Puede que siempre exista alguien que te empuje a que no lo intentes, que trate de convencerte de que a lo que aspiras o piensas es un muro imposible de derribar por ti, un pobre hombre, una pobre mujer. Puede que siempre exista alguien, un pesimista, un perdedor, que te diga lo que no puedes hacer. Puede que siempre exista alguien, un ser que se piensa que sus incapacidades son compartidas por todos los humanos, que insista en que borres aquello que te has marcado entre ceja y ceja. Puede que siempre exista alguien que te diga, una y otra vez, una y otra vez, que no tienes derecho a soñar, que no tienes permiso para lograr, o intentar, esa meta tan lejana en sus cerebros, los de unos individuos sin fe, sin esperanzas, sin más deseo que el de observar cómo otros, tipos divinos, creen, con dotes de extraterrestres, consiguen lo que ellos jamás, ni siquiera, han imaginado.
Lo que no saben aquellos que se tiran una vida diciendo al resto lo que no pueden hacer es que la fuerza de la mente es el más potente de los superpoderes. En ella está todo, el volante de cada movimiento, el botón que, cuando enciendes, la utopía echa andar por el monte, la imaginación explota por el aire, la quimera pasea a sus anchas por el campo. Si crees que puedes, podrás. Si piensas que no hay imposibles, es probable que no los haya. Sea cual sea tu objetivo. El de tener un minuto más de paciencia en la búsqueda de trabajo. El de, si ya lo tienes, conservarlo o ascender. El de dedicarles una hora cada día a los que te quieren. El de raspar tiempo al reloj para entrenar. El de llegar en forma a tu próxima marcha o carrera. El de levantarte después de caerte.
Y, claro, el más desgarrador de todos, el de superar una maldita lesión que te amenaza con modificar el rumbo de tu existencia, con encadenarte a una silla de ruedas el resto de fechas de un calendario que ahora se ha vuelto atroz. Si estás en esa situación, y no logras ver la luz, acude a tu televisión, a tu ordenador, a tu tablet o a tu móvil, y ve el último programa de Informe Robinson, uno de esos rincones en los que el periodismo aún es periodismo. Y, durante casi media hora, abre bien los ojos, fija la mirada, para descubrir a Adriano Malori, el subcampeón del mundo de contrarreloj que se estampó contra el suelo un día de enero en la lejana Argentina, el ganador de una etapa de la Vuelta al que dijeron entonces que podía despedirse de hacer vida normal, el ciclista del Movistar Team que, siete meses después de escuchar aquello, volvió a montarse en una bicicleta, a sentirse deportista.
Malori, italiano de 28 años, estuvo a punto de ver cómo su amado ciclismo en el Tour de San Luis 2016 le arruinaba su presente y su futuro, pero, en vez de lamentarse, de pensar en su mala suerte, echó mano del optimismo, el motor con más caballos, y no paró hasta verse rodeado por decenas y decenas de compañeros en el interior de un pelotón del World Tour antes de que acabase la misma temporada que le quiso retirar y que no pudo. Su cerebro desconectó la parte que dirige el lado derecho del cuerpo, pero él no se rindió. Sus dedos, su mano, su pierna, ya no le hacían caso, pero él no agachó la cabeza. Adriano demostró ser tan bueno en la vida como sobre una bici. Sufrió, lloró y gritó de dolor, pero no se hundió nunca en lo que sabía, estaba convencido, que era un estado pasajero, el capítulo inevitable de un camino que le llevaría directo a recuperar su rutina.
Adriano Malori, como el malagueño Pablo Ráez o tantos otros héroes anónimos, se ha convertido en el ejemplo más claro de que el querer es poder, de que ni el cruel destino puede contigo si le plantas cara. El de Parma también nos ha vuelto a recalcar que los tipos que pedalean están hechos de otra pasta. El ciclismo es, en definitiva, la esencia de la vida, con sus mil obstáculos y sus decenas de alegrías, y con el que aprendes a saber que después de cada sufrimiento, una sonrisa te espera a la vuelta de la esquina. Nunca dejes de creer. Nunca dejes de soñar.