“Sí que es cierto que hemos estado poco juntos, é troppo peccato", recordó Gianni. El italiano hizo memoria. No coincidían desde la Vuelta del año pasado. Trapagaran serpentea en la margen izquierda de la ría bilbaina. Alardea del verde que pierde Baracaldo, desbordada de gente y humo desde hace décadas. Sus carreteras ya no escupen gravilla negra. La de las minas. Eso ha quedado atrás. En cambio, el asfalto sigue siendo oscuro. Aunque ya no manche.
David camina ausente, bajo un txirimiri fino. Silencioso. Con la única protección de un paraguas y unas zapatillas de suela alta pero de punteras ya mojadas. Recordando la conversación de hace unos días con Gianni, en China. Le regaló el último esfuerzo de la temporada. A sus 37 años, no dudó en sacrificar sus pedaladas para el italiano. Sabía que, al no haber corrido el Tour, llegaría fresco. Y ni el, ni el equipo, se equivocaron. Tras la entrega de premios, se despidieron. “¿Y de verdad que crees que puede haber llegado el momento?", reiteró Gianni entre aspavientos. Desde sus 24 años, no acertaba a comprender que, quizás, en algún momento, las cosas terminan. David hecha un vistazo al reloj. Va apurado de tiempo. En ese momento, un ciclista pasa a su lado, tendrá unos quince años. La lluvia no ha sido impedimento para salir a entrenar. El silbido de las cubiertas al pasar sobre un charco le alertan sobre su presencia. Pedalea vivo. Quizás llevado por la ilusión de estrenar una bicicleta nueva. Quizás. Son carreteras en las que David podría circular con los ojos cerrados.
Le hicieron crecer a fuego lento. Amparado por la estructura de un equipo amateur de los de antes, el Café Baqué. Años después, el equipo vizcaino generó un eslabón más, el Labarca 2 continental. Sabino Angoitia, su Director, lo tuvo claro. Le conocía bien. Su progresión y los destellos con la Selección sub23 en el Naranco le daban derecho a una plaza en el equipo. Dos años después, el Tour del Porvenir le dio otro pasaporte. Especial. El sueño de todo ciclista vasco. El Euskaltel- Euskadi.
Entró sin obligaciones. Para aprender el oficio. Para olisquear la responsabilidad de un equipo World Tour. Fueron años en los que Samuel Sánchez aún era un tipo introvertido que no tenía decidido por dónde tirar. Los galones llevaban tiempo sobre los hombros de Haimar Zubeldia. Un tipo regular. Sobrio. Correcto. Nada que ver con Iban Mayo. Eléctrico. Visceral. Siempre asediado por los medios. Obligado a dar explicaciones que tanto diferían de lo más básico. Su pasión por la bicicleta. Quizás pudo ser el inicio de su declive. Quizás. En cambio, de puertas para adentro, tan sólo eran un grupo de amigos.
David se especializó en ayudar. En hacerse ocre de cara a la galería. Pero empezó a contar para las grandes citas. Le besó el Giro. Le escupió el Tour. Una gastroenteritis le fue debilitando. Forzó hasta casi ser incapaz de mantener el equilibrio en la bicicleta en Morzine y, dos días antes de terminar, tuvo que abandonar, camino de Macon, para llegar a Paris en coche. Fue su primer Tour. El paso a Movistar, fue diferente. Se percató de que el ciclismo, era un deporte de pocos consejos. Desarrolló el sentido de la conservación. Ahorrar mucho. Gastar poco. Más de ver y de hacer. Entendió que, los mejores hombres de equipo, son aquellos a los que no hay que decirles nada. Que saben intuir los problemas antes de que ocurran. Los que, cuando el Director de equipo llega a su altura, ya han solucionado el entuerto. Eran lecciones de los pocos corredores que aún quedaban recordando haber corrido sin pinganillo. De sensaciones. Pablo Lastras y “Txente" García Acosta provocaban su admiración. Aunque luego, en el hotel, bajo un pijama ancho de cuadros, adoptaran, de nuevo, la figura de tipos normales.
Las ocasiones de brillar, para él, fueron pocas, pero le vistieron de gala. Más de una vez. Como aquella victoria de etapa de la Vuelta del 2010 con el aliento de Kreuziger tan cerca de su cogote. En cambio, el año previo, fue mejor. Fueron tres semanas intensas. Trabajando a destajo en cada etapa. Consiguió lo que todo hombre de equipo anhela. Que su jefe de filas consiga la victoria final de una gran Vuelta. Alejandro Valverde, un tipo al que, por aquel entonces, le sobraba talento y quizás le faltaba concentración, le regaló la satisfacción del deber cumplido. Junto a sus compañeros, tuvo que estar muy pendiente de él. De que no repitiera despistes del pasado. De que no gastara en exceso. Pero conquistaron la Castellana. En cambio, tras unos años, para afrontar 2013, tomó una de las decisiones más importantes de su carrera. El Sky contaba con Rigoberto Urán. Y querían rodearle de gregarios de habla hispana. Intimidaba la flota de autobuses. El color negro de sus coches de lujo. La banda azul que parecía envolver toda aquella parafernalia de nuevas tecnologías. Los cambios en el entrenamiento, en la dieta. Pero dio el paso.
Sin embargo, en su primera temporada, el equipo separó a Urán de David. Seleccionaron al vasco para escoltar a Chris Froome en el Tour. El Tour. Fueron tres semanas donde el stress se apoderaba de cada momento. Todo era seguido al milímetro. Imposible esconder tras sus gafas la presión que sintió en aquella pasarela de Niza segundos antes de la crono por equipos. Las piernas de Stannard parecían ser el doble que las suyas. Richie Porte frotaba sus dedos sobre el manillar. Todos parecían tenerlo claro. Excepto él. Sintió miedo a hacer el ridículo. A no estar a la altura de la exigencia del cronómetro. Pero la mirada pausada de Froome le tranquilizó. El británico nunca le exigió nada. Sabía buscarse la vida. Y él iba a estar a la altura. Lo estuvo. El guiño de Chris en el pódium final de París le dejó claro que era uno de los suyos. Un hombre de confianza.
Parece que deja de llover. En el norte, las estaciones rotan con velocidad a lo largo de las horas. Con doble filo. La humedad se cuela entre los huesos. Pero te hace respirar bien. Para David fue una liberación que, el año pasado, la Vuelta terminase cerca de allí. La empezó mal. Agarrotado. Pero se aferró a la humedad de los últimos días. A la arboreda verde de agosto. La que le vio crecer. Tras tres semanas intensas, fue el primero del grupo de los favoritos en apartar a las masas enfervorizadas de las faldas del Anglirú. En ese momento, la bandera de un aficionado se le enganchó en el manillar. Con un gesto rápido, de aquel que se sabe fresco, la echó a un lado. Luego siguió pedaleando. En favor del maillot Rojo de Froome. No cambió el rictus hasta que Gianni Moscon le dio el relevo. Gianni sigue sin entender que quiera dejarlo. David aún tiene una deuda pendiente. Le falta haber acompañado a un líder hasta lo más alto del pódium de un Giro. Pero han sido muchos años de profesional. De trabajar para muchos compañeros. Y de ganar carreras también. Es lícito que le ronde la idea de pasar una etapa para alcanzar otra. Quizás la respuesta esté al otro lado del semáforo. En el colegio de enfrente. Allí espera Irene, su hija. Tiene 3 años. Pero él, entre concentraciones y carreras, apenas la ha visto crecer. Quizás sea el momento de ser sólo padre. Quizás.
Rafa Simón @rafatxus