Carlos Verona, la madurez prematura

Carlos Verona, la madurez prematura
Carlos Verona, la madurez prematura

En momentos así uno no podría evitar repasar visualmente el estado de su bicicleta. Recalcar el apoyo de sus manos sobre el estrecho manillar de su bici de crono. Bajar la mirada hacia el pulsómetro, que siempre indica nervios, pulsaciones altas ante la tensa espera de su turno. Al menos la primera vez fue así. Hace cinco años, en su primera crono como profesional. Era un niño. Tan sólo18 años.


Hoy, en cambio, estira el cuello con breves ladeos a izquierda y derecha mientras se recrea con el sol generoso de Benicassim, en la amable costa levantina, antesala de la primera etapa de la Vuelta a Valencia. Sonríe al público, que responde con una ovación a los datos que Juan Mari Guajardo, la “voz” del ciclismo en España, repasa sobre él. Efectivamente, estuvo fuerte en Australia, en el Tour Down Under. Y no le tocaba correr en Valencia, pero suplió la baja de un compañero. Y tan contento. Si es por correr… Adora su trabajo. Bebe un pequeño trago de agua. Instintivo, de los que no sacia la sed, pero que humedece la seca espera.

“10 segundos, chico”, le anuncia el juez. Carlos vuelve a sonreír con esos ojos que no se ven, porque los cubre el elegante visor de su monocasco, pero que siguen siendo de niño, en un tono marrón oscuro, dibujados en una tez que se mantiene fina, aún libre de las arrugas que el esfuerzo pinta prematuramente en la cara a los ciclistas antes de la treintena. En cambio, asiente con voz gruesa, la de un hombre maduro que ha crecido antes de tiempo, porque eligió vivir deprisa.
Con 16 años se emancipó. Pidió a sus padres apoyo para que le dejaran crecer, y de San Lorenzo de El Escorial se fue a Girona, al Centro de Alto Rendimiento, para seguir formándose como ciclista. Dos años después debutó en el campo profesional, con el Burgos BH. Hubo quien apostó por su equivocación. Él no. Y tampoco Patrick Lefevere, mánager del poderoso Omega Pharma- Quick Step. Aconsejado por su auxiliar, Johan Molly, le invitó a diversos “Training Camps” con el equipo belga mientras corría en el equipo burgalés, con sus correspondientes test de esfuerzo. Los números cuadraban. Por eso, en septiembre de 2012, Lefevere le llamó. Fue breve. “Carlos, estoy en el Hotel Kennedy, de Kortijk. ¿Puedes pasarte? Tengo una cosa para ti”. Carlos estaba en Bélgica, cerca de la zona, compitiendo en una serie de “Kermesses” con su equipo y Julio Izquierdo, mánager del equipo burgalés, le subió al coche. Una hora después, en la recepción del hotel, selló la conversación definitiva con Lefevere. El año siguiente sería corredor del Omega Pharma Quick Step.


Desde entonces, el tiempo ha volado. Acumula ya cinco años completos de experiencia. En ese tiempo ha aprendido a conocerse más. A hacer explotar su fuerza sólo en el momento adecuado. A canalizar su calidad en tiempos, dejando que las pedaladass alocadas de un neoprofesional fueran sustituidas por la prematura experiencia de un adulto de 23 años.


Su primer gran test llegó a las primeras de cambio. Su equipo le tenía preparada una sorpresa en su primer año. En medio de la disputa de una Vuelta al País Vasco, al terminar la tercera etapa, le pasaron un teléfono.


Davide Bramati quiere decirte algo”, le dijeron como anticipo. “Chico, estás en la lista del equipo para la Lieja”, le dijo Bramati. Imposible olvidar esa conversación como imposible estremecerse con los gritos del público en esa nublada mañana de abril en la Plaza mayor de Lieja, o al llegar a las primeras cotas. Tan cerca de la tensión de carrera. Recorrió los primeros 120 kilómetros totalmente abierto, expuesto al aire, que silbaba el aliento del público. Lo hizo en defensa de su líder, Michael Kwiatkowski, para que fuera cubierto hasta donde le dejaran sus piernas. Carlos cumplió, y pudo repetir el año siguiente.
Pero el año pasado, en la que iba a ser su tercera participación, la “Itzulia”, le dio la de arena. Si un año le afinó para la Lieja, esta vez le regalaría un porrazo. De los de levantarse y seguir, sin saber que transportaba una factura invisible. Las que se ven a posteriori. Pero su madurez, aprendida de manera acelerada, le pidió calma. Relatividad. Ante la radiografía de su escafoides dañado se comió un gran bocadillo. Era sólo una carrera. No era el fin del mundo. Ningún drama en perspectiva. Madurez en mayúsculas.

 

Por eso, mientras espera su turno en la crono, a sus 23 años, se da unos segundos para reflexionar, para darse cuenta de que ya no es el “novato” del equipo, aquel chico de veinte años que se acercó con timidez a Kevin de Weert en la primera concentración del equipo para pedirle que por favor se fijara en él, que le corrigiera detalles. O el que miraba con admiración desde la bici de al lado a Tony Martin mientras éste ultimaba detalles sobre un rodillo previo a una crono que ganaría de forma incontestable. En cambio hoy, a su corta edad, Carlos también tiene consejos para dar: “Estate tranquilo, sal a disfrutar, que no te pese la presión del maillot”, le dijo a su compañero de habitación, Davide Martinelli, en el último Tour Down Under, donde el joven italiano esperaba nervioso su debut.


“Cinco segundos”, espeta el juez. El griterío aumenta. El golpeo sobre las vallas. Una sensación tan familiar para él. Su nombre se ha ido extendiendo progresivamente entre los aficionados. Especialmente en la última Vuelta a España. Sobre todo en una etapa, la más especial, la penúltima, con final en Cercedilla y salida en su localidad natal, San Lorenzo de El Escorial. Su intención era calentar en rodillo, fuerte, antes de la salida, para estar caliente de inicio e intentar coger la fuga, pero se dio cuenta de que no siempre se tiene la oportunidad de sentir de cerca el apoyo de tus paisanos.
Por eso se bajó de la bicicleta, se olvidó por un día de ser metódico y accedió hasta el control de firmas andando, caminando por la estrecha carretera que separa en dos el bosque de la Herrería, saludando a todo aquel que se acercó a él hasta, de nuevo, sentir el firme empedrado del Monasterio del Escorial. Impagable. Eterno.


Aún así, ese día cogió la fuga, consiguió el sexto puesto final y vivió en primera persona como Aru le arrebataba al fornido DuMoulin esa Vuelta, pero, sobre todo, disfrutó de su mejor momento sobre la bicicleta, enamorándose definitivamente de la Ronda española. Es fácil evadirse en el recuerdo y quererla. Porque la quiere correr siempre, hasta que se retire, aunque la tenga que compaginar con el Giro o con el Tour, cuando su cuerpo esté preparado para hacer dos grandes. Para acercarse un poco más a los grandes, como en el último Giro de Lombardía. Allí realizó su último servicio para Kiatkowski antes de que el polaco dejara el equipo, entrando además en el grupo cabecero.


Hasta entonces, no tiene prisa. Sólo quiere progresar, seguir disfrutando de su vida. De la bicicleta. Y de pequeños placeres, como pasear a sus dos perros, Nhoa y Ona, o caminar de la mano con Esther, su novia, de perderse en la Costa Brava, o en Andorra, donde reside desde hace un año, tan ajeno de las grandes ciudades. Tan cerca del aire puro, o del Puerto de la Gallina, o de los valles donde la nieve no llega en invierno. Y, cuando puede, de poder acercarse a ver a su madre, que cocina de miedo, o de ver como progresa la granja de Ocas salvajes de Juan Carlos, su padre.


Esporádicos encuentros para que le recuerden que, aunque pase la vida entre hoteles, aunque esté recién llegado de Australia, o de que haya contemplado un atardecer en Singapur mientras esperaba su vuelo de vuelta a España, sigue siendo un niño, que, poco a poco, crece.


“Tres, dos, uno…¡Top!”, exclama el juez. Solemne. Categórico. Carlos resopla. Empuja su manillar hacia delante mientras siente como su rueda lenticular ya se desliza por la rampa de salida. Su pulso toma fuerza y sus ojos, la infancia que aún atesora, le empujan al frente. Tantas cosas aún por llegar. Es Carlos Verona, protagonista de su propia madurez prematura.


Fotos:

  • • Ettix- Quick Step
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