Finalmente, tras la moratoria concedida por el Consejo de Ciclismo Profesional de la UCI, serán tres las invitaciones otorgadas por las grandes vueltas a los equipos de segunda división, los ProTeams. Con sólo dos lugares inicialmente libres en aplicación de la norma, que entrega de manera directa una al mejor del año anterior (Alpecin-Fenix en 2020), circunstancia que se añade a la existencia de diecinueve formaciones de primera con plaza asegurada, en España la cuestión se dilucidó entre nuestros cuatro conjuntos de segundo nivel, con sitio para tres [Burgos-BH, Caja Rural-Seguros RGA y Euskaltel Euskadi]. El paso del tiempo ha invertido la histórica dificultad de La Vuelta para rellenar su inscripción con cifras numéricamente dignas. Sus antecedentes hasta mediada la década de los noventa estuvieron marcados por la carestía de equipos de nivel dispuestos a acudir, lo que unido a la antigua configuración del calendario, donde quedaba comprimida entre las clásicas y el Giro de Italia, con el que incluso en ocasiones se solapaba, le obligaron durante mucho tiempo a contar con estructuras de cuestionable motivación, e incluso valía deportiva. Como resultado basta revisar listas de retirados, principalmente en la década de los ochenta, con más de diez equipos con pleno de abandonos entre los que llaman la atención el Lucas de Bjarne Riis -en su debut en una gran vuelta- y el Gewiss de Moreno Argentin. Ambos firmaron una gris presencia en 1987, edición en la que el italiano además acudía en calidad de vigente campeón del mundo. Pero no todo fueron sinsabores al paso de estas formaciones por la ronda española. Antes de irse, alguno de sus corredores tuvo tiempo de protagonizar episodios para el recuerdo, como fue el caso del belga Patrick Versluys, participante en 1986 enrolado en el Lois Fangio de su país, que se quedaría a cero mediada la prueba. Fue al tercer día, entre Lleida y Zaragoza, sin dificultades orográficas pero con lluvia, frío y, en especial, fuerte Cierzo de cara, cuando este flamenco, que llegaba con un noveno lugar en la París-Roubaix alcanzado hacía apenas dos semanas, lo probaba en solitario. Su alocada idea en un día así chocó con el parecer de su propio director, quien trató de persuadirle con el cuestionable método de negarle asistencia desde el coche, pese a los más de doce minutos que llegaría a acumular en la llanura monegrina. Sin chubasquero, avituallamiento, ánimos ni, sobre todo, sensación de respaldo, Versluys terminaría su loca aventura completamente aterido y apajarado a menos de veinticinco kilómetros de la capital maña. Cuentan algunas crónicas que sólo en ese momento, desde su equipo -copatrocinado por una firma de tejanos valenciana- se accedió a ponerle un coche de compañía que sería insuficiente para recuperarle y lograr hacerle cruzar la línea de meta, instalada en un lateral de la Basílica del Pilar. Sus ansias de protagonismo en una jornada infernal acabarían con su moral, y de paso con su presencia en carrera, pero no le dejaron vacío el depósito a tenor de su historial deportivo; allí aparece en apenas cuarenta y ocho horas un ¡sexto puesto! en el Circuito de Lys de su país, con idéntico tiempo al del ganador.