Alain Van Heerden, corriendo de incógnito

Con sus cuatro corredores (De Bod, Gibbons, Impey y Meintjes), y Douglas Ryder al mando de la gestión del nuevo Q36.5 suizo, que recupera parte de la estructura del antiguo Qhubeka, Sudáfrica mantiene para 2023 su presencia en el ciclismo de alto nivel sin mayores altisonancias, en un momento donde parecen aparcados los sueños de grandeza de la pasada década, y en que compite duramente con Eritrea por ser la nación ciclista más importante del continente africano. La eliminación, a partir de 1991, de las políticas del Apartheid integraría progresivamente al país en las dinámicas del mundo occidental, entre las que se encontraba el propio deporte y, dentro de este, el ciclismo, donde con el paso de los años conseguiría normalizar la presencia en los eventos más importantes de sus corredores y, en ocasiones, de sus equipos. Atrás quedaban años de ostracismo y exclusión de sus representantes más destacados, a quienes no les quedaron más que dos opciones durante ese periodo: resignarse a competir dentro de sus fronteras o desafiar, como harían unos pocos, las prohibiciones internacionales y hacerlo de incógnito aprovechando la escasez de información de la época, y la lentitud con que fluía. Alan Van Heerden, su ciclista más destacado durante las décadas de los setenta y ochenta, sería el ejemplo más icónico de esa generación de corredores fantasma que intentaron labrarse un camino a escondidas en Europa. Se dice que su llegada al campo aficionado francés primero, y después al profesional en las filas del Peugeot, estuvo motivada a partes iguales por los fuertes intereses de esta firma en Sudáfrica y en el ciclismo francés y, a la par, por la pasividad de las autoridades deportivas locales, quienes nunca acabarían de cerrarle el paso a las competiciones pese a algún intento efectivo de sanción tras haber pretendido incluso hacerse pasar por británico y estadounidense. Gracias a su potencia y velocidad, brilló como aficionado en varias pruebas de un día entre las que estaba la París-Roubaix, donde fue tercero, resultado que unido al resto de su palmarés le valieron una plaza en la máxima categoría en el Peugeot para 1979. La progresión no se detendría, convirtiéndose meses después en el primer sudafricano en ganar una etapa del Giro de Italia -y por extensión en una vuelta de tres semanas- en Pesaro, y participando en la mayoría de grandes clásicas de un día. Dos años después, y tras un sinfín de presiones y problemas administrativos para regularizar su situación, decidió volver a competir en su país pese a contar con ofertas en Europa. Se dice también que en su primera competición profesional, Van Heerden desoyó las órdenes colectivas y disputó por su cuenta la llegada de una prueba en Antibes donde su compañero Jacques Esclassan era el principal favorito y quien terminó imponiéndose. El gesto, fruto más del desconocimiento de los usos y costumbres de la categoría que de una verdadera mala fe, complicó aún más el resto de su difícil paso por el ciclismo del Viejo Continente. Desde ese día y hasta su marcha chocó con la vieja guardia de su equipo, que le pondría la cruz e incluso, en represalia, llegó a impedirle algún intento de escapada en solitario.

Alain Van Heerden, corriendo de incógnito

Van Heerden, el ciclista sudafricano más destacado durante los años setenta y ochenta, fue el ejemplo más icónico de esa generación de corredores fantasma que intentaron labrarse un camino a escondidas en Europa.

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