“Hace un tiempo pedí la compra del supermercado a casa, cuando abrí la puerta, el chico que me la traía me reconoció y me preguntó si yo era Kiko, el del vídeo”, lamenta. No supo que responder. Tampoco acertó a adivinar si le había juzgado o si sentía lástima por él. Qué más daba ya.
A Kiko, el ciclismo le adoptó. Cuando fichó por el Lizarte, antiguo filial del Kern Pharma, llegó con los bíceps inflados, trabajados de gimnasio, con los brazos completamente tatuados y con dilataciones en las orejas. Había creado un personaje, un tipo duro que ocultara la inseguridad de un chaval de barrio que quizás aún no había encontrado su ubicación entre círculos donde salir de fiesta era lo que les mantenía unidos.
En Lizarte conoció la amistad de verdad, primero en aquel piso donde vivía junto a otros chicos que no eran de la región, pero que, como él, también tenían un sueño. Muchos tuvieron que abandonarlo. Otros, como él, se quedaron hasta conseguir pasar a profesionales con el recién creado Kern Pharma. Kiko debutó con la estructura navarra desde el principio, cuando comenzaron en categoría continental, la más modesta.
Subió gracias a la confianza que depositó en él Juanjo Oroz, actual Mánager del equipo. Aquel tipo serio quizás fue el que mejor le entendió, el que le ayudó a definirse como ciclista, pero, sobre todo, el que le abrazó en aquella habitación de hotel cuando sentió que se le hundía el mundo, como un segundo padre.
Y gracias a Juanjo, al equipo, ha llegado a correr en Bosnia o en China cuando se salió de la Pandemia, pero también carreras de alto nivel cuando el equipo subió de categoría. Muchos en el equipo se decantaron por las Grandes Vueltas, su amigo Rogier incluso ha llegado a ser parte del World Tour. Él no. Como si sus tatuajes condicionaran su gen ciclista se hizo un tipo duro, un clasicómano. Adaptado a carreras de un día, barnizadas en frío, lluvia o nieve, en caos y desorden. Normalizó infiltrarse en sprints carentes de guión en los que ha estado cerca de ganar.
Nunca le importó pelear frente a equipos del Wolrd Tour, tampoco se llegó a cuestionar correr con alguna costilla fisurada. Le podía la lealtad, el sentir el orgullo de sus compañeros, aquellos que de verdad le hicieron llorar alguna vez simplemente por recompensarle con palabras de agradecimiento o los que le ayudaron a lidiar con los demonios que alguna vez le visitaban. Puede que no les vuelva a ver.
Kiko dejó pronto los estudios porque quería ser ciclista. Porque sentía que tras la imagen de tipo duro el ciclismo también podía ser para gente extremadamente sociable y alocada como él. Aunque abusara excesivamente de las virguerías en la bicicleta, o de la exposición desmesurada de sus excentricidades en las redes sociales.
En una de ellas, en la que fue grabado en un descenso invadiendo repetidas veces el carril contrario, se enfrentó al mayor de sus errores. El video se viralizó, incluso salió en la televisión, y con ello las críticas del mundillo ciclista se multiplicaron hasta lapidar su sueño.
Del equipo no supo nada, pero tampoco le llamaron para ir a correr las carreras que aún tenía marcadas en el calendario. Una semana después, uno de sus Directores le citó en la Estación de Sans. Kiko supo entonces que lo peor estaba por llegar. Su contrato, que terminaba a finales de 2026, iba ser rescindido por aquella acción.
Él lo asumió entre lágrimas. Estuvo una semana encerrado en su casa, aquella que se había comprado hace poco y que ahora no podía pagar. Entonces decidió vender su coche y volver andando a casa, como si de un peregrino penitente se tratara.
Pero lo más duro para él no fue eso, sino enfrentarse a la vergüenza, a la sensación de haber fallado a sus padres, a sus tíos, aunque estos jamás le hayan juzgado. Su pareja, con la que convive, es la que más sufre su frustración. Le dice que no pasa nada, que la vida sigue, pero el sigue sufriendo. Pero la vergüenza, vestida de repartidor de la compra, le visita en su propia casa, recordando su error.
En cambio, ha seguido entrenando, siempre de negro, como si fuera de luto, aferrado a la leve esperanza de que algo cambie, enfundado en la angustia de ser reconocido. Aun así, sus brazos tatuados le delatan, y cuando otros ciclistas le reconocen, le gritan cosas. Unas alivian, pero otras duelen.
Kiko no quiere dejar que su sueño acabe aquí. El problema es que, cuando ocurrió todo, escuchó muchas veces lo de que valía mucho, que quizás en agosto hubiese sido otra cosa, pero que en octubre ya era tarde. Lo cierto es que las pocas esperanzas nunca se han traducido en un contrato y ahora ni siquiera tiene dinero para pagar una avería de la una antigua bici del equipo que aún conserva.
Sus amigos le dicen que pruebe en el ciclismo portugués, o que esté un año entrenando. Lo cierto es que podría aportar su veteranía y calidad en algún equipo modesto. Su realidad es que, a sus 28 años, tiene que pagar una casa. Puede que quizás sea el momento de apostar por su otra pasión, las redes sociales, aquellas que podrían viralizarle como imagen de marca, que premiaran sus piruetas y aliviaran así el daño que le hicieron cuando se grabó cometiendo aquella imprudencia: Una segunda oportunidad.




