“Yo no soy futbolista, pasear por Vicálvaro no es ningún problema, no me conoce nadie”, señala con una humildad casi impensable para todo lo que se habla de él. De hecho, luego se irá al Gimnasio del Centro Comercial donde, seguramente, pase inadvertido entre los chavales de corte de pelo afilado y ataviados con chaqueta acolchada entre los que se irá mezclando. A apenas unos kilómetros de allí, el gran Madrid comienza a iluminar un cielo cada vez más oscuro. Brillo soterrado.
Pablo todavía no se ha mudado del barrio. Considera que su familia es el mayor equilibrio que necesita ahora, el que le hace sentir que todo va bien cuando asoma la presión. A cambio, sigue teniendo que compartir habitación con su hermano, al que le suena el despertador a las siete de la mañana para desayunar e irse a clase y le corta el descanso que sigue necesitando más que nadie.
Es de discurso fácil, ligero, lanzado aun con la inocencia de unos rasgos limpios de toda arruga que sin duda trazarán los esfuerzos al límite que tendrán que venir. También es generoso, no se olvida de quien le empujó a cambiar el chip. Puede que incluso se cruce con él al doblar una calle. Fernando Bernal, el entrenador que tuvo en cadetes en el Coslada, le ayudó a conseguir terminar en el pelotón las carreras.
Antes de todo eso a él lo que le gustaba era el fútbol, pero lo tuvo que dejar porque sus rodillas no llevaban bien el impacto. Ya en escuelas, tan sólo se sentía ciclista cuando salía con sus primos y su padre. Sólo soñaba cuando, por las tardes de verano, veía el Tour o la Vuelta con su abuelo frente al televisor. Por aquella época le alucinaban las proezas de Sagan o Valverde.
Pero, hace apenas dos años, cuando comenzaba su segunda temporada pintada en varias victorias como juvenil en el Sanse madrileño, sus dirigentes quisieron orientar su trayectoria a la vieja usanza. Hilo directo con el profesionalismo, sin intermediarios. “Matxin, tenemos un chaval que tienes que seguir, tiene madera, ya lo verás”, le dijeron por teléfono.
Al Director Deportivo del UAE Team Emirates, conocido por su gran ojo para detectar jóvenes promesas, no le falló su olfato. A mediados de temporada habló con Pablo y le explicó que estaban formando un equipo de desarrollo dentro de la estructura. Él no tenía aun ninguna oferta, pero, aunque la hubiese tenido, no se lo hubiese pensado ni un segundo.
El año siguiente, apenas pudo ser consciente de lo que iba a conseguir. Acudió al Giro de Italia sub23 sin haberse codeado con los rivales a batir, pero terminó segundo en la Clasificación General. Semanas después, fue capaz de ganar una etapa en el exigente Giro de Aosta incluso durmiendo sentado con la espalda apoyada en la pared debido a un fuerte golpe que sufrió en las costillas.
Pero lo mejor estaba por llegar. Con la confianza por las nubes, Pablo se presentó en la salida del Tour del Porvenir sin marcarse ningún límite. Tras ganar una etapa, perdió el liderato el día siguiente. Entonces llegó a una determinación: La última oportunidad estaba en el Colle delle Finestre. Atacaría desde abajo, sin importarle el resultado ni la clasificación.
Aquel día, Pablo no sólo ganó la etapa, también lo hizo con unos registros que le catapultaron al interés del gran público. A las críticas y elogios de las traicioneras redes sociales. Pero, sobre todo, al abrazo de sus padres en la línea de meta, el que siempre le libera del lastre de la presión.
Tras la carrera Matxin volvió a llamarle. Pero esta vez le habló de correr al lado de Pogacar, de firmar un contrato largo, de ser profesional en el primer equipo, el del World Tour.
A pesar de todo eso, posiblemente el chaval con el que se acaba de cruzar camino al gimnasio no sepa que Pablo acaba de correr en Australia junto a los mejores corredores del mundo y que, incluso, ha aportado su granito de arena para que su compañero Jhonatan Narváez consiguiera la victoria final en el Santos Tour Down Under. No es un futbolista.
Sin embargo, dentro de su móvil, los detractores e impulsores siguen disparando conclusiones sobre su futuro que él sabe asimilar con prudencia, sin la euforia que pueda desatar el error de caer en la vanidad, pero con la racionalidad suficiente para obviar a aquellos que se empeñan en criticar a un chaval de apenas 19 años.
Si alguien le preguntara qué opina cuando en España se habla de él como “ciclista maravilla” o de “la nueva gran sensación” diría que aún no ha hecho nada, que lo que admira es la trayectoria de sus compañeros Jan Christen o Antonio Morgado. Sabe que, si quiere ser profesional, la presión no ha hecho nada más que empezar para un simple chico de Vicálvaro que seguramente destacará, aunque ahora lo deba hacer bajo la sombra de la prudencia. Brillo soterrado.