Amets Txurruka, la sonrisa humilde

El blog de Rafa Simón

Rafa Simón

Amets Txurruka, la sonrisa humilde
Amets Txurruka, la sonrisa humilde

Nahia, su niña, ha tenido buen despertar y, Lexuri, su chica, le ha hecho un guiño “¿anda ve, pero trae setas, eh?”. En menos de una hora encuentra lo que estaba buscando. Esa misma loma vale. Busca una piedra que no lleve etiquetada la humedad de los últimos días. Al sentarse, eleva la cabeza. Inspira hondo. Instintivamente, cierra los ojos. Escucha por el olfato. Aspira la brisa. Aire puro. Olor a mar. Siente que se une con la tierra. Que le habla el silencio. Que le atrapa la paz.

Abajo está el mar, Cantábrico rudo, que con su brazo salino azota a la costa que ha amanecido dulce, más azul que de costumbre. La espuma de las olas empuja fuerte a la isla de San Nicolás. Contrastes verdes que gritan paisajes que callan. Que otorgan vistas que siempre consideró normales, y que hoy, sentado en una roca, se da cuenta de que dejan de serlo cuando le rapta la ausencia.

Junto a la orilla repta una carretera. La siguen dos ciclistas. Uno va enfundado en naranja. La estela de Euskaltel nunca se difumina del todo entre los lugareños. Esencia de pueblo. De recuerdo. Amets sonríe. La trazada de su boca acentúa una mirada suave que aún sostiene una cara que no envejece. Que se rebela contra las arrugas que arremeten prematuramente con aquellos que, como él, llevan su cuerpo al límite en el esfuerzo. Sigue a los ciclistas con la mirada hasta que se pierden en el horizonte que intuye la costa recortada de Lekeitio.

Cuando debutó en profesionales con el Barloworld, en 2006, pensó que su trayectoria profesional no sería la que quería de niño. Pero en una Clásica de Alcobendas alguien del conjunto naranja se dirigió a él para pedirle que fichara por ellos. Entonces tuvo que elegir entre sus sueños de niño y quien le dio la primera oportunidad. Ganó su infancia. Fichó pidiendo perdón al equipo inglés.

El año siguiente, en 2007, en la primera concentración del equipo, Odriozola aceleró la progresión de Amets. Le dijo que le iba a llevar al Tour. Aunque fuera su primer año en el equipo. En sólo seis meses le llevó a la vorágine del ciclismo. Al minuto de gloria publicitario. A la magnificación de cada movimiento. Ganó la partida a la inexperiencia. Conquistó a los galos a través de su valentía prematura. Su desparpajo en las fugas le llevó al empedrado de los Campos Elíseos con el cuerpo aterido en tensión, no quería caerse. Porque al bajarse le esperaba la gloria del reconocimiento. Una distinción. El Podio de Paris como premio a su combatividad.

Por eso, cuando una azafata le subió al último escalón, al de los grandes, le dejó menudo. Como aquel ciclista imberbe que era. Buscó a sus padres con la mirada, a sus amigos. A Lexuri. Entre todos, no vio nada. Siempre fue una sensación de disfrute a posteriori.

Pero el Tour nunca le conquistó. Le dio la gloria prematura, pero le desgastó el cuerpo antes de tiempo. Muchas veces. Le partió la clavícula. Le reventó la cadera.  En uno de aquellos estrepitosos Tours le hizo tener que subirse a una bicicleta con ayuda de dos mecánicos. Con 40 grados tomó la salida en una etapa donde sus ojos imploraban clemencia. Incluso al sol se olvidó de ponerse gafas con cristal oscuro. Óscar Freire se percató rápido. ¿Dónde vas así?, bromeó. Amets cedió en plena salida neutralizada. Tras apenas cinco kilómetros se arrastraba entre coches de equipo en una etapa llana. Ni siquiera podía ponerse de pie. Los jueces, aquellos que le dieron la combatividad, se la quitaron años después con aquel gesto tan indigno. Le condenaron al Fuera de Control. A irse a casa a dos etapas del final.

Aunque, si le preguntan, la fractura que más dolió fue en casa, camino de Orio, en aquella Vuelta al País Vasco que le iba a regalar esa etapa y el maillot de la montaña. Tras pasar escapado por ese muro que los ciclistas suben a pie. Le falló el tubular delantero, que se rasgó antes sus ojos. La televisión le dedicó unos segundos. Eternos. En el suelo maldecía, empapado en dolor, mientras se llevaba la mano, una vez más, a su clavícula. Hasta que fue sobrepasado.

Luego ya es cosa de su familia. De ama, de aita y de Lexuri. A los que cuando llama, le preguntan por sus ganas. Por como está. Porque lo del brazo, ya pasará. A veces uno está sólo cuando los periódicos no hablan de uno. Sabe que la gente olvida rápido, por eso, cuando algún compañero se cae, se interesa. Un día pidió el teléfono de Jokin Etxabe, un chaval de su grupeta que apenas debutaba en aficionados. Porque supo que había tenido una fractura. “¡Jope, Amets, gracias!”, respondió asombrado el adolescente. Aceleró su recuperación con un consejo, porque alimenta que un profesional se preocupe por ti, y que te diga que eres bueno.

Lo mismo hizo con Igor Antón en 2010, cuando volaba en aquella Vuelta hasta que se reventó el codo en aquella carretera raspada en grava camino de Peña Cabarga. En esa Vuelta todos juntos soñaban con algo grande. Todos menos Igor, que no sabía lo fuerte que estaba. Cuando tiraban del grupo el de Galdakao se acercaba a ellos como si estuviera de excursión, para ver si necesitaban algo. En aquella recta, Amets, que perdió algunas posiciones, le vio caer. Esperó a que se levantara, pero le dijeron desde su coche que se fuera. Que subiera Peña cabarga sin pensar en Igor.

Dos días después, camino de Cotobello, experimentó uno de sus mejores días en bicicleta. Dice que no habló con nadie. Que todo su equipo inventó una estrategia con la mirada. Que remaron todos desde lejos para dejar en la orilla del triunfo a Mikel nieve. Para que ganara por Igor Antón. Por el equipo. Por la mala suerte. Amets quería a ese equipo, a esa gente.

Por eso, maldijo el día que se supo engañado. En 2012 acudió al Giro. Luego tenía previsto preparar la Vuelta, pero el equipo estaba regular. Igor Galdeano le pidió descansar para correr el Tour. Amets no quería ir. Pero accedió. Aquella montonera camino de Metz le volvió a mandar para casa con la clavícula rota, otra vez. Entonces, Galdeano, le pidió de nuevo apurar la máquina. Que se operase para ganar tiempo. Tenía que estar listo para ayudar a Igor Antón en la Vuelta. Le prometieron que sus esfuerzos tendrían recompensa. Que aunque el tema de los puntos UCI coleaba, ese sistema que penalizaba a aquellos que no disputaban las carreras en favor de sus líderes, su rol de gregario fiel sería compensado con la renovación. En cambio, cuando terminó la Vuelta, le dijeron que se buscara un equipo.

Se fue de Euskaltel dolido. Con la rabia que ya apenas contiene el llanto. Cuando la impotencia punza más que la rotura de un hueso. Pero Caja Rural llamó a su puerta. Le rescató en un bote antes de que el navío vasco naufragara el año siguiente. Con el equipo navarro aprendió lo que nunca había estudiado. A ganar carreras. Aunque nunca cambió su forma de ver “su ciclismo”: Si ayudas, si aportas, el trabajo está realizado. Sólo se deja una excepción. La que confirma su regla del trabajo bien hecho. La victoria en una lluviosa Vuelta a Asturias. Ahí si gritó. Bramó contra los que le echaron del equipo que quería de niño. Con los que descubrió Paris. Contra los que le pidieron esfuerzos extra ante la ingratitud de una lesión.

“¿Donde andas, Amets?, acuérdate del aperitivo”, reclama Lexuri. Y de las setas. Ya no da tiempo. El recuerdo atrapa más que la rampa más atroz del puerto más duro. Pero antes de irse vuelve a respirar hondo. Y a dejarse llevar. Opta por descalzarse aunque no haga calor. Para sentir la hierba bajo sus pies. Fresca. Firme. Energía de la propia tierra.

Se lo dijo Sven Tuft, su nuevo compañero de habitación en el Orica, en su primera concentración con ellos, en Varese. Ese día se levantó a las 7 de la mañana y vio al canadiense hacer Yoga en calzoncillos en plena terraza. Sin percatarse del frio. Venía de bañarse en el lago minutos antes. Un gélido despertar que sólo ha podido comprender ahora. Cuando la multiculturalidad de su nuevo equipo australiano le ha enseñado a comprender que en la diversidad está el equilibrio. En entender todo de todos. En que todo el día criticamos y no sentimos. Que cuando apareció Simon Guerrans por la puerta del Hotel de concentración del equipo, en Sudáfrica, tras ganar el Tour Down Under, sin apenas dormir, le apeteció irse al gimnasio a las 6 de la mañana. En vez de gruñirle por haberle despertado, se unió a él.

Eso sí, ojalá Lexuri tenga la misma comprensión hacia él cuando llegue media hora tarde al vermut. Habían quedado con los amigos, los de toda la vida. Tiene una caminata de vuelta para inventar una excusa. Una tarde de pareja frente a la isla de San Nicolás ayudará. El resto lo pondrá su sonrisa humilde.