Cada trazo de su lápiz silba un gesto. Una expresión difuminada en tonos oscuros. Dibujos que retratan una pasión alejada de su gremio. El ciclismo es esfuerzo puro. Límite corporal que apenas deja margen a la creatividad. A crear en espacios muertos que la mayoría de ciclistas sólo llena con reposo. Con una película fácil de digerir.
Dario prefiere disparar su creatividad aunque tenga el cuerpo molido. Matices que pasan de tonos ocres a un estallido de color. Pero no es el único que crea a través de sus pinturas. La vida también le ha dibujado a él. Le ha impreso en rostros cambiantes que los fotógrafos disparan sobre su esfuerzo. Unas instantáneas perfilan un rostro salino. Manchado en agonía de alta montaña. Difuminado en el trabajo en favor de su fiel serpenteo como gregario.
Lejos queda aquel pincel que tallaba los finos rasgos de un joven vencedor del Giro Sub23. Atiborrado a éxitos como amateur, el elenco para la elección de equipos en el profesionalismo se perfilaba fácil. Eligió el Liquigas para debutar en 2007, ilusionado por la posibilidad de coincidir con su paisano, Danilo Di Luca. En aquel equipo sólo era un principiante que no sabía de nada. En su mochila, tan sólo un consejo, el que recibió de uno de sus directores cuando era juvenil. Le dijeron que, en la vida, cuando uno gana todo es fácil. Te levantas del sillín y despegas. Lo difícil era rehacerse cuando venían mal dadas.

Pero le sobraban buenos profesores. Manuel Beltrán le inculcó sus primeras palabras en castellano. Alessandro Vanotti le enseño a sufrir, a tirar durante interminables kilómetros en la cabeza de un pelotón sin esperar nada a cambio. A pegarse con otros lanzadores para dejar a Bennati lo mejor colocado posible. Y luego estaba Andrea Noé, un tipo que siempre se quejaba, pero que le hizo saber que era eso del ciclismo internacional y como debía comportarse.
Dos años después, llegó a la determinación de que quería especializarse en las grandes Vueltas, y Lefevere le hizo un hueco en el Quick Step, un equipo de clasicómanos belgas donde había vacantes para su perfil. Con el equipo belga finalizó cerca del top 10 en dos ediciones del Giro de Italia. Pero, a pesar de haber dado su máximo, no era el resultado que esperaba. Aun así, antes de abandonar la escuadra en 2012, regaló a Lefevere una victoria en la Vuelta a España de aquel año.
Fue una victoria tan sufrida como improvisada. Aun con secuelas en el cuerpo de una caída el día anterior. A sabiendas de que el cansancio se pintaba en el rostro del pelotón, se regaló un único intento de fuga, que le condenó a viajar tan sólo con la compañía de Thomas de Gendt. Los relevos del belga eran tan agónicos como el pulso con los favoritos en plena ascensión al Cuitu Negro pero, entre chepazos, supo deshacerse primero, de la persecución del grupo de favoritos y, después, del sufrido De Gendt.

El año siguiente, tras recalar en el SKY, lo tenía claro: El equipo británico tenía líderes claros en las grandes vueltas. Nadie le dijo que debía trabajar para ellos. Él mismo aprendió que ese debía ser su papel. Nadie le dijo que debía ser gregario. Pero sabía que no había adquirido el nivel para afrontar una gran Vuelta como líder. Al llegar, le pintaron un equipo antipático, quizás por su tonalidad negra, o por recelos sobre su poderío. En cambio, de puertas para adentro, la camaradería era patente. Y quien más daba ejemplo de ello era el gran líder. Chris Froome. En su primera carrera junto a él, en el Tour de Omán, en la primera etapa, ante una previsible llegada nerviosa, Dario lo tuvo claro “Chris, cógeme la rueda y todo saldrá bien”, le silbó. Lo había aprendido llevando a Bennatti. Tras la etapa, ya en el hotel, Chris le buscó en su habitación para agradecerle el servicio. “Hiciste muy bien tu trabajo, estoy muy contento de que hayas venido al equipo”, le dijo.
Dos años después, decidió recalar en Astana. Nada más llegar, no preguntó. Le insertaron en el grupo que escoltaría a Aru y él hizo su trabajo como mejor sabía. Aplicando la agonía que le enseño a trabajar Vanotti en el Liquigas. Rápidamente se sumó a la estrategia de una escuadra dedicada a asaltar clasificaciones a la brava. Como en la trabajada Vuelta de 2019 en la que trataron de llevar a Miguel Ángel López a lo más alto, aunque fuera sin éxito.
Miguel siempre le llamaba “papi”, por la diferencia de edad. Y por que conoció al colombiano desde el mismo momento en que este llegó al profesionalismo. Lo vio crecer, mejorar. Caerse y levantarse mil y una veces. Ser incapaz de mantener el ritmo del grupo en sus inicios. Luchar por una Clasificación general años después. Agonizar al principio para, años después, pedirle que pusiera el ritmo más agónico en los puertos más selectivos. “Un puntito más papi”, le solía pedir.

Cuando Dario trabaja para un líder, no va implícito el trabajo en sí. Llevar su cuerpo al límite viene acompañado de momentos personales con cada uno de ellos, traspasando la profesionalidad en favor de la complicidad y eso, no lo puede dibujar ni el mejor de los pintores.
Pero la vida si que ha conseguido inmortalizar el brillo en sus ojos. Fue en el Giro de 2019 cuando, camino de Como, consiguió superar a Mattia Cattaneo. Aquel día, la felicidad en sus pupilas se codeó con el alivio de su corazón. Con sus miedos a retirarse sin poder vencer una etapa del Giro. Por no darle satisfacción a un cuerpo que la televisión comenzaba a trazar quizás demasiado maduro para un triunfo.
“Aquí vas a estar bien, el ambiente es inmejorable”. La llamada de un antiguo profesor marcó su nueva etapa. Danielle Bennati, que por aquel entonces seguía en activo en Movistar, le describió un buen equipo. Le habló de un grupo especial de personas que le harían el cambio muy liviano. Apenas si ha podido trabajar para ellos, pero no se arrepiente.
Son los colores de la vida de Dario. Hilvanados por las acuarelas que la vida ha previsto para él. Fruto de tonos ocres sufridos en días grises. De colores chillones en días gloriosos. De tonos silenciosos vestidos de la complicidad con cada uno de sus líderes. Baile de gamas cromáticas de un gregario al que nadie le dijo que lo fuese. La vida le hizo pintar su propio destino. Su propio esfuerzo.