No es fácil olvidar el zumbido de una bomba cuando está a punto de impactar sobre una casa de adobe. Ni los gritos agónicos de personas que, sin saber cómo, yacen en el suelo. Ensangrentadas. Cuando la vida no vale nada todo es relativo. Te hace pensar. Javier intenta distraerse con otra cosa. Enciende la radio. Mejor música que noticias. A pesar de que pasan los años, nada cambia.
Hoy ha sido un día intenso. Hace un par de horas que ha dejado al último de sus chicos del Aqua Blue en el aeropuerto. La Clásica más antigua, la Lieja-Bastoña- Lieja, es un auténtico trajín para un auxiliar. Llevará más de 17 horas despierto. Y aún le quedan más de 900 kilómetros de autopista. Ya encontrará un hotel.
Sus ojos se abrieron a las seis de la mañana. Desde entonces, ni un segundo de pausa. Mientras otros compañeros preparaban el desayuno de los corredores, él debía de preparar el avituallamiento de sus chicos. Luego, dejar impecable el coche de los directores.
Tras el desayuno, a la carrera para llevar las maletas de todo el staff al autobús, con el tiempo justo para asistir a la charla de directores. En ella, los auxiliares se distribuirán los puntos donde avituallar a los corredores con bidones, geles y barritas. Todo personalizado. Cada corredor tiene sus gustos. Una vez finalizada, cada auxiliar se lleva a sus corredores para aplicarles un masaje de calentamiento. Las piernas tienen que estar activas de salida. Coger la fuga en una carrera de este tipo conlleva muchos réditos a nivel comercial. Puede que esta se fragüe en los primeros kilómetros.
Por eso, Javier, como muchos auxiliares, apenas es visible a las cámaras de televisión. Su carrera siempre va paralela a los corredores. Serpenteada por carreteras secundarias donde, en algún punto, tocar de nuevo el recorrido de carrera para dar un bidón a cada corredor acompañado de algún grito de ánimo o una instrucción específica.
Tras el último punto de avituallamiento, debe de llegar a la meta antes de que termine la prueba, para poder acompañar a los corredores al autobús y, tras un masaje de liberación muscular, llevarles al aeropuerto.
Cuando está con ellos no le gusta hablarles de ciclismo. Atosigarles con lances de carrera. Prefiere escucharles, como si, en vez de una camilla, los atendiera sobre un diván. Sabe que, un ciclista, además de dar pedales, tiene una vida, unos miedos. Estrés porque un catarro que le está mermando fuerzas sabiendo que una persona normal lo solucionaría con un simple medicamento de farmacia.
Otros, en cambio, le confiesan dolor, tristeza por la muerte de alguien que, de una manera u otra, conocían. A muchos se les fue un amigo el día que Michelle Scarponi fue atropellado escasos días atrás.
A pesar de llevar poco en el equipo, algún corredor prefiere preguntar a Javier por sus vivencias, por aquel señor de gafas de colores estridentes y barba poblada que, con tanta paciencia, trabaja sus piernas en un inglés con profundo acento andaluz.
Saben que él también tiene una historia. Un amor por África. Que, aunque lo exterioriza poco, vivió una guerra, en Kuito, una pequeña ciudad construida en barro y madera al desamparo de la miseria de Angola.
Hace años, apenas acabados sus estudios de enfermería, cuando su juventud era más impulsiva que coherente, decidió aceptar una misión de Médicos sin Fronteras. Viajó miles de kilómetros, desde su Málaga natal para curar a la gente en un hospital donde el techo lo dibujaba el cielo y las camas eran de plástico y adobe. La población vivía en guerra. Al día. Sus pacientes eran niños, adolescentes, madres y padres que, al salir de la ciudad en busca de alimento, se arriesgaban a que le explotase una mina y les amputara un pie. La hambruna era el pan de cada día. La miseria el vestido de cada hombre que conoció. Con el tiempo eso se hizo normal. Las lágrimas resbalaban secas porque sus ojos se acostumbraron a tanta desolación.
Pero un día, el cielo cambio de color. Gris por azul. Unas maderas le permitieron guarecerse del primer estallido. Llovían bombas. Javier, junto con sus compañeros, tuvo el tiempo justo para refugiarse en un bunker. Un agujero cavado en la tierra y recubierto de chapa y latón. Se aferraron a la vida con la esperanza de que todo acabara pronto. Suplicando el silencio. Con apenas unas bananas y la foto de un ser querido. Las noches, diez, pasaron lentas. Entre frases de aliento donde, los más optimistas, mentían al resto para hacerles creer que saldrían de allí con vida.
Tan sólo el undécimo día, les sacaron de allí. Fueron rescatados y llevados lejos por personas que Javier nunca volvería a ver. Que arriesgaron su vida por ellos. Quizás no estén vivas ya. Quizás su epitafio tan sólo sea parte de una de esos titulares opacos que corren en horizontal en la parte baja de un televisor mientras el locutor del informativo habla de otra cosa.
El tiempo pasó. Pero África seguía latiendo en su corazón. Por eso, atrapado por su amor al ciclismo, tras pasar como fisio del Málaga C.F. durante muchos años primero y como auxiliar de otros equipos ciclistas después, su camino se acabó topando con el del Dimension Data cuando aún era el MTN Qhubeka. África se volvió a abrir a su vida. Le enamoró el proyecto, destinado a distribuir bicicletas en Sudáfrica para que cada persona pudiera desplazarse al médico, o a la escuela.
El equipo estaba integrado por personas llenas de historias, como Songezo Jim, huérfano desde niño pero luchador empedernido hasta conseguir llegar a ser profesonal, o Adrien Niyonshuti, condenado a vivir en primera persona la guerra que asola en silencio su país, Ruanda. En cambio, su confidente fue europeo: Igor Antón, con quien le une una amistad tan estrecha como intensa, tan sólo separada durante los noventa minutos que dure un partido de Liga entre el Málaga y el Athletic.
Desgraciadamente, su camino en el Dimension Data terminó el año pasado, encontrando seguimiento en el Aqua Blue. Un equipo europeo. Irlandés. Donde nadie ha vivido una guerra, ni penurias que, por duras, no se sepan expresar con facilidad. Pero que cuenta con un grupo de ciclistas humildes, cercanos con Javier, con cada auxiliar. Que, a pesar de sus problemas, de sus cosas, ahora son mucho más sensibles a las rarezas que tiene el mundo donde sólo unos pocos viven bien.
Javier se adormenta por momentos. De Lieja debe de viajar a Inglaterra, a Yorkshire, donde su equipo disputará la próxima carrera. Quizás sea el momento de dormir unas horas en algún motel de carretera. Es un cansancio que no le disgusta. Es su pasión, al fin y al cabo. Lo echará de menos cuando vuelva a España, donde le espera su otra labor como enfermero en el Hospital de la Axarquía, en su Málaga natal.
Pero Javier sigue vinculado con África. Le debe mucho a ese Continente. Estuvo a punto de quitarle la vida. Pero le regalo mil y una vivencias. Las guarda en el escritorio de su habitación: Retazos escritos a mano. Apuntes en papel. Acompañados de fotos de quien ha visto que la vida puede ser efímera. Que matar no tiene importancia cuando hay intereses en juego. Que África se muere lenta y que Occidente no hace nada. Razones y fragmentos para que, como él hiciera hace años, haya un nuevo enfermero que le lea. Que se contagie de su optimismo. Que quiera ir a ayudar. Todo quedará plasmado en un libro, que saldrá pronto a la luz. Es la increíble historia de Javier Souviron. El auxiliar que salió de una guerra para vivir el ciclismo.