Justin Oien, el guitarrista de Caja Rural

El Blog de Rafa Simón

Rafa Simón

Justin Oien, el guitarrista de Caja Rural
Justin Oien, el guitarrista de Caja Rural

“¿Cómo habré llegado hasta aquí?”, se pregunta. Bien lo sabe. Respira hondo. El olor a mar ejerce de bálsamo. Como si le liberara del dolor de piernas que aún tiene encima. Si cierra los ojos, aún se transportaría unos metros más allá. A la playa que casi baña el hotel donde descansa junto a sus compañeros. En Setúbal. Y, enfrente, su casa, su origen. Tan lejos. La vida en un viaje. Hizo una buena apuesta.

Setúbal, en la nariz de Portugal, mira de frente a Estados Unidos. Pero a la costa fría. No a la suya.  La de las películas. California. Allí todo es a lo grande. Aún se pregunta cómo pudo llegar hasta aquí.

Al pensarlo, mientras estira las manos sobre su pelo oscuro, achina aún más sus ojos tostados, casi tanto como su rostro, fruto del legado de Sara, su madre. Es mexicana, de Guanajuato. Ella le dibujó hispano, pero nunca le habló en su lengua. Ni a él ni a sus tres hermanos. Aunque Justin siempre la escuchó hablar español en casa, por teléfono. Con su familia. O por trabajo, como traductora para el Gobierno de Estados Unidos. En casa de los Oien siempre se habló inglés, la lengua de Philip, su padre. Un tipo enérgico, de los de la campiña de la otra costa. La de Nueva York.

La vida, en California, puede ser maravillosa para un adolescente. Con la gorra colocada con la visera hacia detrás y la camisa hawaiana desabotonada, se pasaba las tardes subido al “skate”. Saltando bancos frente a la playa. La bici, era para dar una vuelta con los amigos. Hasta que compitió. De su primera y absurda prueba, donde apenas si pudo terminarla, hasta la selección de Estados Unidos, apenas unos años. Justin se lo pasaba bien. Le gustaba porque viajaba. Pisó el asfalto de la Paris Roubaix con 17 años. Luego Bélgica. Y siempre con su guitarra. Para crear buen ambiente.

Tras un año en el desaparecido California Giant, la quizás, mejor “Universidad” de talentos mundial, se fijó en el: El Axeon. Cada año, muchos corredores de la escuadra americana son fichados para el profesionalismo. Los mejores equipos del mundo buscan allí. En cambio, ajenos a las complicaciones, la disciplina de estudio que los corredores aprenden en Axeon es básica: “Be professional, act professional (se profesional, actúa como tal)”. Con la selección americana, el mensaje siempre fue parecido. Michael Seyers, excorredor del BMC, siempre se lo dejó claro: “Justin, vas a correr con viento, con lluvia, bajo el sol. Disfrútalo siempre. Aprende rápido donde eres útil. Y no te decepciones con los malos resultados, ni te emociones con los buenos. Tu cabeza siempre debe ir templada”, le recordaba cada vez.

Pero, un día, su sueño americano, cambió. Su historia le reservaba otro rumbo. Iba a cometer la mayor locura que nunca jamás había hecho por el ciclismo. En una concentración del equipo, se acercó un desconocido. Decía que venía de parte de la marca de bicicletas Fuji. Buscaba un chico que quisiera correr con un equipo español, el Caja Rural, al que iban a aportar el material.

Justin no se lo pensó. Cuando se enterara su madre. Si le hubiese enseñado español de pequeño. Meses después, dejaba la soleada California para aterrizar en una ciudad que parecía estar siempre nublada. Desangeladamente fría. Pero bella a la luz. Rodeada de montañas. Cuando le fueron a recoger, su tarjeta de presentación tan sólo pudo ser un ridículamente masticado: “Hola, me llamo Justin”.

Dejó la casa de sus padres, enfrente de una playa soñada para vivir en el piso que equipo tenía a pies de la subida a San Miguel, en Olloki, a las afueras de Pamplona, junto al Colombiano del equipo, Nelson Soto, y el Uruguayo Moreira. Como un grupo de emigrantes. En cambio, fue un oriundo de la zona, Josu Zabala, quien le introdujo en la “grupetta” de la zona.

Pronto, su carácter le hizo imprescindible en el equipo. Tanto en las concentraciones, como en las carreras. Sobre todo en las sobremesas del equipo. “Vete a ver si les animas a esos”, le dijeron un día. En la mesa de al lado, un equipo del World Tour cenaba en silencio. Nadie bromeaba. Justin supo que, donde fuera, él se encargaría de levantar el ánimo. Con su guitarra, sus bailes. El más celebrado de todos lo realizó en el Tour del Colorado, el año pasado.

Emuló, bajo las risas de sus compañeros, el pegadizo “work, work, work” de Rihanna. Lo hizo sólo porque se sentía bien. Agradecido por ser ciclista.

Aunque, lo que verdaderamente dio sentido a su decisión, la de cruzar el “charco”, fue una lluviosa mañana de mayo en Charvieu- Chavagneux, lugar de llegada de la última etapa de la Vuelta de Rhone-Alpes. Ese día no se contagió de la apatía de muchos de los corredores que salieron sin más ambición que acabar cuanto antes una carrera que enfriaba el alma.

Él, en cambio, se acordó de las enseñanzas de Michael Seyers. Cada etapa, es una oportunidad. Por eso, se filtró en la escapada del día. Forzó el ritmo cuando sintió que el pelotón se aproximaba. Fue, incluso, capaz de mirar a los ojos a uno de los primeros corredores que admiró en su vida: Thomas Voeckler. Creció viendo por televisión sus gestos. Su enfado en aquel Tour perdido in extremis. Ese día lo tenía al lado. Sintió como si el francés  hubiese querido esperar a correr con él antes de retirarse. Ese día agradeció tenerle a su lado. Bajo la lluvia. Pero también le atacó. Para llevarse la etapa.

Con su decisión, con la valentía de un chico que con apenas 20 años decide abandonar la comodidad de su hogar para irse a un país donde no conocía su lengua, hoy Justin ha aprendido a madurar con agilidad. A cuidar de sí mismo en un piso con ventanas a un paisaje que siempre está nublado, que no tiene vistas a la playa. Pero que le empuja a seguir creciendo como ciclista.

Su alegría conlleva un secreto. Una condición. Mantener siempre la misma mentalidad. Saber disfrutar de lo que le ha dado el ciclismo a cada instante. Viajar, aprender otra lengua, probar comidas nuevas. Ahora, su favorita es la tortilla de patata, lo que antes llamaba “spanish tortilla”. Cuando el calendario se lo permite, si no está en casa tocando su guitarra o grabando música en su ordenador, suele acercarse a “lo viejo” de Pamplona. Especialmente su lugar favorito, el “Mesón de la Tortilla”. Se la ponen con queso y champiñones. Hasta le ha inspirado para hacerla él sólo.

El olor a salitre es mano de santo. Quizás las manos de su masajista también. Tras una buena cena, su cuerpo le pide tumbarse en la cama. Mirar a un mar que, al fondo, muy al fondo, le ofrece la estela de su país. “¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Bien lo sabe. Porque tomó una decisión. La de irse de casa de Sara para labrarse un futuro en un equipo a miles de kilómetros. Para sembrar buen ambiente. Y seguir creciendo. Con una bicicleta y su guitarra. Nada más.