Bajo un abultado flequillo rizado propio de los chavales de ahora se esconde una frente sesuda, impropia de la edad que atesora. Su mirada destila no sólo pasión por el ciclismo, también ambición por lo que sabe que, tarde o temprano, va a salir de sus piernas.
Su sonrisa se abre hacia afuera cuando recuerda sus inicios, el acierto que tuvo al seguir las pedaladas de su padre con apenas siete años, alejándose del calcio. Desde entonces no ha parado de crecer como ciclista.
Quien se dio cuenta de su potencial desde que era un adolescente fue Roberto Reverberi, mánager del Bardiani italiano. “Giulio, voy a tratar de que crezcas como ciclista para que cuando seas World Tour y te pierda la transición sea lo más fácil posible”, le dijo entre bromas.
Pero Roberto bromeaba totalmente en serio. Giulio tenía un gran potencial y en cuanto terminó su último año de junior le fichó para su equipo. Firmo a un chaval apenas salido del colegio que no había cogido un avión en su vida. Un ciclista de pueblo, de San Severino de Marche, cuyo mayor placer era quedar con los amigos por la tarde.
Tres años después de aquella conversación llegó aquel grito por radio: “Acaba de arrancar Pogacar, aprieta los dientes chico, viene decidido a por la etapa”, exclamó Roberto desde el coche. Ascendían el Monte Pana en la decimosexta etapa de un Giro de Italia al que Giulio acudió, aun siendo su primera participación y el más joven en carrera, con la idea de ganar una etapa. Obvió la premisa de la prudencia del novato. Su ambición innata sabía que los resultados previos en el Giro de los Alpes le había dado la confianza suficiente como para, al menos, intentarlo.
El resto de escapados ya habían sido sobrepasados por la fina silueta del insaciable esloveno que buscaba una enésima victoria más en aquel Giro. Giulio apretó los dientes, confiaba en poder alzar los brazos pero, apenas a 700 metros metros de la línea, cuando fue violentamente sobrepasado asumió que la victoria no sería suya. En aquel momento, quiso lanzarle un improperio. Pero rápidamente entendió la nobleza de un deporte en el que no se regala nada.
Además, Pogacar era su ídolo. Se atrevió a pedirle una foto en la edición de la Strade Bianche que ganó por primera vez. Pero esta vez, a pesar de la derrota, el regalo iba a ser mayor. Una vez cruzada la línea de meta, cuando ambos se dirigieron al podio, el campeón esloveno se dirigió a él, regalándole las gafas y la maglia rossa de aquel día. Giulio, atrapado en una catarata de emociones, rompió a llorar ante el gesto del esloveno.
Días después, su sgente amplió el premio. Sus grandes resultados habían despertado el interés de equipos importantes, entre ellos el del Red Bull - BORA - hansgrohe de Primoz Roglic. “¡Quiero ir allí, no tengo dudas!”, celebró Giulio. Roberto fue el primero en alegrarse por el logro de su pupilo. Su presagio se había cumplido, y Red Bull era un fantástico destino.
Desde entonces, su vida ha cambiado poco a poco. Ahora vive en San Marino, en el mismo edificio que Isaac del Toro, su gran rival en aquel Tour del Porvenir de 2023 el que ambos pelearon por un triunfo que se decantó a favor del mexicano. Ahora, además de su vecino, es un gran amigo.
Por otro lado, su integración en su nuevo destino ha sido fácil: sus compatriotas Gianni Moscon y Matteo Sobrero le han facilitado el camino y él sigue esforzándose con el inglés. Sin embargo, cuando los periodistas le recuerdan que en Italia le consideran el futuro del país su rictus cambia, se pone serio. Dice que no le afecta, que él se limita a hacer su trabajo: entrenar, cuidarse y descansar. Y que luego la carretera le pondrá en su sitio.
Ante la presión tiene el escudo del equipo germano, que le ha dejado claro que su objetivo es crecer de manera paulatina. Este año no volverá al Giro. A cambio, conocerá la Vuelta a España. Entre medias, está feliz. Coger vuelos ahora es algo natural. El último le llevó al Teide, donde se encuentra concentrado en altura con varios compañeros. Otro le llevará a su pueblo, a recargar las pilas. Más adelante encontrará otro que le lleve hacia el éxito, con la misma velocidad con la que ascendía Monte Pana, aunque aún no haya prisa para cogerlo.