“Ama, marcho", grita desde la entrada. Nada más abrir la puerta, su caserío, ubicado sobre Ermua, le ofrece, todas las mañanas, un paisaje espectacular. Una ladera verde y amplia que mira, desde abajo, al monte Urko.
En casa, Esteban y Mari Jose, aún desayunan. Los dos empapan la leche tibia en una sonrisa. Se la ha contagiado su hijo, porque siempre se negó a perderla. Urko es una procesión para montañeros, pero también es posible encontrar su cima despacio. Caminando, a través de sus pistas, que mordisquean, casi a partes iguales, pedacitos de Guipuzcoa o de Vizcaya.
Tras sus primeros pasos, Peio siente la necesidad de estirarse al sentir los primeros rayos de sol sobre su rostro. Le dan paz. Con los brazos en cruz percibe que los puntos que han cosido su costado, ya no tiran del desánimo. Pasea a pie por el arcén de las carreteras que ha recorrido miles de veces en bicicleta, sintiendo la gravilla por primera vez con el tacto de sus zapatos. Ondea la vista hacia repechos arbolados que, aunque siempre le hicieron levantarse del sillín, en cambio, forjaron un rodador. Un ciclista rudo contra el viento que llamó la atención del Manzanas Postobón hace dos años cuando supo imponerse en las etapas más rápidas de la Vuelta a León. Querían un corredor que protegiera a los famélicos escaladores con los que contaba el equipo.
Pero la experiencia duró poco. En Agosto se vió obligado a abandonar la escuadra colombiana. Entonces habló con su antiguo equipo en aficionados, el Ampo. Para terminar la temporada y comenzar la siguiente con ellos. Era ridículo exprimir su paciencia entrenando pudiendo estar con un dorsal.
Sólo pidió una condición. En 2017 quería disfrutar del ciclismo. Olvidarse de la presión por volver a profesionales. Quizás, a su edad, ese momento podía haber pasado ya. En cambio, vivir el momento, el “carpe diem", le regaló, en un solo mes, cuatro victorias. Entre ellas la de Campeón de Euskadi. No se hizo ilusiones. No hasta que no sonó su teléfono. No hasta que reconoció la voz de quién quería ofrecerle una nueva oportunidad. “Un campeón de Euskadi tendrá que correr en el Euskadi, ¿no?", bromeó Mikel Landa. El corredor alavés le habló del proyecto que estaba creando para dar continuidad a la Fundación Euskadi. Le ofrecía una salida a su futuro, un puesto reservado para un corredor con experiencia, dispuesto a ayudar a los más jóvenes y con ganas de buscar fugas. También le otorgó tiempo para pensarlo. No fue necesario. Antes de colgar, Mikel ya tenía la respuesta.
Pero, en 2018, el invierno amaneció oscuro para Peio. “Estos no son los números que tengo que dar, algo pasa", le decía a Alex Díaz, su preparador. Ni las concentraciones, ni las primeras carreras ayudaron a Peio. Cuanto más se esforzaba, era peor. La ilusión de asistir a las carreras, de ponerse un dorsal y pelear su puesto en el pelotón chocaba contra unos dolores en el costado que nunca remitían. Le ahogaban. La puntilla llegaría poco después de coger la escapada buena en la Klásika de Amorebieta, ante su gente. A escasos diez kilómetros de su casa. Una semana después, en el Tro bro Leon, se vió obligado a abandonar. “Mira mi cuello, esto no es normal", le dijo asustado a Jorge Azanza, su director de equipo. Estaba completamente hinchado, al igual que sus ganglios. Y lo peor, las continuas punzadas en su lado izquierdo, como si le rasgaran el cuerpo de lado a lado, nunca remitían en cada esfuerzo. Algo no iba bien.
Los primeros análisis, propusieron una mononucleosis. Pero, tras un periodo prudente de tiempo, cuando retomó los entrenamientos, cada vez que se elevaba sobre su bicicleta serpenteando hacia el alto de Trabakua, los síntomas de los meses anteriores volvían hasta su costado para impedirle dar pedales. Mientras, veía la temporada pasar ante sus ojos. Peio conocía bien su cuerpo, por eso, quiso que se le realizaran exámenes más exhaustivos. Tras varias pruebas, el Doctor Peio Arrosagaray, del Hospital de Mendaro, dio con la clave. Una ecografía mostraba una clara mancha en el riñón izquierdo. Una arteria se había obstruido, dañando el riñón hasta matarlo. Había que extirparlo mediante una operación, para evitar posibles infecciones.
Dar con la solución fue el mejor bálsamo para Peio. El mejor alivio para acabar con el silencio con el que había “castigado" a su familia o a Maddalen, su novia, a los que nunca había querido preocupar. Un respiro necesario para poder explicar con pruebas a Mikel Landa y a Jorge Azanza porqué le dolía todo. La razón de porqué nunca sacaba los números que le pedía Alex. El “que dirán" era un enemigo que le atosigaba, aunque en el equipo siempre confiaron en él. A cambio, el lado positivo de todo aquello, fue el cariño que recibió de la comunidad ciclista al publicar una carta abierta en la que, por fin, podía explicarlo todo. Su malestar tenía nombre y apellidos.
Vuelve a respirar profundo. Hinchando con pausa sus pulmones. Ahora, tras la operación, el Monte Urko le invita, cada día, a visitarle, cada vez, desde un poquito más cerca. Como si le hablara. Para que, poco a poco, camine hacia su cima. Para observar con perspectiva. Abajo, en el baserri, esperan Esteban y Mari Jose, sus aitas, los que siempre se amoldaron, desde su autocaravana, a las necesidades de su hijo. Junto a ellos, sus hermanos, Maddi y Xabi. Su gran apoyo. Xabi intentó seguir sus pasos como ciclista hasta que una lesión truncó su futuro. Ahora es uno de los auxiliares del Caja Rural y la respuesta a muchas de sus dudas.
Y, al fondo, si estira la mirada, quizás pueda ver entrenar a su grupetta, con Markel Irízar al frente. Un día, Markel le dijo que estuviera tranquilo, “porque los médicos son muy buenos, mírame a mí", le repetía en sus últimas salidas juntos. A Markel un cáncer no le apartó de la carretera. Tampoco una grave caída a Ane Santesteban. Ella supo curar unos miedos que pudieron haber terminado con su carrera. Ejemplos que han pedaleado junto a él muchos kilómetros. Bálsamos comunes a su lesión. Por eso, en la intimidad de su cuarto, Peio guarda una foto con Markel, porque le admira. Al igual que a Haimar Zubeldia, Amets Txurruka y otros muchos compañeros de grupetta. Luego, en una esquinita, también reserva un huequito para él. Un marco de madera encierra un exaltado chaval que ganaba la última etapa de la Volta do Futuro a Portugal de 2014, la victoria que le explicó que servía para el ciclismo.
Urko le invita a recordar todo eso. Le refresca la cara con la brisa tibia de un verano que aún no mengua. Solo le pide una cosa. Que no tenga prisa. Que escuche a su cuerpo. Que, aunque tenga un costado dañado, el cuerpo es sabio. Y siempre le quedará el otro lado. El lado positivo. Si todo va bien, ya sea como auxiliar o, de nuevo, como ciclista, quizás pueda volver al ciclismo.
Rafa Simón/@rafatxus