Los obstáculos con los que la vida desafía a los seres humanos son constantes metas a las que todo hombre quiere llegar. Rebasar. Espinas clavadas. Para superarse a sí mismo. Por simple orgullo propio. Contador las tiene marcadas en cada contrarreloj en la que se mide a Levi Leipheimer. Mal sueño. Se cuelga los números como referencia. Todos desfavorables. El americano siempre le deja con las ganas. Escollo invencible. Eterno. También en
Fue un guiño el del americano al tiempo, pero también con la brisa que azuzaba sobre sus gafas cuando ascendió la rampa de salida. Antes de tiempo. La loca primera etapa le dejó descolocado, en mala posición con respecto a sus rivales. A Leipheimer no le importa. No necesita más referencias que las suyas propias. Imperturbable. El vendal desatado en Palencia le retrasó más de la cuenta. Séptimo en el primer paso intermedio. Perdido. Pero no solicitó más referencias que las suyas propias. En el kilómetro 19 ya había ascendido dos puestos. A partir de ahí, el viento firmó un concordato con el americano. Pacto. Y el huracán se transformó en torbellino favorable que lo impulsó hasta la meta. Resultado demoledor. Rompió los esquemas de Iñigo Cuesta y el Cervélo, que esperaba saborear por más espacio de tiempo. Pero los minutos estaba con Leipheimer. Como siempre. Ni David Zabriskie.
Una hora más tarde, los palentinos se congregaban en la salida. Otro Astana pesaba su bicicleta minutos antes de salir. Ídolo de masas. Alberto Contador impulsaba con mimo los pedales. Calentaba motores. Los niños gritaban detrás de él, solicitándole que frenara. Que echara el pie a tierra. Que posara para una foto y estampara su firma en uno de las decenas de pedacitos de papel que le acosaban. Pero Contador, a diferencia del resto de los días, hizo caso omiso. Se congeniaba consigo mismo. Para sus adentros. Solo breves sonrisas. Y vueltas de un lado a otro. Concentrado. Juramento al cielo. Para echar por tierra los números que decían que no saldría ganador. Los mismos que le dejaron a ocho segundos de la medalla de bronce en los Juego Olímpicos de Pekín. Los que le dejaron sin ganar la cronoescalada de Navacerrada, en la penúltima etapa de
Cambia el viento
Los mismos también que fueron esquivos con él en Angouleme, en la penúltima etapa del Tour de Francia en la que selló su victoria en la general, pero en la que no pudo sumar una victoria a su engrosado palmarés. Y todos con la misma bestia como protagonista. Levi Leipheimer. El invencible. Miraba de reojo a la meta, a escasos metros de la rampa de salida. Cómplice. Quería coparla con su cronometrada. Le susurraba que era su día. Que tenía que romper el hechizo y hacer añicos a su escollo invicto. Caso omiso. Leipheimer tenía su pacto sellado con los tornados. Cambiaron de sentido cuando Contador se echaba a las calles de Palencia, escoltado por miles de aplausos. Por ellos no pudo escuchar el murmullo del viento que cambiaba a placer de Levi Leipheimer. Donde antes era contrario, al inicio de la etapa, se tornaba favorable. Impulsó a Contador.
Pero desgastó sus piernas más de la cuenta. Casi desgastado, cuando esperaba ser impulsado por sus piernas, el remolino palentino lo envolvió para retrasarse. Markel Irizar se pegó a su rueda cuando el madrileño se afanaba por doblarlo. En vano. Contador ponía su mente en la rueda trasera. En la posible sanción por ir a rueda más de la cuenta. Turbado. Perdió segundos que valían por un maillot granate. El del liderato. Otra contrarreloj que se le escapa a manos de Leipheimer. No le importa. "Este resultado es un éxito, viendo las diferencias que ha habido". Entre palabras murmullaba. Éxito a media tinta. Mejora, pero sigue sin conseguir superar a Levi Leipheimer. Otra vez con las ganas. Un sometimiento a ese escollo invencible.