Tyler Farrar no le tiene miedo a nada. Y no es para menos. Percibe el penoso caminar de su padre, atrapado a una silla de ruedas desde que un accidente le dejó paralítico cuando estaba entrenando para sus carreras cicloturistas. Viéndole a él, dice Farrar, que lo demás no tiene importancia. "Cualquier dificultad que tenga en carrera no me da ningún respeto cuando él se enfrenta al día a día en esas condiciones". No hay caída que valga, imprevisto, lesión o rotura que pueda con él. Pensando en aquello, con la imagen de los neumáticos atornillados a la posadera sobre la que su progrenitor camina, el hombre admirado por ese muchacho al que metió el gusanillo por la bicicleta cuando le acercaba a las cunetas de los puertos del Tour y de la Vuelta a España cuando era niño, Farrar, ya crecido pensó que nada, ni una enfermedad gástrica como la que sufría en Málaga, ni los vómitos de aquella noche infernal, ni la rampa mortífera de Valdepeñas iban a apartarle de seguir poniendo los imperdibles al dorsal mañana tras mañana. "Estoy viviendo mi sueño, ser ciclista profesional", y no quiere bajarse de esa nube por mil contratiempos que se le presenten.
Cavendish perdido
Hicieron acto, pasaron lista, como latigazo funesto, satánico y endiablado, un auténtico demonio se le presentó a Farrar agazapado en la bolsa del avituallamiento, el espacio donde los ciclistas recobran el ser, donde el cuerpo hambriento le da una tregua a las piernas y a la mente vacía a base de barritas e isotónicos. En el zurrón de Farrar escondido viajaba el Satanás de los ciclistas: la caída, el grito y el ardor del asfalto quemando en la piel. Borró de su mapa todo vislumbramiento de fe, la poca que tenía viniendo de los vómitos, de la noche sin dormir agonizando, vuelta y vuelta en la cama. "No tenía nada de confianza, porque no me encontraba bien, estaba débil y encima la caída". Todo. Pero el todo no es nada cuando piensa en su padre y se siente un privilegiado por andar, y por correr en bicicleta. Por volar en los sprints locos, los desatados desde lejos, con o sin cañón lanzadera.
Ni a esos, a los potros desbocados, a los locos gregarios que preparan e intimidan en el acercamiento al sprint les tiene miedo Farrar. Mucho menos a Cavendish, su gran rival. "No me preocupo por nadie cuando corro. Sé de lo que soy capaz y se lo he demostrado al mundo". Lo ha hecho en Hamburgo, en el Giro por dos ocasiones en la Scheldeprijs... también el año pasado en la Vuelta le colgó una cruz en Caravaca, la única, a Greipel batiéndole. Murcia es su terreno. Sol, chicharra y llano, mucho llano. Y locura. "Esos son los sprints que me gustan, los que no controla nadie. Todos atacan en los últimos metros y hay más velocidad". Se dispara desbocada. Todos esos ingredientes se juntaron en Lorca, el calor y su sonido. La solana y el campo murciano. El descontrol cuando el Liquigas buscó ordenar el final para poner punto y final a la penitencia de Bennati en su caminar lento y agónico hacia la nada. Sonaron timbales de guerra entonces con la entrada del HTC-Columbia. El ferrocarril sin la fuerza para ser esa locomotora arolladora del Tour, de los Renshaw y Rogers. De los Grabsch y Eisel. En la Vuelta cuelgan dorsales anónimos en las llegadas. Bak, Sivtsov, Goss. Trenecito.
Ritmo tranquilo
De esa desorientación vio Farrar premio para sacar provecho. Desde atrás primero, cuando aún Toribio, Daivd Gutiérrez, Rolland y Labbe fingían el ritmo ante el descanso en la parte trasera tras los dos anteriores y explosivas jornadas de ciclismo del bueno. Del espectáculo. Murcia cerró ese telón por descanso generalizado y el pelotón se lo tomó con tranquilidad, 36 km a la hora marcó el 'cuenta' en las dos primeras horas. Relax. Allí Farrar se olvidó de los vómitos que le habían despegado de las sábanas durante la noche, de la caída en el avituallamiento y se acordó de su propio ser afortunado frente a la desgracia de su padre y se dijo que era un premio vivir, caminar. Volar. Y lo aprovecho para saltar cuando Cavendish, cerrado en la curva antes de la recta final pero lenguaraz después en la arrancada saltó por la derecha, de la nada. A la sorpresa.
Farrar pegó su rueda, la volátil con la otra, el ancla de su ídolo, el padre de la silla de ruedas, la referencia de vida en mente a la del británico. De lejos lo miró volteando la cabeza mientras la lanzaba el del Columbia los últimos cohetes. Fogueo en Lorca. Asomó también Koldo Fernández de Larrea, poderosa y visionaria arrancada la suya. A rueda quedó, segundo, de Farrar. Le contaban que había batido a Cavendish. "No me preocupo por él, es una alegría ganarle pero lo que importa es que lo he hecho, a partir de ahora, lo que venga es un bonus". Boleto ganador el del murciano, con pase directo del roce con el pavimento al cielo.
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