A veces, las palabras están de más. No es necesario comunicar lo que de sobra entiende una mirada. Antonio es de esos. Quizás labrado en el carácter de José. Siempre habló el respeto entre ellos. Una admiración que se clavó en los genes. Antonio estaba predestinado a hacerlo bien.
José siempre decía que, en su época de profesional, desde su debut con Caja Rural hasta sus últimos chepazos con el Puertas Mavisa, lo que más le gustaban eran las etapas con viento, donde se mascara la tensión. Al menos, eso contaban las fotos que Antonio veía por casa. Él, en cambio, callaba. Nunca había sido muy dado a hablar. A exteriorizar sentimientos. Se limitaba a dar pedales, que era la afición que José le había inculcado de pequeño.
José sabía leer los esfuerzos de su hijo. Nunca le dio un consejo clave. Respetaba lo que le dijesen en el equipo. Le apoyaba porque sabía que su chaval no le tomaba el pelo. Si el niño lo daba todo, entonces estaba bien. Lo hiciese mejor o peor. Y Antonio se dejaba ver. Era meticuloso en su esfuerzo, y las victorias en amateur con el equipo Lizarte, llegaban. Lo que no se intuía era una salida profesional a todo ese esfuerzo. Eso sí le preocupaba.
Un dia Antonio torció el gesto, y se sentó junto a su padre. “Pruebo en Inteja. Si la cosa sale, bien. Sino…". Antonio no solía acabar las frases. Pero los silencios tronaban su miedo. Y José sabía que su hijo pensaba en serio. Si la experiencia con el Team Inteja no funcionaba, dejaría la bicicleta.
Correr con Inteja significaba intentarlo en un modesto equipo profesional en la República Dominicana. A las órdenes de Diego Milán, un tipo que, además de ganar carreras con el equipo que el mismo dirigía, también se encargaba de fichar los corredores. Y de llevar sponsors al equipo. Antonio nunca se lo dijo, pero admiraba todo aquello. Que hubiera alguien que hiciera todo. Por eso se enroló en aquella fuga, en el Tour de Guadalupe. En la última etapa, Diego Milán se jugaba la clasificación general. Antonio se escapó a las primeras de cambio, para esperar a su líder. Pedaleo entre multitudes que jamás imaginó que existieran más allá de un Tour de Francia o un Giro de Italia. Refrescaban con sus apluasos una humedad que encharcaba su fatiga hasta que Diego Milán llegó a él y juntos, cruzaron la línea de meta.
Antonio pudo alzar los brazos y Diego terminó en segundo lugar de la Clasificación general. En el podio, Diego le susurró al oído que disfrutara del momento, pero que habría más. Que, si él quería, estaría con el equipo el año siguiente.
Pero, 2015 no sólo supuso el salto al profesionalismo. Una llamada tan necesaria como tardía le asaltó el corazón. “Sé que llega un poco tarde mi petición, pero me gustaría que te unieras a nuestro equipo", escuchó de una voz pausada. Quien le ofrecía la posibilidad de unirse a Movistar era su Mánager, Eusebio Unzue. Antonio, una vez más, no acertó a terminar su respuesta. Se la tuvo que empujar Eusebio con una sonrisa, sabedor de la alegría que acababa de dar a su futuro corredor.
Movistar le iba a regalar una oportunidad y, Antonio, respondió con su mejor aliado. Con la máxima expresión de la dedicación. Labrando un trabajo carente de preguntas. Forjando una figura propia. Iba a convertirse en un hombre necesario para los primeros espadas del equipo en las etapas decisivas de las grandes Vueltas.
Pero el ciclismo no siempre sabe corresponder al esfuerzo. Tras una buena participación en la Vuelta a España de 2017, el Giro de Italia del año siguiente obligó a poner a prueba su carácter. En la segunda etapa, aquella en la que el pelotón descubría Israel, camino de Tel Aviv, un niño cruzó la carretera justo cuando se aproximaba el pelotón. El frenazo fue tan inesperado que Antonio cayó al suelo sin apenas intuir nada. Con un golpe seco. Golpeando su glúteo de forma violenta. A duras penas pudo terminar aquella etapa. Pero su peregrinaje no había hecho más que empezar. A partir de ahí, tomar la salida cada día era rogar al cuerpo que diese la vuelta a la situación. Pero el dolor no le permitía pedalear con fuerza, condenando sus objetivos a lo más básico. Terminar las etapas. Penó durante tres semanas hasta poder terminar la prueba.
El año siguiente, todo fue diferente. Movistar estaba dirigiendo el Giro. Su compañero, Richard Carapaz, se había colocado como líder de la prueba y Mikel Landa optaba al podio final. En la víspera de la etapa que debía ascender el Mortirolo, tanto Mikel como Richard fueron claros con Antonio: “Sólo queremos que des el máximo, que estés con nosotros hasta donde llegues". Antonio asintió. No era necesario decirles que allí estaría. Había trabajado mucho los meses previos para que eso ocurriera.
Aquella mañana Antonio se despertó con los ojos brillantes. En el desayuno, sonrió a sus líderes. Iba a estar ahí. Horas después, cuando el coloso dolomítico se puso frente al grupo cabecero, Antonio volvió a recuperar las primeras plazas. Imprimiendo un ritmo cada vez más exigente comenzó a desgranar el grupo, hasta dejarlo en un puñado de hombres. Enlazó las curvas del temible Mortirolo a ciegas. No recuerda el griterío del público. Ni el pulso descompensado de Miguel Ángel López minutos antes de descolgarse. El paisaje mojado callaba. Quizás respetuoso con su trabajo. A su lado, Richard le pedía el ritmo justo para que Vincenzo Nibali, que circulaba unos metros por delante, no cogiera más distancia. Y Antonio, con la mirada clavada en su manillar, con jadeos aferrados a un pulso estable, supo mantener a raya al italiano, cumpliendo con la misión que le pidió sus compañero.
Esa noche, José llamó a su hijo. Le quiso decir que lo había hecho como nunca. Que estaba emocionado. Pero, quizás porque su voz se rasgaba, quizás contagiado por el silencio de su hijo, no fue capaz de terminar la frase. No hizo falta. Aquella conversación fue muda. La protagonizaron un padre y un hijo que clamaban en silencio el orgullo que siempre han sentido el uno por el otro. Aunque se dijera sin palabras. Ambos sabían que Antonio representaba el trabajo silencioso del Movistar.