Todo se tenía que fusionar, no era una casualidad que Carrara hubiera apagado el color a la séptima etapa del Giro. Angelo Zomegnan, el director de la carrera, decidió retroceder en el tiempo, a los siglos en los que la próspera Toscana era solo galopada por caballos que tiraban de carruajes. Colinas interminables de paraje angosto repescado por la Montepaschi Eroica, donde desde hace centenares de años los cicloturistas más osados montaban la rueda gorda para recorrer los camino de piedra y tierra y por la que desde hace cuatro la genialidad de RCS Sport, organizadora del Giro, recuperó para hacerla profesional. La última edición, la que Valentin Inglinskiy entró trotando en Siena vio a Cadel Evans colgarse un dorsal en su maillot arco-iris. Entrenamiento. No lo necesita el 'aussie', pues viene de la mountain bike, la bicicleta rauda y los terrenos abruptos en los que, como en carretera, también fue condecorado rey del mundo por dos ocasiones. Nadie como él para pedalear entre caminos. Caballo de acero australiano de herradura presta para nadar sobre el diluvio.
Caída de Nibali
Montura la suya de garantía para sobrepasar el infierno, manillar por riendas en mano y rostro borrado por el blanquinegro de la arena hecha fango. Igual que Vinokourov, otro de esos caballos duros como las piedras, inflexibles a los caminos adversos. Gladiadores los dos, líder uno y triunfador el otro. Lo vieron antes incluso de que llegaran los tramos arenosos que se perfilaban decisivos para el desenlace de la carrera. El final de la película llegó por adelantado cuando en el descenso del Passo Rospatoio y en medio del diluvio universal Vincenzo Nibali, el único que portaba color en la jornada, oscureció por golpe y salida de la carretera. Con él, Ivan Basso y Valerio Agnoli. El top3 de la general tendido sobre el piso mojado que les hizo resbalar. Fue Agnoli, carácter eufórico y personalidad vibrante de feroz pedalada y fiero, decidido en el pensar, el único en reaccionar. Basso, moribundo en medio de la carretera y Nibali, desorientado y con cara visible de dolor perecían.
Nibali no era capaz de encontrar destello rosa alguno en su jersey apagado. Rayas en blanco y negro. Esperó a Basso, al cambio de bicicleta, y entonces Agnoli embraveció. "¡¡¡Vamos, vete!!!", le gritaba entre aspavientos. Líder acatando órdenes de su súbdito. Para entonces, Linus Gerdemann ya había montado su cruzada con un intentó que enfadó a Vinokourov, respetuoso y caballero como pocos. Ciclistas de los que ya no quedan, añejo. Era el día de la epopeya antigua. Echó leve el ancla el kazajo. Quería el rosa, quería la etapa. Pero así no. Con todos. Batiéndoles en justo duelo. Pero no hubo remedio, la arena se acercaba y Nibali no aparecía en el grupo perseguidor del descarado Gerdemann. Presa del pánico la redada donde viajaba Evnas y Cunego y donde ya se había difuminado también la figura de Carlos Sastre por caída. Otra. Enésimo golpe en la espalda y vértebras en mil pedazos rotas. A golpetazos con el Giro el abulense. En tierra de nadie se quedó hasta recuperarse de la conmoción y estirar los huesos. Rigido, como su bicicleta. “No podía subir ni bajar piñones, hasta que no he pasado el primer tramo de tierra no he podido cambiarla". En ese primer sector, el más peligroso, Nibali acabó sepultado por el fango.
Evans, Vino, Arroyo y Cunego
El acelerón de Evans desde la cámara de réplica fue el grito al que se amarraron Cunego, David Arroyo y Pinotti después, acompañando todos a Vinokourov. Se miraban sin conocerse, borrado el semblante por el barro y la lluvia mientras por detrás Nibali proseguía con su padecimiento estoico. A cada paso más minutos, menos rosa. Fin del sueño de líder. Se olvidó de ello cuando vio las señas mortuorias de Ivan Basso. Ya no era 'capo' el siciliano. Cogió el la pala y, cuan obrero, regresó a su puesto A remar bajo la lluvia y sobre el fango por su líder, al que dejaba en la cuneta en cada bajada y que sufría para seguirle el ritmo en el Poggio Civitavella, el último escollo antes de llegar a Montalcino. Allí, entre calles estrechas y curvas sinuosas donde deshacer a los caballos oponentes llegaron en primera línea de apuestas, embarrados y con el rostro sin aire, camuflados por el infierno del barro Evans, Vinokourov, Cunego y David Arroyo.
En blanco y negro todos hasta que Evans se relanzó para el sprint, 700 metros de expiación. Arroyo fue el primero en sucumbir, débil tras su heroicidad. 500 metros. Abrió Evans el libro de las epopeyas, de su campeonato del Mundo en Mendrisio y la reciente Flecha Vallona. 200 metros. De los ataques que le han reconvertido, como aquel. 100 metros. Rey mundialtambién sobre el barro, nadie como él para ganar, para firmar la hazaña. 50 metros. Damiano Cunego no podía adelantarle y Vinokourov sucumbía. Vestido de rosa ya, irradiado de nuevo por el color de los rayos del arco-iris que voló sobre el fango para regalar un recital de ciclismo brillante y épico. Heroico.
</font />