"Quedan veinte kilómetros, atentos", resonaban radios. "Quince. No os despistéis". Se quemaban los pinganillos a base de alarmas. "Cinco kilómetros y entramos, estad alerta". Las comunicaciones vía ciclista-director echaban chispas. No era la meta de Emmen la referencia donde poner en juego los cinco sentidos. Eran las piedras. Adoquines en la Vuelta. Dulce locura incalculada. Impensable en la ronda española. Genial, aunque no por ello escasa. Apenas 600 metros de manillares traqueteando, inesperado movimiento del que las bicicletas se olvidan cuando pasa el temible mes de abril, el de las clásicas, al que España apenas presta atención. Corto en cuanto a duración pero centro de todas las indicaciones para el pelotón que encaminaba sus pasos a Emmen, la ciudad construida a base de suburbios. Edificada solo en un sentido, el de las agujas del reloj. Así, como relojes puntuales, acostumbrados al menester de guiar un sprint masivo se pusieron los hombres del Columbia a tirar del pelotón nada más pasar el adoquín. Innovación intrascendente para la Vuelta. Pequeño progreso al fin y al cabo. Por inercia y costumbre se puso el temible tren de Cavendish a tirar del gran grupo. Pero no, esta vez no tenían a su jefe supremo. Reposa la fiera de Man afilando dientes para los Campeonatos del Mundo mientras cede su puesto de honor en la Vuelta a España a André Greipel, la mejor excusa para que el Columbia dictara las primeras sentencias flagelantes en la carrera con un pelotón hecho añicos donde el mayor castigo reparó en Andy Schleck y la condena fue para Samuel Sánchez. Desaforados en segundos de retraso.
Dieciocho fueron a parar al Campeón Olímpico. Nada sentenciosos en apenas dos días de carrera pero cruciales en lo que a posicionamiento para la primera contrarreloj, la de Valencia se disputará dentro de seis días, se refiere. Pena por mala colocación. Exceso de nerviosismo. Intentó no pecar de él Andy Schleck, bien posicionado antes del tramo de adoquín, pero retrasado después en la estrechez de las carreteras. Treinta segundos le cayeron en meta al pequeño de la saga familiar ciclista más genial de Luxemburgo. Unido al tiempo perdido en la crono, ya supera el minuto de desventaja respecto al líder, Cancellara. Cabeza clasificatoria de rebote por el encallamiento en el sprint final de Tom Boonen. Las operaciones matemáticas le daban al belga siempre el mismo resultado: oro en Emmen. Pero no pasó de la calculadora. Números irreales. Porque con un segundo puesto le hubiera bastado al del Quick Step para arrebatar el liderato a Cancellara. No hay tesoros en los suburbios del noreste de los Países Bajos. Allí fue a parar, extraviado y exhausto. Apenas disputó la llegada masiva en la que Gerald Ciolek desquitó su rabia contenida durante todo el Tour y terminó de condenar a los grandes nombres de la Vuelta con segundos perdidos, disipados entre los extramuros de la holandesa Emmen.
Sabatini, segundo
Hay algo de español en Gerald Ciolek. Apenas se diferencia. Casi no se ve. ?Un aire?, dice el alemán del Milram. El mismo viento esperanzador que a la Vuelta le insufla su excursión al norte de Europa. Superpoblada parece Holanda en comparación con España si por número de público presente en las carreteras, cantidad ingente de nuevo en la segunda etapa, se contara la densidad de población. Blanca y rubia. Como Ciolek, teutón amante de lo hispano. Es en las carreras españolas donde mejor se ha desenvuelto esta temporada y así lo refleja su palmarés, con dos victorias conquistadas, una en la Challenge de Mallorca y la otra, la de la segunda etapa de la Vuelta a España, de permiso en Holanda. Con ellas acumula un sinfín de segundos, terceros, cuartos y quintos puestos en etapas del Tour de Francia. Siempre en posición secundaria. La que le dejaba Mark Cavendish. El centro del objetivo, y del sprint era para el jaguar de la Isla de Man. No se dejó engañar Ciolek esta vez, cuando, como si de un espejismo cruel se tratara, el Columbia intentó desbaratarle colocando a siete de sus nueve hombres para controlar el sprint. Hábito. Costumbre cada vez que el plano se muestra llano en una llegada. Pero esta vez no. Cavendish, la pesadilla viviente, reposa. Solo Tom Boonen, Óscar Freire y Tyler Farrar se miden a él, como en el pasado Tour de Francia, por esas victorias que el joven Cavendish les birló. Antagonismo.
Por eso, por incompatibilidad se marchó Gerald Ciolek del Columbia-High Road en el 2008. No caben dos velocípedos en el mismo corral. Acaban estrellándose, chocando por la velocidad innata que llevan. Se fue al Milram, al equipo que apuesta por sus 23 años rebosantes de juventud y progreso en cada sprint de las grandes vueltas. Lo hizo en el Tour, sin premio, descorchados todos por Cavendish. Lo hace también en la Vuelta, con los mismos rivales, a excepción de su más peligroso verdugo. Farrar, Boonen y Freire. A los tres mandó Gerald Ciolek a los suburbios de Emmen. Represalia de imposición. Se construyeron por el lado derecho de la ciudad cuando incesantemente crecía tras la Segunda Guerra Mundial. Alfoces para dar cabida a todos, pobres y ricos. Los de poca consistencia se quedaron en el extrarradio derecho. Por ese lado asomó también Boonen para disputar el sprint de la segunda etapa de la Vuelta. Aceleró demasiado pronto, aunque por lo menos apareció, al contrario que Óscar Freire, perdido. Ambos fueron directos al suburbio. Como Daniele Benatti, borrado del mapa y suplantado por su compañero Fabio Sabatini en los metros finales, los que le condenaron a la segunda posición. Límite de la ciudad para ellos. Extramuro. Allí llegaban después, castigo temprano, Samuel Sánchez y Damiano Cunego a 18 segundos. Más tarde lo hizo Andy Schleck, casi despreocupado, con 28 segundos que lo alejan a más de un minuto en dos etapas de la lucha por la Vuelta a España.
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