Compitiendo por marcar el mejor registro en un trazado de diecisiete kilómetros, cinco grupos de treinta y seis corredores. En cada uno, dos ciclistas por equipo participante: un 'líder' y un 'gregario'. A los primeros los eligen los organizadores a razón de cuatro por conjunto, mientras el resto queda a la libre designación de sus directores para terminar de perfilar sus cinco dúos. Se vestirá de líder quien encabece el grupo que marque mejor resultado y los tiempos individuales contabilizarán para la clasificación general. Con la base de este sistema tan heterodoxo incluso a ojos actuales comenzaron dos ediciones de la Vuelta a España de hace tres décadas. Serían las de mil novecientos ochenta y ocho y mil novecientos ochenta y nueve, siendo recordada sobre todo la primera por ser la única en la historia que ha pisado las carreteras de las Islas Canarias hasta hoy. Desde el pelotón se reaccionó con una mezcla de asombro, temor y, al final, resignación. La organización fue clara aplacando cualquier posible veto a este innovador sistema tras la reunión de la víspera; se dejaba claro que había un reglamento aprobado previamente por Federación y equipos y estos eran muy libres de querer participar o no. Como consuelo menor, la norma del kilómetro final vigente entonces se ampliaba, triplicándose y eximiendo de pérdidas de tiempo a quien pinchase o sufriese alguna avería dentro de los últimos tres mil metros. El primer año ganó, para sorpresa general, Ettore Pastorelli [arriba, en la imagen de la izquierda], un desconocido integrante del recordado conjunto Carrera que había sido de los últimos en llegar a Canarias tras disputar la Amstel Gold Race -la Vuelta comenzaba entonces justo después- apenas cuarenta y ocho horas antes. El italiano se acabaría llevando su triunfo más importante como ciclista profesional tras encabezar el grupo de teóricos favoritos a la general compuesto por los Pino, Millar, Kelly, Dietzen o Lucho Herrera. En algunas llegadas masivas de aquella edición -y de las dos siguientes- de esta misma carrera seguiría exhibiendo sus cualidades de velocista, aunque sin la chispa suficiente para repetir éxito. Pese a la crítica generalizada, la fórmula se repetiría en las calles de La Coruña, aunque dulcificada con la reducción del número de tandas a tres, y un sistema de cómputo de tiempos donde las pérdidas máximas quedaban limitadas a quince y treinta segundos por grupo. En esa segunda ocasión la lluvia deslució el resultado de los favoritos, y la victoria acabó en manos de otro desconocido que había encabezado anteriormente una serie previa formada por teóricos secundarios, el belga Marnix Lameire [arriba, en la imagen de la derecha]. Al igual que Pastorelli, este ciclista del ADR -formación que recuperó a Greg Lemond para el máximo nivel esa misma temporada- conseguía su mejor resultado profesional en la segunda edición del artificio de los antiguos gestores de Unipublic. Algo no funcionaba en un invento que finalmente sería reemplazado en la siguiente edición por un arranque en forma de crono disputada por equipos de tres corredores. Del rigor con que alguno acogió sendos triunfos dan buena cuenta las hemerotecas, donde es posible ver cómo al belga se le rebautizaba esos días como ciclista con nombre de agente secreto -en alusión al detective Joe Mannix, popular en nuestra televisión en los años setenta-, y lo peor, al italiano como Pastorelli de ovejas...