Todos asintieron a las últimas palabras de Julio mientras avanzaban hacia la carretera. Él también se disponía a hacerlo. Tras colocar la cala sobre el pedal, impulsó su cuerpo sobre el manillar. Entonces, Julio, le detuvo. “Espera un momento”, le pidió, extendiendo la palma de la mano sobre su pecho, como si de una barrera se tratara. Jordi le miró sorprendido. “Sabes que llevaba tiempo siguiéndote. Tengo confianza en ti. Pongo a tu disposición un calendario deportivo…aprovéchalo. Tienes potencial. Úsalo”, finalizó escueto.
El mánager del equipo burgalés no era muy dado a las alabanzas. En Castilla, las palabras se rasgan secas. Áridas. Pero firmes. Jordi sólo se atrevió a asentir. Julio impone. Pero comprendió su mensaje.
Jordi pocas veces ha tenido algo de eso. Un calendario de alto nivel y planificado. Confianza a medio plazo. En el ciclismo, la tranquilidad está al alcance de muy pocos. Ahora lo sabe. Antes, con 21 años, sólo lo supuso. Su año estaba siendo perfecto. Triunfaba con el filial del Caja Rural y, desde el primer equipo, le dijeron que no tendría problemas para saltar a profesionales el año siguiente.
La confianza. La sensación de que realmente valía para dar pedales se la dieron los resoplidos de un Colombiano al que nadie acertaba a seguir en aquel Tour del Porvenir. Nairo Quintana pedaleaba potente en aquel puerto y él se mantenía a su rueda. Jordi terminó noveno en la general pero con la tranquilidad bajo el brazo. El Andalucía, antes de la ronda francesa, antepuso un contrato a las buenas palabras del Caja Rural. “El tren sólo pasa una vez”, le dijo su mánager.
Jordi se montó. El Andalucía iría a la Vuelta. En el Caja Rural se estaban haciendo las cosas bien, pero aún no había disputado ninguna. Quizás era lo mejor. Desde el primer momento todo eran risas. Sorna sureña para capear el temporal de sofocones a nivel profesional. Jordi aprendía el oficio. “¡'Pisha', te vas a poner moreno de ir tanto tiempo cara al aire!”, bromeaban sus compañeros. Era cierto. Su juventud le hacía pecar de ingenuo. Atacaba pronto. Se escondía poco. Pero disfrutaba igual.
Aunque, más allá de los consejos de sus compañeros, lo que nunca se le borraría de la cabeza serían las palabras de Gustavo César Veloso. El gallego no bromeó. “Jordi, el ciclismo es traicionero. Irregular. De dulces y sin sabores. Cada año es diferente. Aprovecha lo que te llegue ahora porque nunca sabes si habrá una nueva temporada”. Jordi entendería su significado meses después.
Antes, se entregó a sus paisanos en su primera Volta a Cataluña. Con sus amigos vociferando ánimos al pasar por su tierra. Pedaleando escapado bajo un asfalto que conocía de memoria, que se había pintado con su nombre para la ocasión. Luego, llegó el amargor. En diciembre, el Andalucía anunciaba su cierre. Sin tiempo para encontrar un equipo, decidió recalificarse como amateur. Lo hizo convencido. Porque no era de los que arrojaban la toalla fácilmente. Y porque su padre, como Julio, un día de invierno, también le pidió que esperase un minuto antes de salir a entrenar. “Hijo, lo que necesites. Tienes mi confianza y la de tu madre. Prepara bien el año, que te apoyaremos en todo”.
Un año después, de nuevo enrolado en profesionales de la mano del Team Ecuador ganó el premio de la montaña en el Tour de l´Ain. Saltando en cada etapa para coger puntos como si no fuera a correr nunca más. Serpenteando entre las traicioneras cotas francesas, desafiando las miradas de Rigoberto Urán o Romain Bardet, encontró lo que ansiaba. La misma sensación de confianza de aquel verano en el que compartío jadeos con Nairo Quintana. Aquel Tour del Porvenir. Sólo pidió lo que más añoraba. Continuidad.
Pero, como predijo Veloso, en el ciclismo, eso ya casi no existe. El equipo ecuatoriano, un año después, cerraba sus puertas. Jordi escapó por una ventana. Una más grande. La que dio con el Verva Active Jet polaco.
Imposible no sonreír al recordar la primera concentración con el equipo. Observar a los mánagers apurar sus vasos de vodka como si fueran de zumo de naranja. O aquellas charlas ininteligibles en polaco donde, de vez en cuando, se pronunciaba su nombre sin que supiera muy bien por qué. Jordi no se amilanó. Era un superviviente. Su carácter extrovertido le ayudaba a integrarse bien. Comenzó por apuntarse pequeñas expresiones en polaco en su móvil. Para poder utilizarlas para interactuar. El comodín vino después. Con aquel compañero alemán tan gracioso, Jonas Koch. “¿Tú también pones caras de póker cuando hablan, eh? No te preocupes, son gente que te integrará, dales tiempo”, le tranquilizó el teutón.
Fue en la Volta al Algarve donde Jordi supo que, aunque a veces se perdiera en un mar de explicaciones silbadas en varias lenguas, aunque alguna vez le cayeran broncas por bajar a por bidones cuando debía guardar energías para dar la cara por el equipo, era valorado. Mucho. Tras terminar la última etapa, su director, en una de las charlas rutinarias post carrera, pidió silencio. Se acercó a Jordi y, en inglés, le dijo que se sentía orgulloso de él. De cómo le había apoyado el equipo y, sobre todo, de que hubiera dado la cara por ellos al final. Para dibujar el nombre del equipo entre los veinte primeros clasificados de una carrera de tan alto nivel.
Pero, detrás de cada momento dulce, de nuevo, llegaba el amargor. Como si ese fuera su destino. El equipo polaco desapareció. Jordi, entonces, aceptó firmar las buenas intenciones de un magnate brasileño que le vendió su equipo como un fijo en las mejores carreras. Como un paso más para progresar en su carrera. En cambio, la realidad fue otra. Primero, uno de los sponsors decidió retirarse del proyecto. Después, apenas si pudieron acudir a un par de carreras.
Continuidad. Un bien tan escaso. Jordi luchaba por no naufragar en infinitas horas de entrenamientos. Privado durante meses de ponerse un dorsal. El primero llegó, de nuevo, en su carrera. La Volta a Cataluña. La tercera que disputaría. Decidió vivirla de otra manera. Apoyando su falta de ritmo de competición en el cariño hacia sus compañeros brasileños, que, nerviosos, la iban a disputar por primera vez y ante corredores como Alberto Contador o Chris Froome. Le contagiaban su felicidad. En cierto modo, mirarles a los ojos le hacía sentir como en sus inicios con el Andalucía.
Por eso, esta vez, su recuerdo no viaja hacia una escapada personal, sino que vuelve a empaparse en volver a sentir la solidaridad de los otros chicos que, como el, se estaban dejando la piel por un proyecto que moría. En rememorar como uno de sus masajistas atajaba la incertidumbre del futuro del equipo lanzándose bolas de nieve contra un auxiliar antes de la salida de la tercera etapa. Y, lo mejor de todo, disfrutar de la alegría de dos de sus compañeros, Murilo Affonso y Magno Nazaret, al atrapar la fuga buena de la primera etapa que les premiaría con el premio de la montaña y de las metas volantes. Reyes por un día en un podium donde sólo suben los mejores.
“¿Lo harás verdad? ¿Aprovecharás la oportunidad?”, repite. Julio vuelve a mirarle a los ojos. Jordi sonríe, sin bajar la mirada. Asiente. Continuidad. La tiene delante de sus ojos. Una bicicleta. Un calendario. Unos objetivos pre-establecidos en un equipo serio. Que lleva años en esto. En unos meses seguramente llegará aquello por lo que, en su momento, le empujó a decidirse por el Andalucía: La Vuelta a España. Pero, hasta entonces, no difuminará sus días en entrenamientos eternos. Le esperan muchos objetivos previos. Muchas carreras donde poder lucirse. Quién sabe. Quizás vuelva a cruzarse en alguna de ellas con el buen humor de Jonas. Sigue por Polonia. Puede que ya haya aprendido el idioma. Era un tipo espabilado. Extrovertido. Como él.
Rafa Simón
@rafatxus