Guillermo Prieto: la Solidaridad que reside en la locura

720 kilómetros sin pausa, la suma de completar la Quebrantahuesos y tras ello regresar hasta Valladolid,realizó Guillermo Prieto, ciclista discapacitado, para cumplir el reto solidario con el que se comprometió enfavor del Banco Nacional de Alimentos.

Rafa Simón

Guillermo Prieto: la Solidaridad que reside en la locura
Guillermo Prieto: la Solidaridad que reside en la locura

Miguel Induráin vuelve a retarle. “Guillermo, me tienes tirando todo el día, cada año andas menos”, bromea. La hilera de ciclistas que sigue su estela ríe la ocurrencia. Aunque sea a jadeos. Subir el Marie Blanc con “el gran Miguel” no está al alcance de cualquiera. Sigue estando en forma. Y les lleva enfilados a todos. Por momentos uno se lo imagina con la boca abierta, mostrando su amplia y blanca dentadura. Ataviado con su inconfundible gorra del Banesto.

Guillermo sonríe al recordarlo. Hace ya muchas horas que se lo dijo. Y agradecido. Le ayudó a finalizar la dura “Quebrantahuesos” en menos de 6 horas. La primera parte de su gran promesa. Su reto. Lo supo enseguida porque Juan Mari Guajardo, la voz de la Vuelta a España, y de mil y un carreras, lo recordó por el megáfono en cuanto cruzó la línea de meta. “Guillermo, ahora empieza lo más duro”, le recordó.

Efectivamente. Ni siquiera se regaló diez minutos para asearse. Quizás en ese breve espacio de tiempo se le podrían haber apagado las ganas de realizar lo prometido. Por eso, sin titubeos, se lanzó, de nuevo, a la carretera. Otra vez sobre su bicicleta, a la 1 de la tarde. Aún a sabiendas de que su trayecto iba a ser regado por el sol. Despiadadamente. Su Garmin ya marcaba cerca de los 40 grados y apenas había comenzado. Bajo sus ruedas podía sentir como el cemento ardía.

Su destino sería, de nuevo, Valladolid. Sin ninguna pausa. Pedaleo libre desde Sabiñánigo, en Huesca, hasta completar los 720 kilómetros que incluían la “QH” y el camino de vuelta. Pero esta vez, no pedaleó sólo. Le acompaño su hermano, durante varias horas y, más adelante, cuando dejó Aragón y se adentró en Navarra, un joven cadete villabés. Y por detrás, inseparables, Gema, su mujer, y Vega, su hija, escoltándole con el coche. Velando por su seguridad. Por su reto.

 

 

 

Como si de un trazo difuminado en tiza oscura se tratara, se dejó arrastrar por el horizonte, hasta que, tímidamente, le atrapó el bálsamo de la noche, que moderó la temperatura, no así el viento, que, a su paso por la Rioja y Burgos, hizo de las suyas, como si tratara, deliberadamente, de frenar su impulso. Nada de eso importaba. El año pasado, la “Quebrantahuesos” le debilitó por culpa del viento, de la lluvia. Le inflamó la rodilla. La humedad quiso bajarle de la bicicleta. El calor sería un mal menor. Debía llegar a Valladolid a toda costa. Por la mañana. Para donar al Banco Nacional de Alimentos, en su sede de Valladolid, en persona, todo el dinero que ha recaudado para realizar este reto.

Vega bosteza. Pero, entre cabezadas, no pierde detalle. Está tan orgullosa de su padre… De él ha aprendido que nunca hay que rendirse. Que hay que vivir el presente. Ahora ya es toda una mujercita. Pero, cuando tan sólo era una niña, hace 8 años, aprendió a convivir con la desgracia. La que le obligó a crecer rápido. A asimilar deprisa. Desde aquel día que vio salir a su madre de casa a toda velocidad. Bañada en lágrimas. De camino al hospital. Cuando, tiempo después la llevaron a ella y vió a su papá tumbado en aquella cama, con las piernas muy tapadas, le explicaron que a su padre le tenía que dar muchos mimos. Más que nunca. Porque se le había caído una máquina que estaba limpiando en una pierna, y que le había hecho tanto daño que tuvieron que quitársela a toda prisa. Por eso estaba tan raro. Tan triste. Tan irascible. Y que ella tenía que ser buena y curarle. Darle muchos abrazos, para que se volviera a sentir mejor.

Sin embargo, Vega no era tonta. Sabía que, por más que le llevara la comida a la cama, y le hiciera dibujos en el cole, su padre sufría mucho. Que no era el de siempre. Sólo cuando le vio andar de nuevo, con esa prótesis, redescubrió a su padre. Las cosas empezaron a cambiar. Aunque renqueara. Más aún cuando le vió volver del desván con aquella bici antigua. Su padre pidió a los médicos poder usarla. Con una prótesis adaptada. Él les decía que andando era cojo. Pero sobre la bicicleta, podría sentirse libre. Que iba a ser uno más. Le dijeron que no. Su testarudez le acabó dando la razón. Vega sabe que ahora su padre es féliz. Porque le dice que siente el viento en la cara. Porque le ganó la partida a la frustración. Al silencio sobre un sofá. Al mal humor que tanto desgastaba a su familia.

Por eso a Guillermo nunca le duele el cuerpo. Nunca ha vuelto a tirar la toalla. Ni tan siquiera cuando, hace unos meses, su prótesis le provocó amplias heridas. Grietas que tuvieron que ser cerradas mediante operación. Fueron dos meses de baja que superó murmurando su reto solidario. Mes y medio después, estaba sobre la bicicleta.

“Vamos papá”, grita Vega desde el coche. No se va a rendir ahora. Al sueño. Al cansancio. A escasos kilómetros de Valladolid. Tras casi un día entero sobre la bicicleta. Con el dorsal 183 aún hilachado en el tubo de su cuadro. A punto de llegar al encuentro de su grupetta, con los que hará los últimos kilómetros. Este año, además, con el seguimiento de la Televisión local. Como los buenos.

Pero lo más importante. Con el apoyo de su familia. De Gema, que dibuja una sonrisa entre marcadas ojeras, mientras sube aún más la música para no sucumbir al sueño. A las locuras de su marido. Vega, que ya es mayor, dice que no tiene sueño. Que no ha dejado de acompañar orgullosa las pedaladas de su padre. Porque es un héroe. Un abanderado de la ilusión. De la solidaridad a través de la bicicleta. Guillermo, como siempre, saluda humilde. Sencillo. Dice que sus locuras son de cuerdo. Que sólo es su forma de agradecer, a través del ciclismo, justamente, que una bicicleta le devolviera, hace años, la ilusión por la vida. Para sentirse normal. Como cualquier otro participante en la “QH”. Aunque Miguel Induráin le recuerde que, cada año, anda menos.