El “Chupe" sabe sacar el lado más risueño de Fernando. Se conocen bien. Llevan unos años manejándose en terreno “euskaldun". “Chupe" sigue impregnando sus bromas en un marcado acento granadino. Fernando, en cambio, parece perder la musicalidad aragonesa de sus chascarrillos. Su tono de voz comienza a sonar vasco. Y no le importa. Allí, el ciclismo es sagrado. Una religión. La suya.
Ambos, en una de las habitaciones del hotel, comentan la jornada acostados sobre su cama. Benidorm siempre es benigna con los ciclistas que la visitan. Sol por las mañanas y atardeceres con olor a sal marina. Pero las piernas ya empiezan a doler con tantos días acumulando kilómetros.
Fernando balancea uno de sus brazos en el borde de la cama. Ya no siente las agujetas de hace unos días. Le regalaron una diana por su cumpleaños. Estuvo tirando dardos toda la tarde, con su familia. El epicentro de su amor por el ciclismo.
Hace muchos años, cuando era pequeño, Chema, su padre, cada vez que le despertaba para ir a las carreras, le decía donde tocaba ir, con la ligera esperanza de que, entre el sueño y la pereza, su hijo le pidiese no acudir. Nunca funcionó. De eso se encargaba Adrián, su hermano mayor, su referente. Si él corría, su hermano se iría detrás.
“Mutilak (chicos), en 20 minutos cenamos", escucha al otro lado de la puerta. El Euskera aún le queda grande, pero se va haciendo. Escarba de lo que intuye en el equipo y ahonda en lo que le ayuda Enara, su novia. Cuando su relación aún no era “oficial", se veían en las carreras que corría con la Fundación Euskadi por el País Vasco. Casi en secreto. Ahora, la cosa va más en serio. En el amor y en el ciclismo.
Hace un año ya que es profesional. Pero, al contrario de lo que ocurre con muchos corredores, su primera experiencia ha sido casi perfecta. Hace unos meses, en pleno verano, conoció la asfixia de la sinrazón. La organización de la Volta a Portugal se negó a suspender una prueba que, durante días, se disputó a más de 40 grados. Cada día. Lejos de buscar una excusa, Fernando trataba de filtrarse en las fugas. Sentía que en cada etapa le iban a explotar los ojos, que no iba a ser capaz de terminar. Pero nunca fue así.
Semanas después, en el Tour del Porvenir, sintiendo que su momento de forma era bueno, habló con Monparler, el seleccionador: “‘Monpa’, me siento bien, ¿me das permiso para intentarlo mañana desde lejos?", pidió. El día siguiente, en las anchas rampas de Val d´Isere, tras una fuga en solitario de más de 50 kilómetros, consiguió mantener el pulso al grupo de favoritos. Durante más de 20 kilómetros, tan sólo contó con 25 segundos. Era una silueta perfectamente visible para Tadej Pojacar, el vencedor final de la carrera. En cambio, se dijo a si mismo que, el que quisiera la etapa, tendría que ir a buscarle. Ninguno lo logró.
Unos meses antes, tomó otra decisión acertada, en los Europeos de Zlin, en la República Checa. Decidió atacar a falta de dos vueltas en un recorrido de esos que los ciclistas llaman “ratoneros". Lo son porque dividen a unos en ratones, y a otros, en gatos. La fuga que formó se llevó las medallas. La de bronce fue para él. Sirvió para paliar un Mundial en el que nunca supo encontrar su ritmo, pero al que apenas dio importancia.
No se la dio porque, en vez de ampararse en que los cambios son difíciles, en la premisa de que el año de “neo" olvida rápido los éxitos de amateur, se mimetizó con las ganas de mejorar.
Por eso, el neo-profesionalismo, lejos de ser ingrato, le regaló, de entre todos, dos momentos. El primero, correr la Vuelta de su casa, la de Aragón. Dicen los ciclistas que no hay premio mayor que triunfar ante los tuyos. En las carreteras donde has entrenado siempre. Participar en aquella prueba, con las salidas y las llegadas engalanadas con su nombre le dejó sin palabras. Fue su pequeña “Itzulia".
El segundo momento casi superó al primero. Ocurrió en la última prueba que disputó esta temporada. En el Tour de Turquía. A falta de una etapa, su compañero Eduard Prades se encontraba cuarto en la general, con el mismo tiempo que el primer clasificado. Rubén Pérez, su director, pidió al equipo tener bien posicionado a Prades, sobre todo a falta de dos kilómetros, donde una peligrosa curva a la derecha podía ser determinante.
Fernando era el encargado de estirar el grupo a falta de cuatro kilómetros. Resistió uno más hasta que dio el testigo a su compañero Mikel Aristi. Al hacerlo, se desentendió de la carrera, quitándose el “pinganillo". Unos minutos después, cuando alcanzó a Aristi, este estaba enloquecido: “Barceló, tío, ¡que dicen que Prades ha ganado la general!¡No puede ser!", le dijo entre gritos.
En la meta, se confirmó la noticia. Prades había finalizado segundo en la etapa, pero el “puestómetro" le otorgaba la general final. En ese momento, todos se abrazaron, levantando a Eduard en brazos en pleno podium.
“Denok afaltzera! (¡todos a cenar!)", escuchan de nuevo. “Chupe" siempre se ríe cuando Fernando reproduce los gritos de Aristi cuando el vasco se enteró de la victoria de Prades. Fue el último trago de una botella de Champan que siempre estuvo abierta para Murias.
Y, quizás, el triunfo de Prades sea la razón de que Murias funcione. Al menos, así lo siente Fernando. Porque, lo mismo que con el catalán, en el equipo vasco confían en cada corredor. A él, Jon Odriozola, Mánager General, cuando le llamó para ficharle, sólo le dijo que aprendiese. Que no había prisa. Que se fijase en los detalles de los más experimentados, o de los que ya habían pasado por el World Tour. Y que no importaba que fuese neo. Que sería vital en muchos detalles. Como aquel kilómetro que realizó al límite de sus fuerzas para dejar a Eduard lo mejor colocado posible.
Fernando le hizo caso. Ya es uno más. Casi siente el ciclismo como si fuera vasco. Su acento aragonés, cada vez más atenuado, parece querer rendirse también a la evidencia. O tal vez sea producto del trabajo de Enara. O la insistencia de Fernando en negarse a que el neo-profesionalismo fuera un trampolín para encontrar las excusas que nunca buscó.