La niña se agacha rauda. Con la sonrisa de su vida. El botellín cae a escasos centímetros de sus diminutos pies, vertiendo algo de líquido al golpear en el suelo. “¡Mira aita!", grita, eufórica, mostrando orgullosa su tesoro. Su padre, en cambio, vocifera, entre aplausos, el esfuerzo de Cyril: “¡Goazen, Murias (vamos Murias)!", le premia.
Euskadi lleva años huérfano de un equipo en la élite. Murias es el punto más cercano de los vascos al ciclismo de las grandes pruebas. La frontera más cercana al World Tour. Por eso, los ciclistas, para el aficionado local, se corean anónimos, sin nombre, lo que se personaliza es su esfuerzo. El del equipo.
Cyril continúa pedaleando a puro golpe de riñón. Desplazando su espigado cuerpo de izquierda a derecha. La coordinación cede en favor de la fatiga. “Nunca te dejes nada dentro". La frase de Jon resuena en su cabeza. Siente como le motiva frente al calor.
Jaizkibel atrapa en sol y humedad. Su maillot pistacho parece diluirse en pequeños hilos blanquecinos, tejidos en sudor. Pero el público le sigue llevando en volandas.
A pie de puerto, Cyril rodaba junto a otros corredores, en la escapada, pero decidió apostar por llevarse el premio al mejor escalador. Arrancó a por todas. Por detrás, el grupo de favoritos parece honrar su fuga, colocando al Sky que controló el Tour de Francia a modo de punta de lanza, como lastre de una fuga que apenas cuenta con unos segundos. Mientras, Julian Alaphilippe, parece relamerse en la cola del grupo.
De pronto, entre la hilera que forma el gentío, distingue una voz muy especial. Es la de André, su padre. El culpable de que hoy esté ahí. De que todo marche. Junto a él, Gisele, su madre, con semblante preocupado, parece querer pedirle que, cuando corone el puerto, baje con cuidado.
Cuando Cyril cumplió doce años, André dio un volantazo a la vida de su hijo. Su pueblo, Sauveterre de Bearn, en el interior de Aquitania, equidista entre Burdeos y San Sebastián, al otro lado de la frontera. Por eso, en vez de conducir hacia Burdeos, donde se desarrollaban la mayor parte de las carreras, André se desvió hacia el lado español. Cruzó la frontera arriesgándose a que el radar del ciclismo francés, próspero en equipos profesionales y sus respectivos filiales, dejara de tener en cuenta los progresos de su hijo. A cambio, se integraría en el ciclismo español.
El tiempo apostó por la apuesta de André. A finales de 2014, tras su último año en juveniles, Jorge Azanza, Director deportivo de la Fundación Euskadi, se percató del talento de Cyril, sobre todo en las carreras guipuzcoanas, aunque no hablase ni una palabra de español. Le convenció para que creciese con ellos, siempre y cuando se comprometiese a superar la barrera lingüística. Tenía el visto bueno de uno de sus descubridores, Thierry Ellisalt, director del Aviron Bayonnais, club donde había crecido.
Los éxitos llegaron rápido. El primero, el que más saboreó. Una victoria de etapa en la Vuelta a Portugal del futuro. La siguiente llamada no se hizo esperar. Dos años después de sus inicios en la Fundación, Jon Odriozola le ofreció probar con Murias. Primero como stagiaire, a prueba, en 2017. En 2018 le ofreció un contrato.
Su ascenso, no vino sólo. Murias también subió un escalón, convirtiéndose en equipo Profesional Continental. Pero el vértigo no asomó nunca por su cara. Odriozola se encargó de que no fuera así. “Cyril, vas a correr con tus ídolos. Antes de tiempo. No quiero que eso te asuste. Yo sólo te voy a pedir que crezcas. Pero con esfuerzo. Que ayudes al equipo y, que, de vez en cuando, busques tus resultados". Luego, zanjó la conversación con una premisa: “Nunca te dejes nada dentro. Así yo estaré contento".
Con Murias, Cyril está sintiendo el ciclismo. En todas sus vertientes. Mikel Iturria y Mikel Aristi son sus referentes más cercanos, sus “complices". Con ellos coincidió en la Fundación. La voz de la experiencia, en cambio, la tienen Gari Bravo, Mikel Bizkarra o Edu Prades. Porque ellos vivieron hace años lo que él siente ahora. Le hablaron de todo lo que iba a vivir. Subidas y bajadas de ánimo ante las que debía estar a la altura.
Por eso, la emoción llegó el día que tuvo a Alejandro Valverde, uno de sus ídolos, junto a él, esperando paciente la salida en la primera etapa de la Vuelta a Cataluña. La miseria, en cambio la sintió en un hospital en Leeds, en Inglaterra. Con el brazo en cabestrillo maldijo la caída que le produjo una rotura de clavícula en el Tour de Yorkshire. Porque le obligó a parar, a retomar la forma de nuevo hasta la victoria que consiguió tan solo un mes y medio después, de nuevo, en Portugal, su país talismán.
En cambio, la satisfacción plena, el sufrimiento más dulce, lo está pedaleando ante toda esa gente cuidadosamente arremolinada junto a él. La afición vasca que grita “Murias". Que quizás aún no saben que se llama Cyril. Puede que desconozcan que corre en un equipo de la tierra animado por los consejos de Romain Sicard, que también fue francés en tierra de vascos.
Pero, sobre todo, porque, un día, André, su padre, dio un volantazo a su vida. Anticipó que su futuro debía de transcurrir al otro lado de la frontera, del lado vasco. Porque lo llevó a ojos de Azanza.
“Allez Cyril", grita André. Su hijo ya no puede oírle. Tras coronar primero en Jaizkibel, el ritmo de carrera le apartará definitivamente en favor de los hombres que vienen de correr el Tour. Al ser sobrepasado por los favoritos sonríe al ver a Julien Alaphilippe, al que admira.
La carrera le reserva un hueco de protagonismo. Eterno. Tras cruzar la línea de meta, a varios minutos de su compatriota, subirá al podio. En varias ocasiones: Líder de la montaña, de los esprints y, el más especial. Premio al hombre más combativo. Ese calificativo también le corresponde a André. Fue valiente al dar ese volantazo.
Rafa Simón @Rafatxus