“Dicen de pueblos pequeños, tú no has visto el mío”, reta. Y tiene razón. Por lo de que es difícil haberlo visto. Para eso hay que ir a Uruguay, a Montevideo. Y subir por el Río de la Plata, hasta que deje de oler a sal. Luego serpentear por un afluente más modesto, el Río de Santa Lucía. Y apearse en un pueblo humilde, uno que se despierta siempre con el sol, aunque no atraiga el turismo. Pero, si escoges un buen sitio, puedes contemplar una de las mejores puestas de sol del país. De esas que tiñen de morado el agua.
Fabricio pasó mil y una veces por esa ribera, sin percatarse de nada. Con la vista siempre al frente. Aferrado a su bicicleta. Atento a un pedalear que le hacía diferente en un país donde cada ciclista que se quedaba, se extinguía entre vítores de pueblo. Sin la gloria que veía por televisión.
Con 20 años no aguantó más. Ya no era el niño que elegían el último en los recreos del colegio cuando se repartían los equipos. Había demostrado a su padre que si le gustaba la bicicleta no era porque le hubiera visto correr a él. Era porque también tenía sangre de ciclista. Y la idea de irse a Colombia nunca le convenció. Tenía que ser Europa: “Italia o España papá, pero a Europa”, le repetía. Nunca había estado más seguro de ello.
Agustín Margales, un amigo de la familia que por aquel entonces corría en España, le movió unos hilos. “Papá, me han ofrecido tres meses en el Azysa español, voy a ir”, balbuceó días después de buscar Navarra en el mapa. Diber dio el visto bueno. En el aeropuerto abrazó a su hijo, le confesó su ilusión. La que nunca le procesó de niño para que pudiera disfrutar de la adolescencia sin obsesiones. En cambio Marita, su madre, se tragó lo que pensaba, porque le iba a echar de menos. Casi deseó que no le saliera bien, para poder tenerle en casa de nuevo. Las madres son así. Se fue con 500 euros. Una fortuna en casa de los Ferrari.
En Navarra le ubicaron en un piso del equipo. Uno provisional. Pero los tres meses se alargaron rápido. “El chico uruguayo va muy bien”, se repetían los directores de los equipos más punteros del campo amateur. Del Azysa pasó por varios equipos. Ganaba fácil. La ambición de ganarse la vida como inmigrante era el mayor revulsivo. Decidió que cambiaría el sol por el nublado de la montaña del norte, la que atrapa las nubes a mordiscos. La nostalgia, el enemigo invisible del viajero, la tradujo en ambición. Ganar le ayudaba a esquivar la morriña, la lluvia del norte, o los ratos muertos rotados en los pisos que le iban poniendo los equipos.
Pero, tras 20 victorias, los que pasaban a profesionales eran sus adversarios en carrera. Nunca le llamaban por teléfono para darle una oportunidad a él. Se desesperaba, aunque jamás pensó en su billete de vuelta. Rabioso de desesperación se encontró con Juanma Hernández. Le puso una mano en el hombro. Y le atrapó con una promesa. Un proyecto que pensaba recuperar del pasado, pero viable. Una oportunidad con el Caja Rural: “Ahora sólo somos amateur, pero queremos dar el salto a Continentales el año que viene. Si nos das los resultados que esperamos, no te arrepentirás”, le dijo con una mirada tan bañada en falta de sueño como curtida de experiencia.
Tan sólo un año después, Juanma cumplió su promesa. Fabricio se iba a convertir en el único uruguayo profesional en Europa en ese momento. La llamada a sus padres llegó tarde. Diber no podía evitar la emoción: “hijo, aquí es una fiesta, no sabes bien lo que supone para el país, vuelves a poner a Uruguay en el mapa del ciclismo”, le dijo con un hilo de voz empachado en orgullo.
Pero su debut no fue el soñado. Tras una jornada de 5 horas de entrenamiento le llamaron para suplir la baja de un compañero en la Vuelta a Andalucía. La prueba no estaba en su calendario y acudía tras un bloque de entrenamientos demasiado fuerte y que debía asimilar todavía en un estado bajo de forma. De golpe se atragantó con su propio sueño. En Uruguay no le costaba coger el ritmo de carrera con poco entrenamiento. Europa era otra historia. Sufrió cada día por aguantar con los sprinters en las etapas con montaña. Por no descolgarse del pelotón cuando los rodadores dejaban el pelotón en una hilera de jadeos. Descubrió que no estaba especializado en nada. Y lo peor. Que no le brillaban los ojos. Como en amateur. Tenía la moral baja.
Pero el norte brumoso le devolvió su rabia, su ambición. En la Clásica de Llodio cogió la fuga. Ese día se dijo que quizás era mejor sufrir delante, que por detrás. Se regaló el cuarto puesto de los cinco que llegaron a meta, pero sintió que optaba a otra victoria, la que vino inyectada en moral. Aketza Peña, proveniente del campo Pro Tour con el Euskaltel, y uno de los jefes de fila del equipo, le animó: “Fabri, tienes raza para esto. Sácalo cuanto antes y lo disfrutarás muchos años”, le reclamó escueto.
Desde entonces aprendió a sacar lo mejor de sí. A valerse de la observación. A sumar para el equipo a través del apoyo con unos y otros. Nunca admiró a nadie, pero tampoco desaprovechó un consejo, un detalle. Se fijaba en un imberbe José Herrada, que aceleraba su crecimiento por segundos. En la veteranía de Aketza Peña. Incluso en el brillo silencioso de un joven y sonriente polaco, Michal, el único de los hermanos Kwiatkowsky que seguiría en activo.
Fabricio se especializó en no ganar. En no destacar subiendo, ni esprintando. Su camino fue el de ganarse la confianza de quien mejor lo pudiera hacer ese día. Para llevarle todos los botellines de agua que hiciese falta. Para quitarle el viento hasta reventar extenuado a 15 kilómetros de meta. Para contribuir con su esfuerzo a la victoria de los demás. A pesar de su apellido, Ferrari se hizo Diesel. Común denominador de un equipo donde cada año unos venían y otros marchaban. Pero él siempre estaba allí. Su espalda recibió el reconocimiento de todos los jefes de Fila que ha conocido el equipo desde 2010. No le ha fallado nadie. Arroyo, Txurruka, Luis León Sánchez…nadie jamás ha dejado de agradecerle su esfuerzo.
Y Caja rural dejó de ser su equipo para convertirse en su familia. Josemi Fernández pasó de ser su compañero de piso a su director. Eugenio Goikoetxea, de rudo director a blanco de sus torpezas. Aún recuerdan en cada cena de final de temporada cuando Fabricio se trajo azufre de Uruguay para aplicarlo como masaje. Lo metió en una de las maletas que le dio Eugenio, la que llevaba el nombre de su asombrado director. La policía, cuando detectó el material en el rutinario control aeroportuario pensó que se trataba de material para preparar una bomba. Y la mochila estaba a nombre de un tal Goikoetxea. Le localizaron y a punto estuvieron de arrestar al sufrido director, que sudaba tinta para explicar el entuerto bajo las risas poco camufladas de su pupilo.
O las bromas en la mesa cada vez que alguien le acerca el bote de sal en las comidas. No soporta que alguien se lo acerque sin tocar la mesa. Según el, al día siguiente se caerá en carrera. Ya le ha ocurrido. La última durante la Vuelta a España de 2013, tras el “desliz” cometido por su compañero Javier Aramendia la víspera. “Socio, te he tirado yo”, le decía entre risas el navarro cuando vio aparecer a Ferrari en el pelotón totalmente magullado tras caer justo cuando era neutralizaba la fuga en la que transitaba kilómetros antes.
Y luego está Juanma, el mánager del equipo. El que hace muchos años le dijo que si cumplía, le pasaría a profesionales. “Sabes que sigues un año más aquí, verdad?”, le recordó hace unos días. Es la voz autorizada de un equipo que sigue confiando en él. Que renueva cada año su trabajo. Aunque este año tenga que alargarlo más de lo normal.
Estará en Doha para disputar un nuevo Mundial. Será de nuevo la representación en profesionales de su país. Aunque esta vez no será como la primera, en 2009, cuando acudió como amateur a disputar el Mundial de Mendrisio con los profesionales. Esa vez fue el propio Josemi el que le llevó la bici en una furgoneta, para que no tuviese que cargar con ella en el avión. Allí tuvo que contratar los servicios de una auxiliar. Los Argentinos se “apiadaron” de él para llevarle las ruedas.
Esta vez será diferente. Incluso le acompañarán técnicos de su propio país. Y con un poco de suerte podrán llevar coche propio en carrera. Para él eso ya significa tener galones de general.
Luego podrá volver a Uruguay. Quizás acompañado de su nueva vida. De Anna, la adolescente que le seguía con timidez desde que corría en amateur. La que el destino se empeñó en juntar de nuevo a su vida, años después. La que se ríe de él cada vez que le recuerda cuando le contó a Blanca, su suegra, que un día casi le atropella una “zorra”. Nuria se asustó del lenguaje tan soez del novio de su hija. Fabricio no comprendió el asombro hasta que, un rato después tuvo que precisar que así llaman a los trailers en su país.
Y Santa Lucía volverá a apelar a su nostalgia. A los recreos en los que nadie le elegía para su equipo de fútbol. A sus inicios en un ciclismo que sólo él se atrevió a rechazar. Porque no quería ser un héroe local. Se resistió a morir de éxito en un ciclismo para destacar en otro donde su trabajo se disipase en favor de la humildad, de los que ganan. Su modestia en cambio, sólo le pide una victoria. Levantar las manos, tan sólo una vez, para poder agradecer a su familia, la que ahora sólo puede contentarse con una llamada de teléfono, el esfuerzo que hicieron por verle crecer fuera. Y para abrazar a su otra familia, la que conoció en su viaje. Y para poder decir que, aunque su pueblo sea pequeñito, aunque sólo lo bañe un río, tiene la mejor puesta de sol de todo Uruguay.
Rafa Simón
@rafatxus
Fuente de las fotos:
-Pablo Barceló
-Sergio Bastida
-Kevin Remmerie
-Tomomi Tanomaka