El Café sigue humeante. El frio le hace fruncir el ceño, marcando aún más una característica arruga sobre su nariz. Jurgen adora los pequeños placeres. Y, todas las mañanas, después de llevar al pequeño Arton al colegio, se regala uno. El Café de Brug, en pleno centro de Boortmeerbeek, donde reside, a esas horas, susurra sosiego. Frente a su café, un libro de gramática le hace murmurar palabras en un español que se filtra en un profundo acento flamenco. Le divierten las “erres" españolas. Suenan rudas, diferentes. Como las de Agnes.
Fuera, el cielo, pintado en suave color plomizo, se mimetiza con los tejados de las casas. A lo lejos, frente a la pausa de las carreteras secundarias del pueblo, parece oírse el trasiego de las urbes. A un lado, se intuye Malinas. Más al fondo, Bruselas decide por Europa entre gabardinas de señores importantes.
Jurgen estudió allí la carrera de Educación y deporte, pero en la parte alta de la ciudad, ante el Bosque de Soignes, lejos de las decisiones políticas de la parte administrativa. Lo compaginó con su incursión en el ciclismo profesional con el Bodysol. En cuanto terminó, no hizo falta exhibirse mucho más. Aquel equipo era una fábrica de talentos y José de Cauwer, encargado de reclutar jóvenes promesas para el equipo Lotto, dio con él.
Jurgen aprendió, en pocos meses, a vivir rápido. A escuchar mirando. Muchos corredores eran iniciados en las clásicas. A él, en cambio, sin ser un esprínter puro, le intuyeron velocidad. “A este dejádmelo a mí", dijo un día Robbie McEwen. El Australiano bromeaba mucho con Jurgen. “Me voy a retirar dentro de poco, así que ya me puedes ayudar a ganar carreras", le dijo durante un entrenamiento. Él se lo tomó al pie de la letra. En pocos meses, llegó a convertirse en su último hombre. En el último eslabón donde coger impulso antes de lanzarse a por la victoria. A cambio, Jurgen lo aprendió todo de él. A esquivar el miedo. A volar en pura adrenalina. A manejarse entre manillares.
Sin embargo, los focos se fijaron en él por otro motivo. Con sólo 22 años, consiguió burlar a los grandes hombres del pelotón belga, imponiéndose en el Campeonato Nacional. “¿Quién era ese chico?", parecieron preguntarse al ser sobrepasados en meta. El público, ávido de nuevos ídolos, quería más.
Las victorias llegaron, pero en carreras de menor nivel. No tenía por qué ser un nuevo icono. Ni el relevo natural de Leif Hoste, Mario Aerts o de Robbie McEwen. Él en cambio, siguió haciendo su camino. Su padre le dijo que, hiciera lo que hiciera, siempre debía ser a su manera para que, si algún día se equivocase, sólo se lo pudiera reprochar a sí mismo. Por eso, aprendió a tomar decisiones en silencio. Otras, en cambio, siendo abroncado. En 2010, Marc Sergeant, Director principal de la Lotto en el Tour de Francia, estaba furioso.
Tras la primera etapa, en suelo belga, el equipo no se había dejado ver. Por eso, obligó a sus hombres a estar presentes en la fuga del día siguiente, camino de Spa. “Jurgen, tú serás uno de ellos, no hay discusión", reclamó. Jurgen, a pesar de que era su primera participación en la ronda gala, acató la orden. Aquel día, no dudó. Tras 17 kilómetros, enlazó una fuga plagada de grandes hombres.
Con el paso de los kilómetros, al contrario de lo que pensaba, notó que sus piernas iban realmente bien. Decidió atacar en la cota de Stockeu. Tan sólo Chavanel le alacanzó. Luego le dejó de rueda. Pero, como si de una mala jugada se tratara, kilómetros después, tras unos minutos de lluvia, las bajadas empedradas de las cotas Valonas se convirtieron en una pista de patinaje, dejando el pelotón sumido en un caos. Las caídas se producían sin cesar. Cancellara, que en esos momentos era líder de la carrera, ejerciendo de patrón, obligó a ralentizar la marcha a todo el grupo, como una protesta. Jurgen, que había ido sumando puntos para la regularidad durante el camino, fue obligado a regresar al pelotón. Tan solo Chavannel, desatado hacia la meta, se negó. Para colmo, los jueces de carrera invalidaron las clasificaciones de aquella etapa, por lo que Jurgen no pudo subir al pódium como líder del maillot verde de la regularidad. Fue una gran frustración.
Aún así, en Boortmeerbeek, a Jurgen no le recuerdan por eso. Ni por su podio en Flandes durante la dictadura de Cancellara o por el de San Remo el día que esquivó milagrosamente la caída de Fernando Gaviria a escasos 300 metros del final. Tampoco por haber dejado a Gilbert a los pies de la iglesia de Mollebeek antes de que el coche de Saxo Bank frenara delante de él, haciéndole saltar por los aires.
Cada flandrien tiene una historia en las clásicas. Las de Jurgen hablan de frio y nieve en San Remo, de codazos en el Poggio para llegar al puerto lo mejor colocado posible. De rozar con los dedos la gloria en el Tour de Flandes. De sucumbir a la potencia de Cancellara en Harelbeke.
En cambio, los aficionados, cuando le encuentran en la calle, o cuando le saludan en el Café del pueblo, le recuerdan siempre que él debió ganar la Gante-Wevelgem de 2015. Que debió atacar algo después. En esa edición, las tremendas rachas de viento empujaban a los corredores al borde de la cuneta. Rodar en equilibrio era casi una odisea. El frio, empapado en sibilina humedad, atoraba los reflejos del pelotón, inmerso en multitud de caídas. Pero Jurgen, cuando aún faltaban 70 kilómetros, atacó sin ningún tipo de compañía. Puso en jaque la carrera. Ni el potente Quick Step de Tepstra, ni el Lotto Jumbo de Sep VanMarcke conseguían acortar las distancias. Fue tan sólo en el tramo final de la carrera, cuando Katusha y Sky se sumaron a la persecución que, en medio de aquel vendaval de pedaladas alocadas entre adoquín y verdín, dieron con él.
Años después, en 2018, tras 10 años en la estructura Belga, Jurgen decidió dar un paso adelante. Quería cambiar de equipo. La decisión sólo obedecía a una premisa. Como le dijo su padre: seguir su propio camino para no lamentarlo después. No quería preguntarse al final de su carrera porque nunca había buscado nuevas metas. Con otros métodos. Otro programa. El BMC le propuso reencontrarse con un antiguo compañero: Greg Van Avermaet.
Greg era un buen tipo. Bromista. Trabajador. Pero, sobre todo, respetuoso. Él y Jurgen se entendían. De nuevo, en Flandes, Jurgen le posicionó frente al caos de Kwarmont y, en la Milan San Remo, tras proteger a Greg en el Poggio, éste le dio via libre en el sprint de la via Roma, donde fue quinto.
Mira por la ventana. Hoy tendrá que entrenar bien abrigado. Apura su taza de café. Trata de concentrarse sobre una frase cargada de “erres". Dichoso español. Pero hay una razón. Eusebio Unzué, mánager de Movistar, buscaba un flandrien. Alguien que posicionara de nuevo al equipo en las carreras del norte, pero que hablara algo de español. También con ganas de apoyar a sus grandes líderes en las grandes Vueltas, en las etapas llanas y ventosas. Jurgen cumplía el perfil.
Si hubo dudas, las disipó Agnes, su mujer. Sus padres, asturianos, emigraron a Bruselas en busca de trabajo en la década de los setenta. Ella nació allí. Años después conoció a Jurgen, cuando éste aún era sub23. Luego, se mudaron a Boortmeerbeek, en el corazón de Flandes, para que él pudiera entrenar alejado del tráfico de la capital.
Su decisión le ha llevado a abandonar equipos donde el flamenco imperaba. Ahora, es el español el que inunda su teléfono, sus ratos libres. Sus ratos frente al televisor. Sus bromas con Arton. A pesar de que Jorge Arcas, su compañero de equipo, se empeñe en facilitarle las cosas. Jorge siempre recuerda que le impresionó su sencillez. Que, cuando coincidían en las clásicas, nunca se mostró altivo con él, al contrario. Siempre amable, con una conversación. Aunque a Jorge le tocara ir con la lengua fuera.
Jurgen sale del Café. Tranquilo. No parece que vaya a llover. Le espera un largo entrenamiento por carreteras con historia. Flandes se preparara para recibir a las clásicas. En apenas un mes disputará la Omloop, la primera del calendario. Esta vez como líder de equipo. Con Jorge Arcas de gregario. Siempre como flandrien, pero españolizado.