“Pues cuídate mucho”, recibe a modo de despedida. De consejo. Su vuelo está a punto de salir. Sin apenas tiempo de alargar un beso, sonríe. Tímido. Cauto. Hace un mes y medio el camino entre aquellos pasillos llenos de veraneantes era el inverso. De vuelta a casa. Hoy se lleva ilusión en un cuerpo a medio hacer, que trajo tan delgado como tullido, empapado en rabia que reptaba entre costillas y ojeras.
Nada es fácil en el ciclismo. Cada caída es un recuerdo en el cuerpo. Un tatuaje de doble filo. Que avisa, pero que también atemoriza. “No lo vuelvas a hacer, pero no te rindas”, parece decirle.
Como si fuera ayer mientras busca su asiento, se visualiza de nuevo, en la camilla, escrutando los gestos del Doctor, que fruncía el ceño. Afanado. El cuerpo es un engranaje perfecto. Articulaciones, tendones, músculos, órganos. Todo va perfectamente unido. Como un reloj. Pero cuando se estropea, necesita de manos expertas. Como las de un relojero. “Esto te va a doler un poco”, previene. El aviso ha llegado en diferido. El grito de Rodrigo, que algo veía venir, lo ha precedido con claridad. Es el tercer punto de aproximación. Por precaución.
Los que dolieron de verdad fueron los 25 anteriores. Juntos forman una línea estriada que recorre una de sus clavículas. La que se partió hace apenas un mes. En Japón. Fue la consecuencia de una caída seca. Desafortunada. Pudo incluso no haber ocurrido nunca.
Una semana antes, disputó el Tour de Japón. La consigna era clara. Trabajar para Óscar Pujol, líder indiscutible del equipo para la gran prueba nipona. El gran objetivo del equipo. Araque se mostró combativo. Leal. Siempre cubriendo a su compañero. A su amigo. El que le llevó al equipo. Porque confiaba en él.
Tras terminar, y debido a las caídas de dos de sus compañeros, Benjamí Prades y Nathan Earle, le pidieron disputar el Tour de Kumano, lo que aceptó sin dudar. Esa carambola le llevó al último kilómetro de la segunda etapa. A un absurdo sprint por la decimosexta plaza en la serpenteante ciudad de Akagigawa. A los sprinters siempre les gusta pelear la posición, calibrar sus sensaciones. Por eso decidió estirar el pelotón, aprovechando que Jon Aberasturi, su hombre rápido, viajaba a rueda. Sus ruedas silbaban en cada viraje, hasta que, a falta de unos metros, cuando su trabajo ya estaba hecho, decidió retirarse de las primeras plazas. Convertirse en un “seto”. En ese momento, un sprinter japonés, totalmente pasado de frenada, le embistió. Rodrigo cayó al suelo con los reflejos atenazados por la embestida. Su hombro impactó primero. El lateral de su mano después.
Tras una caída. Las pulsaciones se detienen. Por el impacto. Luego, tras el aturdimiento, se disparan, cuando uno trata de incorporarse, por el miedo. Hasta que, un ligero mareo, avisa al cuerpo para que no se mueva. Para no ser embestido de nuevo por una nube de ciclistas que, tan sólo guiados por el instinto, tratan de llegar a meta sin apenas levantar la vista de su manillar.
“Bueno chico, tengo que pedirte paciencia, ya lo sabes”, replica el doctor, mientras abre la puerta. Araque asiente. Mudo y mentiroso. Las palabras suenan huecas. Su cuerpo, su reloj, no conoce el tiempo. Sino las prisas. Bien las conoce su madre, que, ella si, paciente, espera al otro lado de la sala.
Ella es ahora su “taxista”. Un frenazo conduciendo. Cualquier gesto obviado de la vida cotidiana podría retrasar su preparación. Y la jornada sigue. Debe llevarle al osteópata. La caída desestabilizó su cuerpo. Desde las costillas hasta el cuello. Dolores mudos. Perennes desde hace días. Aunque ya no necesite de morfina, su fiel aliada tras la operación. Construir un hueso partido en cinco partes deja secuelas a corto plazo.
Sin embargo, no derramó ni una lágrima. Ni siquiera cuando, de Japón, voló a Madrid hasta llegar a los brazos de sus familiares. Siempre acompañado por su Director en el equipo, Pablo Urtasun. “Aquí os dejo al pieza éste”, bromeó. Pablo se portó como un padre. Por dos razones: porque ha sido corredor y porque también tiene hijos. Decidió volverse con él a España. Desde la caída no le dejó ni un momento. La víspera del vuelo le hizo la cena en la casa del equipo. Le acostó. Le preparó el desayuno. También ha sido ciclista.
Allí, en el aeropuerto, esperaban su padre y Lucía, su novia. Ella sabe mejor que nadie que la vida de su chico no es fácil. Que el invierno fue demasiado largo, frio, pero sobre todo tenso. Tardó mucho en debutar. El equipo lo estaba haciendo bien y no le llamaban para ir a correr. Tuvo que esperar hasta finales de marzo para hacerlo, en la Vuelta a Taiwan. Viajó del frio seco al calor húmedo en un solo día. Sin apenas aclimatación previa. Acabó cuarto en la general aún cuando su trabajo consistió en hacer lo que mejor sabe: ayudar a sus compañeros. El premio pudo ser mayor, pero ganó algo mucho más preciado. La confianza del equipo.
Dicen que Urtasun les ha unido mucho. Que con bromas se suplen las barreras lingüísticas. Que ser de un país u otro da igual. Que un día será el compañero el que se sienta un inmigrante. Por eso, cuando corrieron la Vuelta a Asturias, Araque dejó a su familia para visitar a Yusuke Hatanaka y Michimasa Nakai en Pamplona, donde el equipo había alquilado una casa para que ambos estuvieran entrenando hasta correr la Vuelta a Asturias. Les llevó a la calle Estafeta, para que sientieran lo que sienten los pamplonicas. Luego entraron en una tienda de souvenirs. Les disfrazó de corredores de encierros. Les hizo sentir en casa. Todos somos emigrantes.
Rodrigo se lleva la mano al cuello. Uno no acaba de acostumbrarse al dolor. Aunque conviva con él. Con el reloj que no corre a su favor. El mismo día de la caída, Tadahiko, uno de los Mánagers del equipo, le dijo que se lo tomara con calma, que le valía con estuviera de vuelta en septiembre. Rodrigo, aún embalado en vendas, sin conocer el alcance de su lesión, le dijo que le inscribiera para el Tour de Qinghai Lake, que allí estaría.
La razón, la conoce bien su entorno. Se sufre cuando la incertidumbre, es la que acecha. Tener plazos, es un lujo. Ser ciclista, también. Antes de fichar por el equipo japonés, su preocupación, cada mañana, era verse un poco más mayor, retrasar una salida profesional. Que le duela el cuello, que le cueste frenar bajando o que aún vaya desequilibrado, es un mal menor. Además, en Ukyo, se siente agusto, desde su debut, en el Tour de Ijen, el año pasado, hasta hoy. Aquel día, le preguntaron si tenía nervios. Respondió que no, que eso era para los que tenían que ganar. Ayudar libera bastante.
Aunque su chica, Lucía, quizás no lo vea así. Quizás prefiera tenerlo más tiempo en casa. Disfrutar de la rutina de un paseo por el agrietado Portillo, su pueblo. De hablar de proyectos juntos, mientras tiran de Roko, su incansable perro. Ella no es así. Acepta de buen grado verle feliz. Que haya superado el miedo a irse lejos para ser ciclista. En el equipo está bien. Ukyo, el dueño del equipo, sabe que son europeos. Que necesitan ver a sus familias. Por eso, cada dos meses los corredores vuelven a casa. A recargar pilas.
Y no tiene más que observar a Rodrigo. No deja de mirar al reloj. Busca el tiempo que no tiene. Tiempo para calmar sus dolores. Para alargar sus horas de entrenamiento en bicicleta. Qinghai Lake espera. Lucía sonríe. Ya está en el avión. “Pues cuídate mucho”.
Rafa Simón
@Rafatxus
Fotos:
- M. Chie
- Road and Mud