Aquel sprint en Wujiang tenía un cariz claramente internacional. Daniel Barbor, el checo del Caja Rural, avanzaba por un lado, por el otro, Jason Tesson, del Total Energies y Jakub Mareczko, del Corratec, pedaleaban con básica crudeza a escasos centímetros del otro. Velocidad consumada e impulsada por trenos dibujados en marcas conocidas en el ciclismo. Todas tuvieron que doblegarse, por segunda vez en aquella competición, ante un grupo de estonios enfundados en un maillot de un equipo mongol.
Oskar hizo el primer esfuerzo, Mihkel tomó el relevo en el último kilómetro y en los últimos metros, tan sólo con mirarse una vez, Martin supo lo que tenía que hacer para honrar el trabajo de sus amigos.
Así se aficionó al ciclismo. Organizando carreras improvisadas entre amigos y vecinos en un pueblo a las afueras de Tartu, donde aquel deporte sólo era concebido como un entretenimiento de niños. En cambio, en la ciudad, Rein Taaramae, uno de los referentes nacionales junto a Jan Kirsipuu, tenía una escuela de ciclismo donde formaba a los chicos de la región que quisieran probar suerte. Martin leyó en las noticias locales que buscaban chicos de su edad y se interesó. Tres años después, al acabar sus estudios en el Instituto, su relación innata con la velocidad llamó la atención de Rein: “Hay un equipo en Francia que busca un sprinter, ¿te gustaría probar allí como amateur?’”, le preguntó sin rodeos. Martin no titubeó.
Aprender el oficio en Francia le supuso dar una serie de pasos importantes: El primero, vivir alejado de su familia, el segundo, pegarse con un idioma que en nada se parecía al suyo. El tercero, aprender a correr allí hasta que un equipo grande se fijara. El que lo hizo fue el Delko, originario de la calurosa y pícara Marsella.
Martin sintió que sus esfuerzos quedaban recompensados. A cambio, aquel cielo de la Costa Azul tornó en un gris perenne desde un primer momento. No dejó de encadenar lesiones, empañadas aun más con una mononucleosis que sólo fue detectada tras un control sanguíneo rutinario. Aquello daba sentido a muchos meses sin haber podido encontrar su nivel. Pero el diagnóstico llegó tarde. De haberlo sabido, hubiese descansado antes. Por desgracia, el resultado médico se encontró con un chico mentalmente hundido que no recibió la comprensión del equipo francés.
Afortunadamente Mihkel Raim, otro de los chicos que había sido enviado a Francia para aprender a ser ciclista, le animó a mandar correos a equipos asiáticos o americanos. Uno de sus mensajes recorrió el Atlántico, como si hubiera sido enviado en una botella. El estadounidense Team Illuminate, donde corría Chris Horner, ganador de una Vuelta a España con 40 años, encontró aquel grito de auxilio. Sin saberlo, Martin estaba ante sus dos mejores años como ciclista. El Illuminate era un equipo familiar, ajeno a la presión del triunfo y siempre estuvo dispuesto a aportar la calma que necesitaba para desplegar sus victorias, hasta ocho, como hombre rápido.
“Sam Bennet va a dejar el equipo y buscamos un hombre que pueda formar parte del grupo de confianza de Ackermann”, escuchó perplejo. Le hablaban de trenos cuando pensaba que el suyo propio ya no pasaría por la experiencia del World Tour. Iba a formar parte del equipo BORA - hansgrohe.
Además de trabajar para el sprinter alemán también le dieron la oportunidad de brillar con luz propia. La primera, en el Tour de Eslovaquia, fue la que ratificó su notoriedad internacional. En cambio, la que consiguió en el Tour de Noruega fue la más especial. Lo fue porque supuso batir a Alexander Kristoff en su propia casa. Lo fue porque daba sentido a tantas horas de tristeza buscando explicaciones frente al Viejo Puerto marsellés.
Lo que no sabía era que, de nuevo, todo se iba a torcer para él. El equipo germano empezaba a decantarse no sólo por hombres más jóvenes, sino también por corredores destinados a hacer cosas importantes en las Clasificaciones Generales.
Tras varias opciones, tuvo que aferrarse a un único año de contrato con el Astana Qazaqstan Team. El acuerdo fue tan fácil como difícil todo lo que tuvo que sufrir después. En pretemporada sufrió varias enfermedades que no le impidieron debutar con el equipo en Australia, donde sufrió una caída que le hizo pasar por el quirófano. Tras la rehabilitación, sólo comenzó a encadenar competiciones en verano, pero, de nuevo, otra enfermedad, esta vez el COVID, le devolvió a un estado de desesperación con el que el equipo kazajo nunca empatizó. Fue su peor año como ciclista.
“Este proyecto puedes ser bonito. Oskar [Nisu] y yo estaremos allí, ¿por qué no te animas?”, le lanzó Mihkel Räim, su gran amigo. Desde aquella decisión, han vuelto las victorias. A veces en carreras absurdas para un europeo donde deben comenzar a las seis de la mañana y finalizar a las nueve porque a partir de esa hora la policía local se ve desbordada por el tráfico local y no puede controlarlas. Ha llegado a disputar hasta treinta etapas seguidas así. Otras, ante aquellos hombres con los que se codeó enfundado en maillots más glamurosos. Hoy, bajo su equipación mongol del Ferei Quick-Panda Podium vuelve a ser feliz. Aunque a veces se desespere por enseñar a los corredores locales cosas tan básicas para alguien que ha corrido pruebas de primer nivel. Sabe que muchos no han tenido las oportunidades que tuvo él.
Lo próximo, aunque ha tenido la oportunidad de volver a ser procontinental, será cerrar un bucle que empezó en aquellas carreras improvisadas de niño. En 2025 correrá en el continental Quick Pro Team, un proyecto totalmente estonio. Allí coincidirá de nuevo con Oskar Nisu y Mihkel Räim, su treno de confianza. El equipo más familiar.