Sergio Pardilla, la vida 300 días después

El Blog de Rafa Simón

Rafa Simón

Sergio Pardilla, la vida 300 días después
Sergio Pardilla, la vida 300 días después

“…aunque ha pasado por una importante lesión, ya está recuperado para el ciclismo, ¿verdad Sergio?”. Juan Mari Guajardo pregunta, uno a uno, entresacando lo mejor de cada corredor. Y Sergio asiente, casi por inercia, como cada vez que le preguntan que qué tal está. Su timidez no evita que por un momento se olvide de pegar las manos a la espalda para mostrar la publicidad de su maillot como el resto de corredores y desplace una de las dos manos, la izquierda, para saludar. Un gesto tan cotidiano. Si supieran el esfuerzo que hay detrás.

Hace casi un año, en abril, ni se le pasaba por la cabeza pensar en eso. Sólo disfrutaba del día a día, haciendo su trabajo, competir. Pero, cuando tras una curva a derechas embocaba la recta de meta de la primera etapa de la Vuelta al País Vasco, en plena Gran Vía de Bilbao, de repente, algo le atrapó. Previamente no escuchó ni un grito, ni un frenazo dentro del pelotón. Sólo sintió un chasquido. Seco. Como un balazo. En la mano. Instantes después estaba en el suelo. Aturdido. Con el pulso disparado. A su izquierda muchos frenazos. Corredores que se pedían cuidado en mil y un idiomas mientras rozaban su encorvada silueta como flechas. A su derecha escuchaba dolor. Peter Stetina, del BMC, que también había caído, trataba inútilmente de incorporarse. Como un grupo de soldados que pisan una mina. Pronto sintió un corrillo de pies alrededor de su cabeza. Comentarios atropellados que ofrecían ayuda antes de que fueran apartados entre silbatos que aturdían. Necesitaba abrir mucho la boca para respirar. Tenían cuatro costillas clavadas en el pulmón, que encharcaba su boca en sangre. Quería decir que estaba bien, responder a las preguntas que le hacían para comprobar si se había golpeado en la cabeza. Pero no podía responder. Quería decir que le curasen la mano. Dolía horrores. La ambulancia se lo llevó.

Días después, en Membrilla, la localidad manchega donde reside, en su cabeza aún punzaban las preguntas. Quería saber qué había pasado. Porqué tenía las dos manos inmovilizadas, cosidas entre agujas y operaciones y revestidas de escayola. Porqué era dependiente. Para todo. Con la movilidad de un muñeco de trapo. Le contaron que un bolardo, de los que delimitan los containers de basura, estaba sin cubrir. Allí estrelló su mano en pleno sprint. Y su temporada. Sus metas cambiaron. Sin bicicleta, había que volver a ser persona. Se acabaron los viajes, el dormir cada noche en un hotel, el trasiego de aeropuertos. Todo ello sustituido por magulladuras, por la angustia sobre su futuro.

“Sara, estás despierta…Sara?”, exclamaba por las noches. No podía ni toser. Ni dormir más de dos o tres horas seguidas. Las costillas rotas le oprimían su cuerpo, reducido a la mínima expresión. El neumotórax se le complicó con una anemia, y tenía muchos mareos. Su fisionomía había cambiado. Por eso, cada noche, necesitaba que le levantaran, que le sentaran un rato. Y Sara siempre estaba. Dormía en una cama contigua, y cuando le sentaba a ver la tele, de madrugada, ella se recostaba en el sofá, como un gato. Las 24 horas disponible para Sergio.

Y cuando la sentía dormida, Sergio la miraba. Y pensaba. En la suerte que tenía con ella, y en lo malo que era estar todo el tiempo quieto. Da para darle demasiadas vueltas a las cosas. Bajo la oscuridad, con el hilo de luz de la televisión apuntando a su cara pensaba que quizás ya no volvería a ser ciclista nunca más. Cómo podría llegar a serlo si ni siquiera podía juntar el dedo pulgar con el dedo índice. Y las fracturas que en un principio le encontraron en las manos eran complementadas por otras nuevas, que retrasaban su recuperación. Pero ni Sara, tan ojerosa como Sergio, ni sus padres, José y María Josefa, le dejaban rendirse.



Y, aunque todo ciclista, si se cae, es para levantarse, Sergio necesitaba algo. Un apoyo especial. Lo tuvo de todos sus compañeros de equipo, de cada auxiliar. De “Juanma”, el mánager, que siempre le dijo que le iban a esperar. Pero una persona muy especial para él le habló claro. Una voz solidaria. Pablo Lastras, que había caído una semana antes en la Volta a Cataluña le acompañó durante su convalencencia con cada llamada, cada mensaje de ánimo: “Sergio, la caída te hace más fuerte y tú ya sabes que el pelotón no espera. Tienes que levantarte y volver. Cuanto antes. Lucha”. Su voz, tan pausada como contundente, ejercía de bálsamo para él. Por eso, cuando Pablo y Sergio coincidieron en Navarra, en la Mutua del equipo, Lastras le enseñó algo: “Mira, esta es mi oficina”, le dijo, mostrándole una sala aderezada con todo tipo de aparatos necesarios para aprender a hacer vida normal. “Siempre hay algo peor, siempre, y no hablo de mí”, le repetía. Y tanto. Pablo, aunque le restaba importancia, no podría volver a ser ciclista profesional. Y Sergio sí. Y ninguno de los dos tenía una enfermedad, ni la incógnita de saber si al día siguiente vivirán o no. Eran huesos. Y los huesos sueldan. Antes o después. Sergio tenía su lucha, es cierto, pero nunca se ha había sentido un ejemplo para nadie.

Por eso, Sergio siempre escuchó a Pablo. Encontró pequeñas satisfacciones a cada día de rehabilitación. En la piscina primero, en el rodillo. Hasta que, 300 días después de estrellar sus ilusiones contra un bolardo, se plantó en la línea de meta de una salida. En el Gran premio de la Marsellesa. No estaba nervioso. El resultado era lo de menos. Tenía miedo de otras cosas. De la tensión. De los baches. De ir demasiado agarrado al manillar, de que su mano no resistiera. Pero se encontró con que tenía lo que le había faltado todo este tiempo. Lo que le hacía sentir vivo: Las bromas de sus compañeros en el desayuno. Las prisas en el hotel. Los aeropuertos. El zumbido de las ruedas de otros ciclistas al pasar a su lado. Las idas y venidas de los gregarios de los equipos subiendo agua para sus compañeros. Idiomas jadeados entre mil y un maillots distintos. Los pitidos de los coches de equipo. Lo último que escuchó antes de la caída. La vida igual que la dejó meses atrás. Y él, tenía otra vez el dorsal pegado en la espalda.

“…Verdad Sergio?”, repite Guajardo. El Auditorio de Burlada, donde se presenta hoy su equipo es testigo de su respuesta. Sergio asiente. Alza la mano, la izquierda, con decisión. Verdad. Así es la vida, al menos 300 días después.

Fotos:

  • -Caja Rural-Seguros RGA
  • -Fotos:Rueda Villaverde
  • -Sergio Pardilla
  • -Asociación Sergio Pardilla