El ciclismo profesional nos acostumbra a surtir periódicamente con todo tipo de curiosidades vinculadas a las vestimentas de sus sufridos protagonistas. Las últimas llegaban poco antes de la salida de este Giro de Italia, cuando los EF Pro Cycling de Jonathan Vaughters aparecían en la presentación colectiva del Templo de Segesta con una versión completamente rediseñada de su traje... y de complicada descripción escrita. La figura de un pato -mascota de la firma colaboradora en la operación- sobre un mosaico de círculos blancos y un fondo de tonos morados y anaranjados dieron un acusado aire nuevo a la imagen del conjunto estadounidense y un incuestionable éxito a la jugada de marketing. La UCI y sus normas no las acogieron de igual grado, imponiéndoles una multa por usar una equipación sin registrar. Esta cuestión, por llamativa que resulte, no deja de repetirse en la historia reciente de este deporte; equipos que en un determinado momento quieren llamar la atención sobre algo, o simplemente sobresalir, y cambian de hábitos saltándose lo convencionalmente establecido. Ello nos ha llevado a ver competir a ciclistas vestidos de preso, vaca, cebra, tigre, mapache, o también a lucir sobre diseños más simples mensajes para la concurrencia más o menos cifrados. Un ejemplo de esto último aconteció en el pelotón neerlandés de 1988 por impulso de un tal Frans Alberts, hombre de negocios aficionado al ciclismo al que surtiría de alguna supuestamente bienintencionada idea para crear desde la nada un modesto equipo llamado Zero Boys, en un momento donde su federación y la propia UCI establecían la obligatoriedad de registrar un patrocinador principal que no cambiaría en toda la temporada. Ante la falta de una firma fuerte, Alberts y su hijo Jos idearon un chirriante sistema plasmado desde el nombre y la ropa de la estructura; se llamarían Zero y su aspecto no dejaba lugar a dudas, un maillot blanco con ese número ocupando el frontal y lleno de vivos colores. ¿La razón?... No había patrocinador, Zero eran aportaciones personales de los trece corredores que lo integraban -el australiano Neil Stephens estuvo entre ellos- y cuyo rendimiento debía estimular a que otras firmas entrasen y saliesen en las competiciones donde fueran invitados. El invento funcionaría sólo a medias. Deportivamente las ganas de su joven y para la época multinacional plantilla, con corredores de cinco países, se impuso a las dificultades. Su imagen y combatividad ayudaría a que organizaciones de destacadas pruebas como E3, Gante- Wevelgem, Amstel Gold Race o la Lieja-Bastoña-Lieja contasen con ellos. Meses después, además, se estrenaban en la mítica Milk Race gracias al propio Stephens, quien compitiendo con esta formación se abrió definitivamente camino en el difícil ciclismo europeo de la época. La otra cara de la moneda fue la economía. Muchos de sus integrantes no recibirían ni una mensualidad y acabarían denunciando al equipo. Así fue el final de aquel Zero, un número símbolo de la nada para tantas cosas, y también para la imagen y las cuentas de este singular conjunto.