Hace días que ya no duermen juntos. Que ya no le despiertan sus gritos. Sus lloros a medianoche. “¿Cómo está?", pregunta entre susurros. Con sigilo, entreabre la puerta, hasta crear un hilo de luz en la oscura habitación. Mirarla quita todos los males. Los físicos y también los otros, los de dar vueltas a la cabeza. Los viajes ya no son lo mismo tras tantos años. Es verla y olvidarse que, por culpa de aquella caída, no se metió entre los diez primeros en la Vuelta al Algarve, tal y como se había propuesto.
En el pasillo, espera el cansancio, la maleta sin abrir. En cada esquina, cualquier foto le recuerda que el tiempo mueve más vatios que el mejor de los ciclistas. Que, cuando quiere, acelera sin piedad, sin preguntar. En algunas, las que le dibujan con el Maillot de Viña Magna, su rostro, con más de 10 años menos, desborda ilusión, las ganas de hacer las cosas bien, de bromas mezcladas en el sacrificio por un sueño compartidas junto a otros compañeros que hace años que dejaron la bicicleta.
Otras le pintan de verde, con el rictus serio del chico que comienza a levantar los brazos con el maillot de Caja Rural. Victorias en carreras que, aunque en presente, hablaban de futuro, de destapar peldaños hacia el ciclismo de alto nivel. Las puertas del World Tour.
Esa llave la abrió gracias a la llamada de Eusebio Unzué, Mánager del Movistar. Le ofreció entrar a un mundo donde, cada corredor, tenía unos objetivos, un camino marcado. Ciclistas y referentes a la vez. Estudiantes avanzados mezclados entre profesores.
Eusebio le dijo que no tuviera prisa. Que creciera despacio para que, en un futuro, supiera perfilar su propia silueta, como ganador, o como trabajador. De los más veteranos aprendió a preguntar rápido, intentando disimular una admiración que le delataba, pero que nunca se esforzó en ocultar. Pablo Lastras, el maestro que nunca levantaba la voz, le enseño a cuidarse, a vaciarse por otro compañero destinado a rematar el trabajo colectivo. A que el ciclismo era cosa de todo el equipo.
De los rematadores, como Alejandro Valverde, se apuntó la humildad, el hambre de la superación, de las victorias. Pero, sobre todo, a no dejarse vencer por el enemigo más implacable. El paso del tiempo. En Movistar, se empapó de sacrificio. De vaciarse durante tres semanas para que un compañero subiera al podio en una gran Vuelta. Con Nairo Quintana, lo consiguió dos veces. Primero, en el Giro de 2014, superando incluso aquel dia en el que el Stelvio vomitaba nieve. El coloso alpino, en apenas una hora, le escupió tanto frio que a punto estuvo de congelar su cabeza. Su deseo de apoyar al equipo. Dos años después, su trabajo le regaló los abrazos con el colombiano en el podio de la Castellana, en la Vuelta.
Pero, el verdadero líder, el que sabía que iba a marcar su destino, sus ganas de seguir siendo ciclista, inunda casi todas sus fotos. Su hermano Jesús. El pequeño.
Se encontraron como profesionales cuando José llegó al Movistar. Se encontró a Jesús empapado en la misma ilusión que él tenía en Viña Magna, pero obligado, sin querer, a crecer más deprisa, sin los peldaños que subió José hasta llegar al World Tour.
Por eso, desde un principio, aunque su calendario se separó los primeros años, José se esforzó en enseñarle a Jesús a no tener prisa, a no enfadarse cada vez que no daba con el punto de forma que quería. En cada entrenamiento le explicó que, cada año, el tiempo, le ofrecería una pequeña recompensa, tal y como Lastras le explicó a él. Y que, como muchos en Movistar, Jesús también sería un gran líder, como lo eran aquellos para los que tenían que trabajar en aquel momento.
Por eso, tras varios años en Movistar, los dos hermanos tomaron una decisión conjunta. Era el momento de que Jesús asumiera galones de líder. De abandonar un equipo en el que, poco a poco, el acomodo podía frenar la trayectoria del hermano menor. José no dudó en seguirle. En acompañarle en esta nueva etapa. En estampar una firma doble en el contrato que les ofreció Yvon Sanquer, el Mánager del Cofidis.
Firmaron un contrato en el que Ivon les ofreció oportunidades de liderazgo para Jesús, de disputar cualquier prueba del calendario con un equipo a su favor. José, a cambio, trabajaría no sólo para su hermano, sino que también desempeñaría labores de veterano. Profesor de los más jóvenes.
Fue una decisión arriesgada, pero que, en un solo día, abarcó todo su significado. Ocurrió camino Mañón, en la duodécima etapa de la pasada Vuelta a España. La semana previa, el esprínter de su equipo, Nacer Bouhanni, liberó de presión al resto de compañeros ganando una etapa. Esa misma semana, José le dijo a su hermano que no se centrara en la clasificación general, que fuera cediendo algunos minutos porque, en la segunda semana, ninguno de los grandes equipos estaría dispuesto a desgastar a sus hombres defendiendo tan pronto un liderato. Que, seguramente, dejarían llegar una fuga numerosa donde uno de sus integrantes, vestiría de rojo unos días.
Jesús escuchó a su hermano. Por eso, cuando José llegó a meta aquel día, casi un cuarto de hora después, y vio a su hermano rodeado de periodistas, no pudo evitar llorar de pura emoción. Sincera. Quizás, la más bonita que pudiera imaginar. Era su hermano pequeño.
Quizás no lo sepa Jesús, pero, cada día, cada entrenamiento, verle mejorar supone una motivación para él. Le inyecta en ganas de seguir sacrificándose, de querer seguir al lado de su hermano pequeño viéndole alcanzar la progresión que siempre le había vaticinado. La mejor terapia para poder superar al enemigo menos piadoso del ciclista. El paso del tiempo. Seguir potenciando un lazo tan fuerte que puede, incluso, privarle de momentos tan necesarios como el que está viviendo de nuevo, frente a la puerta de esa habitación.
“La vas a despertar, José", le susurran de nuevo. Él asiente, pero no cerrará sin observar de nuevo a su pequeña Leire. Duerme tranquila, dibujada en una suave sonrisa. Como si adivinara que su padre sigue haciendo las cosas bien. En favor de su tío Jesús. Sacrificios de sangre.
Rafa Simón - @rafatxus