Los iranís parece que no dan más de sí. Hoy no hay viento, así que los jadeos hablan más fuerte. El cansancio se disfraza peor. Hay menos escondites detrás de las ruedas. Quizás sea el momento. Mira rápido a su alrededor. Normalmente no suele esperar tanto. Entonces aprieta los dientes. Su dedo índice presiona sobre el cambio. La cadena salta un piñón. Su fina musculatura se eriza. Como la de un gato envalentonado.
Desde pequeño aprendió a leer las carreras rápido. Imaginando hazañas a través de fotos que veía por casa. En ellas siempre batallaba Juán, su padre. Aunque cuando volvía a casa nunca se las contaba. Se hablaba poco de ciclismo. Pero se las describían las manos abrasadas por el sol con las que le levantaba del suelo, o la delgadez de su fisionomía cada vez que entraba por la puerta, la que heredó de él.
Una vez no fue así. En 2010 coincidieron en la única Vuelta a España de Óscar. Una de tantas de Juan. Juan la hizo como auxiliar del Katusha, pero buscaba momentos en las salidas de cada etapa, desde una prudente distancia, para ver el progreso de su hijo, el día a día. Se hacía especial. Con Cervelo su carrera parecía meteórica. Tanto que, para el año siguiente, el Omega Pharma Lotto le echó el ojo. Le fichó de escudero para Jurgen Van den Broeck. Para que ayudara al belga a subir al podio en el Tour, que se le atravesaba.
Fue justamente donde Óscar tuvo que ir para seguir siendo ciclista. A Irán. Al Azad University. A cambio de nada. De seguir corriendo. De existir. Le dio tiempo a ganar el Tour de Shingkarak. De hacerse con los puntos UCI que le habían sacado de la élite. Pero ya no viajaba en ese tren. Y el suyo acabó descarrilando en la desorganización. En el olvido. En la falta de un calendario consistente. En un equipo grande uno ya sabe que pruebas corre desde el principio. En uno pequeñín, a veces ni se acude a las que se han previsto. Vivió años así. Corriendo por meses con equipos maltrechos. Por contrato de obra. Era la receta perfecta para dejarlo de una vez. Para sucumbir a la realidad. A la mala suerte.
Por eso, tras sobrevivir durante dos años en Asia, consiguió llamar la atención de un nuevo equipo, en 2014. El Skydive Dubai. Otro proyecto asiático, pero mucho más ambicioso. Uno para hacer despegar el ciclismo en los Emiratos árabes. Conseguir que chicos que conducen coches de alta gama estuvieran interesados en sufrir encima de una bicicleta. Se lo llevó Paco Mancebo, de gregario. Y a él le brindó el Tour de Kumano, en Japón, arrebatándoselo a otro español, Jose Vicente Toribio, que en ese momento corría en el Team Ukyo japonés.
El manager del equipo Nipón se interesó por ese chico rubio. El de los bigotes. Óscar no se lo pensó. La vida son vivencias. Vivir el momento sin recrearse en la nostalgia del pasado. Dejar de atarse a aquella Vuelta a España de 2010, cuando era normal que le sacaran con su padre en Televisión Española. Cuando hizo reír a los espectadores en aquella entrevista tan surrealista en la habitación de un hotel junto a su compañero Xabier Florencio. O cuando arrancó del pelotón en plena etapa reina del Tour de California con Lance Armstrong pegado a su rueda. Para él la vida es ya. Es parecer que todo importa un bledo. Que no hay que tomársela en serio. Es entenderla a su manera. Parecer abusar del postureo en las redes sociales con mil y un peinados, con calcetines extravagantes que engañan a la vista con sus brillos. Con su estridencia. Que sugieren infantilismo pero que tapan unas piernas trabajadas a golpe de sacrificio, de números. De no rendirse nunca.
Marcos García se mueve. Es el momento. Contraataca. Desde hace dos años vive a 50 kilómetros del Monte Fuji. Lo conoce bien. Sabe trepar por su ladera. Avanzar entre su foresta. La ha visto nevada en invierno, abrasada y seca durante el calor estival. Puede que quizás falten personas en las cunetas. Como en Europa. De esos que corren al lado de los ciclistas desafiando su respeto, pero que dan valor a ese deporte. A él tan sólo le aplaudirán en la meta. Respetuosos. En Japón la educación y el silencio es asunto de Estado. Los reporteros no le atosigarán en cuanto se proclame vencedor. Dejarán que su auxiliar se lo lleve, al coche, con apenas unos segundos para levantar la mano, para proclamar su furia. Exhausto. Su grito se escucha nítido. Rotundo entre aplausos. Fuji le regaló el premio a su rabia. Dejó que tronara. Un titular para los periódicos. Un recado para Europa. La antesala para que, dos días después, entre triunfal en Tokio. Para que se adjudique la General final del Tour de Japón.
Luego, tras los flashes, todo volverá a su cauce. Regresará a la casa en la que convive junto a Rodrigo, Salvador, Jon y Benjamí, sus otros compañeros españoles del equipo. Quizás este ciclismo tan emergente como humilde sea su último hogar como ciclista en activo. Quizás nunca pueda regresar a Europa. A la Vuelta a España. Sus piernas hablan bien de él. Pero supera la treintena, un injusto lastre para el ciclismo europeo. Aun así podrá decir bien alto que nunca se rindió. Que sonrió cuando el Lotto fichó a un iraní. Que vivió años sin un calendario fijo. Pero que, cada vez que recibió las palmadas de Juan, en cada despedida, supo que su padre siempre se giró satisfecho. Porque nunca le defraudó.
Rafa Simón
@rafatxus