No hay día que Carlos no lo escuche. El siseo del Rio Arlanzón pocas veces se ahoga entre la piedra. Su caudal es siempre fértil. En verano se nutre del deshielo, del clima seco recoge agua y nieve. En invierno gana en rudeza, circula ancho, serio, como si labrara el carácter de las tierras que baña, de sus habitantes, castellanos, recios. Quizás el suyo también.
Con su serpenteo habitual, raro es el día que no acompañe su pedaleo, que no tiña de rojo su tez blanquecina. En verano por el esfuerzo. Hoy, por el puro frío. Desde Burgos, donde cruza la ciudad, casi desde la puerta de su propia casa, hasta Pineda de la Sierra, a cincuenta kilómetros. Sobre su casco el brillo del invierno tallado en hielo. Frente a sus ojos claros, símbolo de sus ancestros visigodos, quizás guerreros, como él, las primeras nieves. En el cuadro de su bicicleta brilla la meseta, la Sierra de la Pineda. El viento parece silbar su esfuerzo. Tierra ruda. De reflexión.
Hace unos años, en 2013 acudió allí, en otro otoño tan melancólico como frío. Quizás empujado por un entrenamiento cotidiano, quizás para pensar. Parco en palabras, sus pensamientos eran mucho más veloces, como sus piernas, que ya hace tiempo que han perfilado un ciclista rápido, de llegadas masivas, pero, al igual que la Pineda, con un matiz, con una inclinación hacia arriba.
Reflexionaba cauto pero asustado, porque el tiempo pasaba. El equipo Euskadi, donde había corrido aquel año, cerraba sus puertas, y aunque Miguel Madariaga, Mánager de la escuadra vasca, le había prometido que haría todo lo posible por seguir un año más con el equipo, no le llamaba. Con Miguel le une una relación especial. Siempre bromea cuando le dice que le curó “la cojera”, aquella que se produjo tras una caída en la Vuelta a Salamanca, en su último año de amateur. Carlos llevaba mes y medio con un bulto en la pierna, y la inflamación no bajaba. Entonces, en una de tantas visitas a Derio, para ver a los médicos del equipo, Madariaga cruzó su mirada, arrugada por la experiencia, con la suya, alisada en ingenuidad. Le dijo que le subía al Orbea, a “Pros”. Dicen que su mejora fue sintómatica a partir de aquel día. Que le curó.
Y Miguel le volvió a llamar. Sabe que si no lo hubiese dejado. Era mucho castigo volver al campo amateur, e injusto a la vez. Carlos devolvió a Madariaga la confianza con una gran victoria. En la Vuelta al Alentejo. Allí la labor del equipo, las bonificaciones y, por supuesto, los finales rápidos con desnivel ascendente le dieron la razón.
Pero la victoria no sólo residió en su valía. También fue apuntalada en modestia, en humildad. El Euskadi salió bajo mínimos en su último año. Acudían a las carreras en el coche del equipo, como si fueran amateurs y, las comidas, las dietas especializadas, eran obra de su madre. Ella, como cada una de las madres de sus compañeros de equipo, le preparaba un “tupper”, que comía sentado en el bordillo de un peaje, o de una gasolinera, interrumpido por la llamada de algún periodista, que ya se interesaba por su progresión. Aun así, no duda: eran tiempos felices.
Tras su victoria en Portugal, la vuelta a casa también fue impropia de una estrella. Regresaron esa misma tarde, en un coche que parecía venir de una feria, con la parte trasera repleta de premios y ramos de flores que Carlos se empeñó en guardar para su madre. En los asientos traseros dormían dos compañeros, delante conducía Gorka Guerrikagoitia, el Director, que empezó a hablar a Carlos de otra dimensión, de un futuro que no debería volver a serle incierto. Del World Tour: “Estate tranquilo, Carlos, que te va a llegar”, le dijo aquel día.
Y es que su velocidad ya no era una sorpresa. No sorprendía a sus rivales. Incluso el propio Valverde tuvo que recurrir a su talento innato para privarle de ganar un Campeonato de España. Uno de tantos en los que el propio Movistar elige en el hotel quien será el ganador, por supuesto, siempre dentro de sus propias filas. Quizás por eso Carlos no sonrió en el podio. Quizás porque el Rio Arlanzón volvió a dibujar sequedad en su rostro, aunque por dentro de él circulara un torrente de fuerza bañado en puro talento.
El año siguiente, en 2015, el Arlanzón dibujó en Carlos el mismo color que las aguas que transportaba. Verde, como el maillot del Caja Rural, su siguiente escala en el ciclismo. Con el equipo navarro aprendió a ganar de verdad, a empezar a convivir con la presión, con los micrófonos. A pelear con corredores de gran nivel. Nacer Bouhanni, el pugilístico esprínter francés de origen argelino, se aprovechó en Getxo de una maniobra desafortunada de Lobato, que cerró a Barbero. Carlos dijo que no hablaría ese día, que prefería esperar a Burgos, a su Vuelta. Los guerreros sólo claman en el campo de batalla. Sin excusas. Tres días después de su enfado, fue feliz. Su fuerza en la exigente rampa de Clunia bramó por el. Se impuso entre grandes: Dani Moreno, Jesús Herrada o Luis León Sánchez sucumbieron. Levantó sus brazos ante su gente, sus amigos, su familia. Puso su nombre en la mesa del ciclismo global, del gran público.
Pero con Caja Rural también volvieron las lesiones, algunas repetidas cada año, como en la Estrella de Bessegés, donde empotraba su escasa envergadura contra el hielo de las carreteras francesas, aunque la más dura tuvo lugar el pasado mes de mayo, en el Tour de Turquía. A escasos siete kilómetros de la salida de la primera etapa, la montonera le sorprendió justo delante de él. Sin apenas tiempo para frenar, impactó con uno de sus costados en la carretera. Fiero, intentó levantarse, pero uno de sus hombros no le obedeció. Al incorporarse se mareó. Un auxiliar le sostuvo, le dijo que no se moviera, le quitó el casco. Con la mirada perdida Carlos pareció ver su dolor, el verdadero: el alma. Dolía horrores ver truncado su trabajo. A su problema sus compañeros de equipo le resolvieron la ecuación. La fractura de clavícula es un mes y medio parado. Trasladado a las correspondientes horas de rodillo.
Es entonces, tras cada caída, en su convalecencia, o en las horas de rodillo, con el brazo en cabestrillo, cuando su otro equipo trabaja con él: su familia. A su lado siempre, y, en la carretera, desde los once años. Ante todo su padre, transportista. Carlos siempre lo veía despedirse de la familia un lunes para volver un viernes. De él aprendió a tener constancia, compromiso, seriedad en el trabajo. De su hermano mayor, a estar alerta cada vez que éste le hacía alguna trastada. De su madre…Carlos siempre sonríe cuando piensa en ella. Se lo dice al Arlanzón, cuando le pregunta cada vez que coinciden en una curva. Que Madre sólo hay una.
Ella fue la que más le costó asumir que su hijo, a pesar de ser muy buen estudiante, lo que verdaderamente le volvía loco, era codearse con los sprínters más importantes del ciclismo internacional. Que, muy a su pesar, tendría que estudiar la carrera de Ingeniería de manera diferente a sus compañeros de clase: Entre hoteles, en largas esperas de aeropuertos, como el año pasado, cuando, tras regresar de Canadá, donde se impuso en una de las etapas del Tour de Beauce, y justo antes de viajar a Azerbaiyán, para participar en los Europeos, hizo un examen en su Universidad, la de Burgos, aún bajo los efectos del Jet Lag. Incluso un día, tuvo que dejar la concentración de su equipo, en Benidorm, para viajar a Burgos a hacer un examen para luego volver a ir con sus compañeros.
Pero, desde hace unos días, el tiempo le ha dado la razón. De nuevo se entrega al viento, a la nieve que siempre tiñe Burgos de blanco mucho antes de lo que nadie espera, a la humedad del Arlanzón, su confidente, que se niega a sucumbir al hielo, para gritar en silencio su victoria. Que Gerrikagoitia tenía razón, que la llamada del World Tour le iba a llegar.
Movistar le ha abierto sus puertas. Le ofrece el mejor calendario, la mejor infraestructura, una multinacional de oportunidades. Carlos en cambio, ha encontrado que, las mejores estrellas, como Alejandro Valverde o Nairo Quintana, saludan con la misma cercanía que Mikel Bizkarra o Aritz Bagües, sus amigos del Orbea, muchos de ellos ahora en el Murias. Que, aunque le digan por whatsapp que ahora “ni les saludará” saben que no es verdad. Que las bromas no entienden de categoría. Y que las cosas cuestan. Que él tiene “alma de Continental”, y que entrar en autobús que bien podría ser una casa, o tener casi más auxiliares que ciclistas no es lo normal. Y que hay que saber apreciarlo. Y valorarlo. Como el primer sueldo que tuvo con Orbea, con el que invitó a comer a su familia. Como una quedada con los amigos de toda la vida, en Burgos, en el local de la peña.
Aunque, la Sierra de la Pineda, el Arlanzón, bien saben una cosa. Que en febrero le verán pasar con más intensidad, para preparar las clásicas de primavera, sobre todo dos: la Milán San Remo y la Amstel Gold Race. Se las ha visto todas por Televisión. Esta vez, si todo va bien, podrá disputarlas. Con o sin galones. Pero podrá estar ahí. Y nada habrá cambiado. Porque seguirá siendo el de hace unos años, el chico que, aunque parco en palabras, atosigaba con sus pensamientos al Arlanzón, a la Sierra de la Pineda. Entre jadeos bañados en vaho durante el invierno. Bajo el sudor salino en verano. Pero siempre con el mismo mensaje. ¡Quiero ser World Tour! Ahora lo es. Aunque tenga alma de humilde, de Continental.
Rafa Simón
@rafatxus