“¡Vamos parceros, que nos jugamos las medallas!”, bromea Andrey. Salah le observa, tanto cuando pasa por su derecha, como por su izquierda. El costarricense rueda con un extra más de velocidad que el resto, pero se ha adaptado al ritmo del grupo. Al entrar en el casco urbano el viento es menor, pero los relevos del grupo siguen siendo circulares, a modo de rueda.
Por delante, la hilera de motos les muestra al mundo. Son los humildes. Los animadores de un Mundial que no cuenta con ellos en su parte final. Sin embargo, llegar hasta allí no ha sido fácil. Su escapada vino precedida de frenazos, de escaramuzas de lado a lado de la carretera con escaso recorrido. De idas y venidas de corredores desde el inicio de carrera. De falsas salidas del pelotón hasta que este decidió dejarles ir, provocando la frustración de todos aquellos que, con el mismo objetivo, no acertaron a elegir sus cartas en los primeros kilómetros de carrera.
Además, se trata de corredores que abanderan su selección. Sin más compañeros. Es el caso de Salah. Único representante marroquí. Por eso, al contrario que muchas otras selecciones, su táctica de carrera se elaboró en apenas diez segundos. Lo que tardó en decirle su seleccionador que hiciera todo lo posible por estar presente en la fuga de inicio. La de los humildes.
Salah pedalea orgulloso. Siente como el sol, aunque sea tibio, abrillanta su oscura musculatura. La pinta en el suelo. Es tan distinto al de su Casablanca natal. Huele diferente. El suyo nunca duerme. Potente. Arenoso. Fuerte. El que le acompaña baila debilitado, apenas si logra retener el olor a otoño que ya anuncian los fiordos. Así es Europa. Fría. Pero le ha abierto sus puertas, aunque las empujara anónimamente.
En Marruecos, era diferente. Desde muy joven, tras un año formándose en el Centro Mundial de la UCI, entró a formar parte de su combinado nacional. Consiguió victorias, llegó a ser el Campeón Africano por puntos en 2015, pero siempre como preparación para la disputa del gran evento del año. El Tour de Marruecos. La gran cita donde el ciclismo local se viste de gala ante los europeos que se acercan a disputarla.
El año pasado, Salah, con tan sólo 23 años, llegó a vestir el maillot de líder de la prueba. Se sentía preparado para conseguir la victoria final. Pero, su destino, le fue esquivo. A mitad de carrera, camino de Ouarzazat, un frenazo en la salida de una curva, produjo una caída en el pelotón. Le hizo perder el control de su bicicleta. Sin tiempo para frenar, salió despedido hacia una ola de piedras, que, con crueldad, desgarraron su rodilla y su mano izquierda. Salah intentó levantarse. Fue inútil. Tenía la piel abierta. Pero no lloraba por eso. El Tour de Marruecos se había ido con la polvareda que dejó el pelotón a su paso.
Días después, en el hospital, su madre, costurera, le dijo que ni siquiera ella, sería capaz de entrelazar todas las heridas que poblaban su cuerpo. Pero sabía que no era eso lo que más dolía. A Salah le delataban sus ojeras. La frustración de terminar en un hospital, entre mantas viejas, mientras, el viejo Schumacher, se llevaba la gloria.
Su recuperación llevó muchos meses. Pero su ímpetu por volver le dejó a escasos días del Mundial. Que le ofreció un desierto, en Doha. Como si el destino quisiera recordarle el lugar donde cayó, Ouarzazat, que, en árabe, significaba “la puerta del desierto”. Entró en él sin apenas preparación, pero se alió con la deshidratación, con la falta de agua. Con las cunetas bañadas en arena, como las que arrasaron su cuerpo. Con el paso de los kilómetros sintió como muchos corredores de importantes selecciones sucumbían al calor. Tan sólo una avería mecánica y la ingratitud de unos jueces que, implacables, apenas dejaron terminar a cincuenta corredores, le privó de demostrar que seguía siendo ciclista aquel ciclista que destrozó su rodilla en un torrente de piedras.
Alguien se percató de ello. Desafiando las voces que decían que en África el ciclismo es una cuestión menor, decidió traerlo a Europa, al Kuwait-Cartucho. Salah, en apenas unos meses, pasó de medirse con corredores desconocidos, a disputar carreras donde los equipos acudían en autobuses que sólo había visto en Casablanca, con la llegada de Turistas adinerados. Equipos con material suficiente para abastecer toda su región de bicicletas. Europa.
La adaptación no fue fácil. Su timidez no facilitaba una integración en un equipo donde el español y el inglés se compenetraban a la perfección. Las primeras carreras no ayudaron. En Francia se rodaba muy rápido. Hasta hacerle bajar de la bicicleta. Hasta provocarle una añoranza de su Marruecos natal. Quizás sólo era útil en África. Quizás debía regresar. Allí era reconocido. En Europa, le pasaban por todos lados.
Sólo regresó una vez. Para imponerse en una de las etapas de “su Vuelta”. Para vociferar a pedaladas que, aunque ahora su rodilla izquierda tenga una desviación, aunque su cuerpo estuviera infiltrado en hierros, había progresado como corredor. Que no sólo destacaba en África. También podía medirse en Europa. Comandar el pelotón junto a los hombres de Movistar, como hizo en la Clásica de Ordizia. Probar fugas en la Volta a Portugal. Romper la carrera en China, donde por tan sólo unos segundos no consiguió la victoria final en el Tour de Xingtai.
“Hijo, estoy muy orgullosa, lo has logrado, todos los vecinos se alegran de que te vaya bien en Europa”, respondió su madre, cuando le vio alzar los brazos en Oujda.
Por eso, en Bergen, Salah, o “Saladito”, como le llaman sus compañeros de equipo, tan sólo concedió unas palabras a su seleccionador, para que le dijera lo que ya sabía. Que hoy él se adelantaría al guion de los grandes. Entraría en la escapada del día.
Andrey Amador ha dejado de pasar al relevo. Su pedaleo es cansino. Estira las piernas sobre los pedales. Apenas un escueto saludo al resto de compañeros. Salah vuelve a sonreírle. Con timidez. Diálogos silbados que menguan. Como el sol de Bergen. Como su aventura.
Los aplausos de los aficionados clausuran su valentía, después de casi 170 kilómetros, las grandes selecciones, repletas de corredores de envergadura, han decidido cortar la escapada. Salah vuelve a girarse. Luego se deja atrapar por el ambiente. Por los belgas, que, en tan sólo un instante, le relegan a la cola del pelotón.
Inevitable embriagarse por el baile de banderas tras las vallas. Por el colorido del asfalto. Ninguna pintada en las rampas de Salmon Hill lleva su nombre. No importa. Hoy Salah ha hecho suyo este Mundial. También fue, un rato, de los humildes.