Ahmet Orken, las desventuras olímpicas de la gran Perla Turca

El Blog de Rafa Simón

Rafa Simón

Ahmet Orken, las desventuras olímpicas de la gran Perla Turca
Ahmet Orken, las desventuras olímpicas de la gran Perla Turca

Hace tiempo que el seleccionador nacional dejó de darle indicaciones. De marcarle otros tiempos. Para qué. Ya no le hacen falta. La consigna era tan fácil como complicada de gestionar: “llegar a meta”. En una contrarreloj individual parecería hasta ridículo. Pero hoy resultaría heroico.

Su cara parece descomponerse en sufrimiento. Le duelen las mandíbulas, pero vuelve a apretar los dientes. Echar el pie a tierra es una tentación demasiado grande, pero la expulsa de su cabeza. “¡Por tu país!”, escucha. Eso sí vale la pena.

Vuelve a contraerse. No va tanto el esfuerzo implícito en su gesto, marcado en fino hueso y tostado por unos rasgos que dibujan oriente y difuminan Europa, como el dolor que atornilla su cuerpo. Maldito manillar. Le hace agrupar demasiado los hombros. Le empujan a estrechar un dolor cervical que le lleva machacando la espalda desde que tomó la salida. Desde hace días. “Sólo llega a meta”, escucha desde atrás. “Por tu país”, le repiten. Eso sí que motiva. Turquía entera le está viendo por la televisión. Es uno de sus héroes nacionales.

A principios de año Ahmet apuntó dos cosas en su cuaderno: La Vuelta a Turquía y los Juegos Olímpicos. Dos picos de forma: Mayo y Agosto. Teóricamente asequible. Sin embargo, pareció cruzarse la maldición en su camino.

En febrero, su equipo desde que debutara en profesionales con apenas 19 años, el Torku, allí donde hace unos años David de la Fuente y Cobo trataron de seguir con su carrera profesional cuando se le acabaron los huecos en España, anunció un cese de actividades parcial. Eso supuso para Ahmet, a sus 23 años, tener que competir entrenando, sin apenas ninguna prueba donde poder medirse. Sin ser visto más que por sus sensaciones, por los números de su Garmin.

Para un Sprinter como él, lo que mandan son las llegadas masivas, la adrenalina. No un entrenamiento continuado. Además, la Vuelta a Turquía, además de ser la carrera principal de su país, es un escaparate al exterior. Una oportunidad para salir de un ciclismo que apenas ha entrado en el país. Donde todavía no hay avances en nutrición, ni en preparación. Cuando Lionel Marie, hoy Director en el IAM entró en el Torku en 2014 y vio todo aquello, pensó en Ahmet: “Chico, aquí voy a estar poco tiempo, voy a volver a Europa, al ciclismo moderno. Me da pena dejarte aquí, ojalá pueda verte en esas carreras”, le dijo. Pero, de la misma forma, avaló su condición. “Hablaré de ti. Dame motivos para hacerlo”, le dijo en un último estrechón de manos.

Finalmente, el equipo siguió, pero cuando Ahmet se plantó en la línea de salida del Tour de Turquía, en pleno mes de mayo, apenas contaba con cuatro días de competición, su condición era una incógnita. Pero Lionel, desde el teléfono, se lo dejó muy claro: “No eres menos que nadie. Eres mi “perla” Turca. Un luchador. Eres obcecado. Úsalo contra todos esos chicos. Ellos se juegan una victoria más. Tú, en cambio, tu progreso, tu escaparate a Europa”.

Ahmet no pudo contar con ningún apoyo en toda la carrera. Su equipo jugaba a dejarse ver en las escapadas, en la montaña. La única apuesta en los sprints era su propia iniciativa. Buscarse la vida. Pero supo esperar. La última etapa era un sprint masivo. De pura fuerza. Sus ojos se afilaron hasta casi hacerse dos líneas. Metió su manillar junto al resto de sprinters, los que se dejan ver en Europa. Pero la llegada se le hizo demasiado corta. Encontró el hueco cuando el sprint se jugó en un tubular. Rabió su mala suerte en un sprint tardío, pero encontró un guiño en el estrecho pasillo que agrupaba a los primeros clasificados mientras estos frenaban frente a los fotógrafos. Jakub Marekzko, corredor del equipo SouthEast, se giró hacia él: “Eres valiente chico. No te conozco, pero te he visto”, le jadeo. Consuelo que no daba victorias. Modolo se perdió entre flashes, Ahmet sólo pudo cantar su desatino a su auxiliar.

Pero lo peor estaba por llegar. Dos semanas antes de los Juegos Olímpicos el último test lo marcaría el Tour de Qinghai Lake, en China. Dos semanas para curtirse y, por qué no, para intentar ganar alguna etapa al sprint. Pero en la etapa inaugural su ánimo se sobresaltó. “Estamos bien hijo, no te preocupes, tú tan sólo sal a hacerlo lo mejor que puedas”, leyó por whatsapp. Se había declarado un intento de Golpe de Estado en su país. Un momento de convulsión en el que él no podía estar al lado de los suyos.

¿Cómo concentrarse en una competición cuando su familia podía correr peligro? Aun así, consiguió bajar a desayunar con el ánimo de hacer las cosas bien. Todos sus compañeros se confabularon para intentar hacer una buena carrera. Pero a falta de dos kilómetros, en esa misma etapa, con final en Xining, un transeúnte cruzó la carretera por la que transitaba el pelotón. A dos kilómetros del final. Ahmet sólo escuchó un grito. El del corredor que llevaba delante. Cuando se disputa un sprint tan cerca de meta a veces la vista es el sentido que menos trabaja. Sin tiempo a tocar su freno voló por los aires. Aterrizó encima de otro corredor y, a su vez, recibió el impacto del hombre que llevaba a su rueda. Como una melé de rugby a sesenta kilómetros por hora.

Se levantó aturdido. Buscando su bicicleta entre un charco de gemidos. De desconcierto. No lloró. Ni una lágrima. Lionel le había enseñado que el ciclismo de los sprinters son golpes. Pocos momentos de gloria y muchos de desilusión. Pero que hay que creer. Sobre todo si uno vale. Ahmet tuvo que retirarse dos días después. No tuvo ninguna rotura, pero las magulladuras no le dejaban en paz. Atormentaban de noche. Pinchaban de día. Y peor aún. Fuera de carrera, ni siquiera podría entrenar.

Y así acudío a Río. A las Olimpiadas. A un sueño donde de nuevo podía codearse con los corredores más conocidos. Tan sólo era un sprinter en una carrera hecha para hombres fuertes en la montaña. Pero tenía un dorsal. Como ellos. Dos horas después de tomar la salida, en pleno paso por una zona de pavé, su manillar cedió. Salió despedido. Reventó de nuevo su costado contra el polvo arenoso y húmedo de Río de Janeiro. Tan sólo una cámara de televisión se apiadó de su miseria. Un segundo. Lo justo para marcar su dorsal. Para apuñalar su mala suerte. “Son corredores que vienen de países que no tienen nivel para este tipo de carreras. Pero bueno, es una oportunidad para ellos”, comentaron los locutores internacionales. Tan injustos como desconocedores de su historia. Ignorancia lapidada en palabras que por suerte no escuchó.

Cuando acudió a socorrerle un médico, Ahmet alzó su cuello, le miró fijamente, mientras se quitaba a duras penas de su frente el sudor bañado en sangre con el torso de una mano. “Doctor, cúreme, quiero representar a Turquía en la crono. Tengo dos días. Cúreme”.

“¡Ahmet, lo tienes hecho!”, le vuelven a vociferar. Tres kilómetros. Vuelve a oprimir los dientes. Dijo a su familia que saldría, que acabaría la prueba. Es el Campeón de Turquía. Ganó los Nacionales, de nuevo y supo que iría a unos Juegos. Lionel le dijo que nunca llorara. Que no maldijera. Porque la alta competición es así. En 2015 ganó muchas carreras. 2016 le castigó con caídas. Con el miedo a que algo le pasara a su familia. Todo estaba bien. Él estaba bien. La espalda seguía doliendo horrores. Maldito manillar. Pero cruzaría la meta. Y esa tarde, tras el fisio, aunque fuera a rastras, se acercaría a comprar algo bonito a su madre, de recuerdo. Ya llegará 2017. Quizás ese si sea el año de Ahmet Orken, la “perla Turca”.

Rafa Simón

@rafatxus