En Leiza, las pupilas de sus vecinos se dibujan oscuras. El sol visita poco el Valle de Leizarán y, cuando lo hace, viaja bajo, ocultándose rápido tras las lomas que vigilan el pueblo. Los paseos por el centro, se mascan entre murmullos de gente calmada. Tan sólo el impacto intermitente de una pelota sobre una pared de piedra despierta los gritos de los chicos, agrupados en un frontón pintado en tonos grises. A un lado, sentado sobre un frio banco de piedra, con las manos metidos en los bolsillos, Ibai observa el golpeo certero de uno de los chavales. El impulso que imprime al golpear la pelota no es casual. Hay una escuela por detrás.
Hace años, su primo Oinatz, dedicaba sus ratos libres a enseñar el arte de la pelota a los chicos del pueblo. Ibai era uno de ellos. Admiraba como, a pesar de sus triunfos, uno de ellos en el Cuatro y Medio, de que todo el pueblo le conociera, se apartara de ese aurea de fama local para dedicar su tiempo a que otros chicos siguieran su camino. Pero a Ibai le tenía calado. “Pantani", tú no vas a vivir de esto pequeñajo, tú estás destinado a subir cuestas. Algún año serán las del Giro, y yo iré a verte, le decía una y otra vez.
A Ibai le hacía sonreir. Era curioso que le llamara así. En nada tenía que ver con el gran escalador italiano. Ibai era menudo. De ojos grandes, siempre ocultos bajo un flequillo rubio que apartaba con esporádicos manotazos. Era tan bajito que, desde principiantes, su aita le tuvo que adaptar una bicicleta para que llegase hasta el sillín sin quedarse colgado del cuadro. Incluso, en las carreras, en plena salida, su padre debía meterse entre los otros chicos para sostenerle sobre la bici con las calas ya metidas en el pedal. Mientras, su ama se las veía y se las deseaba para estrecharle la ropa que le daban en la escuela de ciclismo del pueblo.
Ibai siempre escuchó la misma cantinela. Que era muy pequeño, que no llegaría a nada. Que hasta juveniles todavía conseguiría resultados, pero que luego… nada. Eran críticas duras en un mundillo donde, sin el guiño de alguien con criterio, era difícil tener continuidad. Pero, en un cruce de vidas, Ibai conoció a Jorge Azanza. Jorge venía de dejar el ciclismo profesional. La desaparición del Euskaltel- Euskadi le obligó prematuramente a colgar la bicicleta, recalificándose como preparador físico y, más tarde, formando parte de la Fundación Euskadi como Director Deportivo.
Jorge fue el primero en apostar por él. Se entregó a la perseverancia de Ibai. Al empeño, casi obsesivo, que el corredor ponía en cuidarse. Se lo llevó como amateur a la Fundación. Defendió la candidatura de un chico que apenas podía levantar la mirada sobre el hombro de cualquiera de sus compañeros. Habló con Miguel Madariaga, el fundador: "Miguel, créeme, este chico tiene potencial. No te fíes de su estatura. Lo lleva escrito", le dijo.
Años después, en 2018, la Fundación Euskadi decidió, de nuevo, apostar por el profesionalismo. Para ello, Madariaga cedió el traspaso de la Presidencia a Mikel Landa, ciclista de Movistar. Jorge, que por aquel entonces accedió al equipo como Director, prometió a Ibai una oportunidad. Un premio a su trabajo, a una constancia que áun no había sellado con victorias, pero que retumbaba latente en su pequeño pecho.
Así, tras varias reuniones, la Fundación le ofreció una plaza. Un hueco en el profesionalismo. Una firma estampada en el mejor de sus sueños. Ibai, se abrazó a Jorge. “No te voy a fallar, de verdad", le dijo. Jorge sonrió, pero Ibai, hablaba con el alma descubierta, temblorosa: “Has apostado siempre por mí. Voy a estar siempre en deuda contigo. Trabajaré duro para que, cuando me mires a los ojos, sientas orgullo", concluyó emocionado.
Su promesa, apenas tardó una carrera en llegar. En su debut en la Challenge de Mallorca, en plena ascensión al Puig Major. En la salida, Ibai se pidió no tener miedo. Tan sólo se otorgó el privilegio de disfrutar de poder correr con los ciclistas que veía en la tele. Pero su trabajo le hizo serpentear entre corredores que se apartaban de la estela de un grupo que perdía unidades. Espoleado por los gritos que, desde el coche del equipo, desgañitaba la garganta de Jorge. “¡Ibai, levanta la cabeza, estás con los ´capos!", le repetía. Tan sólo los latigazos de Gianni Moscón o las embestidas de Valverde o Tim Wellems evitaron que Ibai terminara en su debut con el grupo de los grandes favoritos.
Y la temporada terminó con un guiño muy especial. Primero, con la disputa del Tour del Porvenir y, como guinda final, con el reconocimiento del seleccionador sub23, Pascual Monparler. “Te voy a llevar al Mundial, te lo merces", le dijo escueto. Ibai temblaba sólo de pensarlo. La presión parecía querer apoderarse de su pequeña osamenta. Pero, su nuevo compañero de entrenamientos le dio la clave para afrontar la prueba sin miedo: “Has hecho una gran temporada. El Mundial va a ser un premio, no un motivo de presión. Vete a disfrutar", zanjó.
Años antes, a pesar de ser del mismo pueblo, apenas conocía a Mikel Nieve. Lo veía inalcanzable. Idolatrado. Sus grandes victorias en Giro o Vuelta o su incombustible trabajo para los mejores líderes del pelotón internacional le apartaban de él. Le empujaban a una timidez que le impedía pedirle entrenar juntos. Pero Mikel supo acercarse a su paisano. Enseñarle a ser ciclista sobre la bicicleta o fuera de ella. Hasta convertirse en el segundo soporte de su carrera.
El tercero, correspondería a otro Mikel. Al Presidente de su equipo. Landa no entendía de distancias. A pesar de gozar de sus mejores años como ciclista, de ser protagonista de las portadas de los periódicos cada vez que disputaba una gran Vuelta, siempre tenía un rato para dar ánimos a los suyos. A Ibai siempre le regalaba un mensaje de texto o una llamada de apoyo tras cada carrera. Más frecuente en aquellas en las que lo conseguido no era lo que esperaba. Un día, incluso, le ofreció un hueco en una etapa de la Vuelta a Andalucía que rodaba demasiado pegada a la cuneta para un chico tan menudo. Por eso, tras la etapa, Ibai quiso hablar con él. A solas. Sólo un minuto. Para agradecerle que, siendo quien era, fuese siempre tan cercano con él. “Me ayudas mucho, Mikel, de verdad", acertó a decirle.
Ibai ya lleva dos años como profesional. Aún “sufriendo" las bromas de aquellos corredores fornidos que, al cruzarse con él en el pelotón, presa del asombro, le siguen preguntando por su peso o estatura. “¡Casi te doblo de peso, chico!", es la frase que más escucha. Pero Ibai responde con risas. Es consciente del respeto que encierran los comentarios. Sinónimo de la admiración por un chico que, acostumbrado desde niño a escuchar que no llegaría a nada, se retó a cambiar el destino que otros le imponían.
Obligado desde escuelas a tener que salir en las carreras con las calas puestas, sostenido por su padre para no caerse de una bici dotada de un cuadro más grande que él. El paso del tiempo le dio tres impulsos. El guiño de Jorge, la experiencia de Nieve y la confianza de Landa. El cuarto, bien lo saben en la Fundación. Es su trabajo. Su sacrificio. Aunque roce tanto la obsesión hasta casi desesperar a Jorge. Son las armas de Ibai. El ciclista menudo, pero hecho a gran escala.