El reciente anuncio de la retirada de Rui Costa, unida a las de anteriores de compatriotas como Tiago Machado, José Mendes o Sergio Paulinho, ha dejado a Nelson Oliveira como último representante en activo de la primera camada de portugueses que normalizó la presencia de su país en la élite ciclista mundial frente a épocas pasadas donde primaron las individualidades, o directamente estuvieron ausentes. Y es que el ecosistema de la especialidad de nuestros vecinos tuvo, y sigue teniendo, particularidades que promueven cierta autosubsistencia a una modesta escala, retroalimentándose sus deportistas, equipos y calendario propio, donde su vuelta nacional hace de eje sobre el que orbita todo su universo, y dando y quitando galones, y marcando el paso de cada temporada.
Joaquim Andrade, director del Feirense continental desde hace seis temporadas, es uno de esos arquetípicos personajes que la escena lusa viene dando históricamente, y que, en contraposición a las figuras actuales, apenas necesitó cruzar la frontera para labrarse un nombre y una merecida relevancia. La culminaría con una llamativa aparición en el Libro Guinness de los Récords, donde tiene un sitio gracias a sus veintiuna participaciones consecutivas en la Grandíssima, con dos victorias de etapa y un séptimo lugar en la general como balance destacado a su paso por una prueba que, además, ya había ganado su padre a finales de la década de los sesenta, justo en el momento en que él vino al mundo.
Completo, fondista y con cierta predilección por las carreras largas y duras, Andrade destacó además en la contrarreloj, una disciplina donde obtuvo dos entorchados nacionales y varias convocatorias mundialistas adornando un palmarés en el que también figuran la histórica y kilométrica Clásica Oporto-Lisboa, el Tour de Poitou-Charentes, la Vuelta al Alentejo o el título portugués de fondo en carretera. La relación entre su padre y José Miguel Echávarri, unida lógicamente a su potencial deportivo, pudo haberle llevado a Banesto en el apogeo de la era Induráin, pero el sentimiento de deuda con su equipo de siempre, Sicasal, sumado a la ambición de ganar la Vuelta a Portugal, pudieron más y le privaron de un sitio entre los mejores desde el que conocer su nivel real en el pelotón internacional.
Dentro de una carrera tan larga como la suya en la máxima categoría, con veintiuna temporadas entre 1989 y 2009, hubo sitio para episodios de todo tipo. Seguramente el más singular llegó en sus últimos meses como corredor, mientras participaba en el campeonato nacional que pasaba por la puerta de su casa, y en el que sufría una caída justo cuando iba a circular por allí. Su mujer, previsora, tenía ese día su bicicleta de entrenamiento en el jardín, que le entregó tras adelantarse al pelotón después de conseguir permiso para realizar tan singular maniobra. El rápido cambio surtió efecto y le acabaría permitiendo disputar el triunfo y ser quinto pese a sufrir unos inoportunos calambres en la llegada que le impidieron subir al podio, y quien sabe si algo mejor, como colofón a su longeva y brillante trayectoria.



