En León, el frío avisa antes. La ventisca ya arruga la mirada en otoño. Aclara la piel antes de tiempo. Pero esculpe el carácter. Aunque sea en soledad. Son las cinco de la tarde, pero el atardecer amanece ya detrás de los peñascos. Miguel Ángel camina pensativo. Calle abajo. Inconscientemente se mesa la barba. Oscura. Parece no acostumbrase a su largura. Como si se la hubiesen cosido artificialmente a su tez, totalmente blanquecina. Las barbas siempre han sido poco comunes en el ciclismo. Como él. Como ciclista leonés.
Tras el entrenamiento matutino, debe rematar la tarde en el gimnasio del Centro de Alto Rendimiento, el “CAR”. De su casa, está a apenas diez minutos. Diez minutos fríos. Repetidos desde hace semanas. Rutinarios. Aunque no siempre. De vez en cuando, abrigan con el recuerdo. Por esas calles, cuando era un “mico”, estrenó su primer maillot. Uno del Banesto. Como el de su tocayo, Miguel Indurain. La gente le decía: “¡vamos, Miguel! Siempre pensó que le conocían por su nombre. Que ya era famoso.
Pero lo que más le gustaba, era lanzarse como un loco. Calle abajo. Apurar al máximo la frenada. Mucho más que el resto de chicos. Tanto que, un día, cuando quiso frenar, las zapatas apenas se aferraron a la rueda. Sólo su destreza consiguió que no diera con los huesos en el suelo. A su padre, la víspera, haciendo una chapuza en el garaje, se le cayó aceite en el disco de freno de su bicicleta. Sin darle importancia, pasó un trapo por encima. Lo anuló. Miguel Ángel no sabía que ocurría. La zapata estaba intacta, pero no frenaba. Cuando su padre “confesó”, no le pidió perdón. Al contrario. Le dijo que gracias a él, ahora dominaría la destreza del descenso. Pero también le dijo que sólo andaría en bici si aprobaba. Siete suspensos en plena adolescencia pudieron privarle de un futuro que ya asomaba. Sólo era feliz con la bici y si debía estudiar para seguir dando pedales, lo haría.
De ese adolescente a “Benito GP”, uno de sus motes, apenas hay unos años. Los suficientes para despertar el interés del Caja Rural amateur. Atraidos por aquellas historias que decían que, cuando se colocaba delante del grupo, casi es capaz de plegarse a escasos centímetros del suelo. Como un motorista. Que bajaba como nadie. Y que nunca se caía. Como cuando era niño.
Sin embargo, el ciclismo le ha enseñado que, como en la vida, nunca se pueden atar todas las circunstancias. Y que la vida, puede golpear en cualquier momento. A él la mala suerte le tiró en un Mundial. Hace 6 años. Rodaba en cabeza, y sólo faltaba un kilómetro. Pero le tiraron. Cayó sentado. En un instante, el dolor fue tan agudo que se mareó. Un médico le dijo que siguiera, pero él prefirió esperar. El golpazo le subió hasta el cuello, para despistar. Porque el daño estaba en la cadera, que se descolocó en un segundo. Lesión silenciosa que siguió reptando por su cuerpo hasta llegar a los isquios, que se rotaron. Desde entonces, siempre ha estado lesionado, aunque no lo supiera. Pero cuando uno quiere ser ciclista, lucha contra su propio dolor, hasta hacerlo sordo.
Por eso, aunque se olvidó de él, éste vino a buscarle otra vez. Imposible esconderse. A principios de esta temporada, en el Tour de San Luis, en la última etapa, justo cuando daban la última vuelta a un circuito pestoso, su compañero de equipo, Antonio Molina, bromeó con él. “Tranquilo que ya no volvemos a pasar por aquí”, le dijo. Segundos después. Un corredor caía delante de él. Fue producto de un resbalón. Del agua que los espectadores no dejaban de tirar a los corredores. Le hizo cerrar los ojos y no ver un bache.
Miguel Ángel supo mantener el equilibrio, pero otro corredor le embistió. Cayó de bruces. Con el pecho. Como un gato. Pero su rotula impactó con el suelo, aplastándose el tendón. La caída al ser masiva, colapsó las atenciones médicas. Cuando ser acercaron a él pidió hielo, pero ya no les quedaba, por lo que tuvo que conformarse con una de las bolsitas que los ciclistas se ponen en la nuca para amortiguar el calor.
Al terminar la etapa, su rodilla aumentó de tamaño. Al día siguiente, ni siquiera pudo ponerse su propia zapatilla de deporte para coger el avión rumbo a Madrid. Pidió a su equipo no correr en Valencia, donde debía suplir la baja de un compañero. Para poder recuperarse.
Camino a casa, no derramó ni una sola lágrima. Se lo enseñó Amets Txurruka, su gran referente. Aún se impresiona al recordar cuando, al término de una carrera, el vasco entró en la caravana del equipo con el brazo en cabestrillo. Serio. Sin estridencias. “Me he roto la clavícula, pero no pasa nada, ya es la séptima vez”, se limitó a decir. Imposible no admirar su aplomo. Su cariño cuando le arropó al entrar en el equipo. Por eso, Miguel Ángel, siempre recibe a los “nuevos” con los brazos abiertos, como Amets hizo con él.
La solución era curarse con paciencia. Para ir a “la Vuelta”. Su gran sueño. El primero, ser profesional, ya lo había conseguido. Nunca olvidará aquel contrato firmado tras el Mundial de Ponferrada, a finales de 2014. “Oye, aunque corras el viernes no marches para casa de seguido, que tenemos que hablar”, le dijo Juanma Hernández, el mánager de Caja Rural. Fue el pasaporte a un debut inesperado el año siguiente. Las clasificaciones dicen que fue en la Marsellesa, pero no para él. Tuvo que hacer un examen la víspera e, inmediatamente, viajar en un tren de noche, desde Irún. Sin apenas dormir, para salir al día siguiente. El verdadero, el que realmente cuenta para él, fue un día después, en la Estrella de Bessegués.
Ese día nevó. Y, como buen leonés, actuó con inteligencia. Aliándose con el clima. En vez de quejarse y maldecir su mala suerte, decidió mover sus fichas. Para quitarse el frío. Y el miedo. Atacó de salida, para coger la fuga buena. Se llevó a Pello Bilbao y le dijo que trabajaría para él. Sin embargo, en plena escapada, tras varios kilómetros, sus compañeros levantaron el pie. Él se puso nervioso. “¿Por qué paran? Si aún llevamos tiempo”, preguntó a Pello. Su compañero le aclaró la situación. El pelotón también había parado. Como en un pulso. Con calculadoras. Sólo entonces comprendió que estaba en profesionales.
Pero, su recuperación llegó tarde. Las pruebas que se hizo no eran fiables. Le dijeron que sólo era líquido. Que debía sanar en unas semanas. En cambio, los tratamientos se solapaban. No eran concluyentes. Y su desesperación crecía. Las semanas se hicieron meses. Tres. Demasiado para un ciclista sin tiempo. Fue tan sólo un encuentro repentino con un doctor en los pasillos del CAR de León cuando todo cambió de rumbo. Le preguntó por su lesión y, al contarle su caso, le hizo pasar a su consulta. De forma espontánea. Una ecografía delató una bolsa de líquido que impedía ver el alcance de la lesión. Había una solución. Extraer sangre. Hacer un “barrido” dentro de su rodilla.
Tres semanas después de ese encuentro, volvió a entrenar. A recobrar expectativas. A lanzarse, cuesta abajo, sin ningún miedo. Le colocaron en la lista de reserva para ir a la Vuelta. Por si fallaba un compañero. Pero, finalmente, le enviaron a correr con el equipo “B” a Estados Unidos. Allí, estuvo a punto de ganar una etapa. En el Tour de Utah. Sólo se privó de ella por nervios. Por la ansiedad de quien ha vivido sin tiempo. Sin oportunidades.
Abducido por un descenso, atacó antes de tiempo. Se escapó demasiado pronto. Dejó a los equipos americanos la ventaja de seleccionar la estocada final en su propio territorio. Como en un Western. Aun así, tras ser atrapado, se guardó una bala. Pero, en el momento de dispararla, el tiro no fue certero. Atacó en la salida de una curva, a falta de 300 metros. Nervioso, quiso calibrar la distancia con el corredor que le seguía los pasos. Inclinó la cabeza bajo el codo y, de manera inconsciente, no pudo evitar abrirse hacia un lado. Se situó en el peor lugar. El centro de la carretera. Marco Canola le rebasó por el interior, esquivando su vigilancia. Tras darse cuenta de su error, ni siquiera quiso disputar la segunda plaza, dejándose sobrepasar en la recta final por el resto del grupo cabecero. Le robaron, de un disparo, su victoria.
“Buenas tardes, Miguel, vaya cara de frío traes”, le dicen en recepción. Cuesta quitárselo. El frio vuelve a reptar por su cuerpo. Es sibilino. Sabe que apenas tiene grasa para combatirlo. León es así. Rudo. Árido. Pero forja el carácter. Y no anula su sonrisa. Ni sus entrenamientos con Pablo, su hermano. El espejo donde mirarse cuando hay que privarse de comer lo que le gusta. O de hacer horas en la carretera cuando el pecho comienza a silbar. Será relevo, si algún día lo deja.
Si ese momento llega. Si no consiguiese sus objetivos, no será un problema. Aquel día, en San Luis, aprendió que la vida se vive al minuto. Hoy estás bien. Mañana no se sabe. Prefiere vivir olisqueando sensaciones. Momentos. Desde la niñez. Cualquier niño se hubiera asustado al no poder frenar aquel día. Él aprendió a seguir siempre hacia adelante. Esquivando el peligro. Calle abajo.
Rafa Simón
@Rafatxus