llena de ambición. Antes también de que Stuart O'Grady agrupara al Saxo Bank pasado el primer sondeo de piedras por trece kilómetros extendidas. Un infierno parecido, que no calcado, al de la París-Roubaix. "¡¡Bienvenidos al Norte!!", parecía gritar entre risa malévola Cancellara, la bestia, el orco del inframundo cuando sus manos se posaron en la parte baja del manillar. Como en Flandes. Como en Roubaix. Él era el carnicero que, con el chuchillo jamonero en la mano se puso a cortar corderillos que entraron en el pavé. En su territorio.
Allí nadie domina el terreno tanto como él. Ni Contador, rey de reyes. Cacique de las grandes vueltas. Monarca absoluto y centro de todas las dianas en los equipos rivales. Ni Armstrong, el viejo Armstrong. El paladín más jugoso del morbo. El adalid de todo pique y antagonismo con el chico de Pinto. Ni el RadioShack, el temido. El que turbaba noche tras noche la mente de Contador, expectante de este día. De esta etapa. De estas piedras en las que, al final, fue el menos perdedor entre los perdedores. Porque resultó que también los heptacampeones pinchan, son humanos. Ciclistas de coraza hecha de carne y hueso a los que a veces -siete años atrás, por ejemplo, camino de Gap con aquel descenso por el campo tras la espeluznante caída de Joseba Beloki-, las muchas, la suerte les sonríe. Todo va de su mano. Pero cuando se deja de ganar, cuando se pierde la vítola de ser el 'César', ese azar esquiva las amedrantadas costillas. Y caen al suelo como todas. Le sucedió al americano entre las cotas de la Lieja y llegó a Spa con el codo tocado y la ingle magullada. Imperceptible entre las piedras de la París-Roubaix con las aglomeraciones, los tubulares, los manillares vibrando. Resulta que los campeones también pinchan.
Caída de Frank Schleck
Se lo dijo Fabian Cancellara, un experto en el maravilloso arte de las clásicas belgas, el diablo personificado capaz de clavar al mismísimo Tom Boonen en dos carreras seguidas. Se lo susurró al oído a su maltrecho líder, el pequeño de los Schleck. Hecho un cisco bagaba en la salida de Wanze heridas por todos los lados. Piernas, codos, manos, brazos. Cancellara se lo reveló: "Andy, tú el manillar sujétalo pero no con fuerza, que vibre. Tienes que notarlo, así vas a ir mejor. Y recuerda", prosiguió, secreto confesional, "cuanto más rápido vayas menos vas a sufrir". Y sonrió. Pícaro el suizo. Como ese niño al que su madre le dice que no puede tocar las galletas recién horneadas. Que hay que esperar a la cena para comerlas. Nada de eso. Él se las iba a zampar todas. Carnicero matador de corderillos. Tal fue su fuerza, la de todo el Saxo Bank al completo, que hasta se llevó por delante a uno de sus caudillos. Corría el cuarto tramo de pavé, tes aún, los más peligrosos y largos por delante cuando el maillot de Campeón de Luxemburgo se retortijaba en el suelo. Apenas se movía. Tras él, un Astana al suelo. Alarma encendida. Grito profundo.
Era Benjamín Noval, el mismo que cinco minutos antes había conducido a Contador por la derecha para dejarlo al son de Cancellara y O'Grady, que ya marcaba el ritmo en la entrada de los tramos más peligrosos. Para cuando llegaron, Frank Schleck ya estaba en el suelo, debajo de su bicicleta. Sucumbido y con la clavícula partida en dos. Nadie paró, claro. Ni el Astana, ni el RadioShack. Ni siquiera oían, porque todos estaban desvirtuados. Descolocados. Mareados. Armstrong se quedó con Popovych a menos de veinte segundos del sanguinario Cancellara. Ya tenía el feroz suizo la devastación formada. Solo quedaron él, Andy Schleck, Thor Hushovd, Cadel Evans y Geraint Thomas por delante y persiguiendo a Cummings, el único de los siete escapados aún coleando en cabeza. No pararon, claro. Cancellara no sabe lo que es perdonar. Ni lo pensó. ¿Por qué iba a hacerlo? En las cotas de la Lieja consiguió convencer a sus seguidores pero en las piedras de Arenberg tenía que llevar a su líder hasta el bosque para que recogiera el premio. Cuesyión de trabajo. De roles. No es nada personal, pensaba el voraz suizo. Solo son negocios. Padrino del Tour. Intransigente.
Armstrong, pinchazo y remontada en solitario
Y fue una de esas casualidaddes, de esas cosas de la vida. Aquellos que perdonaron la vida a Andy Schleck se acordaron entonces, mientras sufrían el paso de los siete tramos de pavé. De ese Andy Schleck renqueante en las cotas y volando en las piedras. De ese Andy Schleck que se procuró en meta, donde Hushovd se impuso con tanta maestría como previsión. De ese Andy Schleck que salió como el gran ganador un día después de quedarse a las puertas de perder el Tour. Cosas de la vida. Como el pinchazo de Armstrong, otro que luchó contra viento, polvo y marea. Y piedras. En la más absoluta soledad, pues reventó a Popovych y no encontró más compañeros a su vera después de haber pinchado. Tuvo que iniciar la remontada en solitario. Curiosidades. Ese equipo al que tanto temía Contador. Al que todos señalaban como causante de una escabechina histórica resultó quedarse solo. Se dejó más de dos minutos en meta.
Uno más el americano que Alberto Contador. Asistido por Vinokourov, se coló entre Menchov, el kazajo y Nicolas Roche para llegar a meta y salvar las espaldas en el día más temido y peligroso. Una avería mecánica, se le rompió la rueda tan mimada y estudiada desde hacía meses para este día, le acabó retrasando y fijó la pérdida en un minuto y trece segundos con Hushovd -vencedor previsto-, Cancellara, -nuevo y rescatado líder- y Andy Schleck, el gran ganador en tiempos pero perdedor en asistencia. Nada más cruzar la meta y bajarse de la bicicleta abrazó a Cancellara y preguntó, necesitado de su otra mitad, de su otro 'yo'. "Where is Frank?". Ya no estaba su hermano mayor. Marchaba sobre ruedas, las de la ambulancia, con la clavícula partida y el corazón roto. Ahora Andy sigue su camino solo. El pajarillo que tiene que echar a volar por sí mismo, sin la ayuda de la madre. Ahora que se sitúa como gran referencia para todos. Para Contador, el salvador de la jornada, para Amrstrong, el heptacampeón que también pincha y se queda solo, inédito. Para Basso, en decadencia, como Sastre. Todos desquiciados. Todos con pérdidas. Todos los que en las cotas perdonaron y en las piedras acabaron perdiendo.
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