Stefan Denifl: la imperiosa necesidad de volver

La historia de Stefan Denifl está marcada por la superación de lesiones, incluso de una caída que pudo costarle la vida, cambios de equipos y falta de estabilidad que le hizo dejar de ser el campeón que muchos esperaban que iba a ser hasta volver, años después, de nuevo, a su gran meta: conseguir ganar una etapa de montaña, en los Machucos, en una grande, la Vuelta a España. Y delante de Contador.

Rafa Simón / Foto: BettiniPhoto

Stefan Denifl: la imperiosa necesidad de volver
Stefan Denifl: la imperiosa necesidad de volver
Otra curva así podría ser su ruina. Levantarse del sillín resulta una proeza cuando las piernas duelen tanto. Frank siempre le dijo que el ciclismo era ahorro. Una espera certera. Eso lleva haciendo durante toda la Vuelta. Esperar. Se marcó la tercera semana. Buscaría una escapada numerosa. Pero ya está solo. Le roza la asfixia. Resistir parece una cuestión mental. De engañarse a uno mismo.
 
Maldita lluvia. Le quema. Ha teñido su cara de asfalto negro. Los brazos escuecen de frío. Ni siquiera parecen poder soportar el peso de los manguitos, que, húmedos, aún cubren sus muñecas. Agarrotado, de nuevo, lo nota. El esfuerzo late. Palpita en su frente. “¡Vamos, chaval, te queda poco ya!”, braman de nuevo en sus oídos. Indicaciones abstractas. Resulta tan extraño como excitante serpentear entre ánimos de desconocidos. Aficionados tan entusiastas como entregados al esfuerzo de alguien a quien no aciertan a identificar. Le llaman “chaval”. Al fin y al cabo, venía de un equipo invitado. Tan sólo era uno de “los que le quemaron el autobús”, como les recordaban, desde hace unos días, a él y a sus compañeros, en cada salida de etapa.

Aquella madrugada, su equipo, el AquaBlue, hizo piña con el ciclismo. Sufrieron el desvarío de un pirómano y, entre todos, salvaron todo lo que pudieron. Esperaron a que los bomberos hicieran su trabajo para luego intentar recuperar el material que hubiera quedado a salvo de las cenizas. Auxiliares, mecánicos, ciclistas. Todos a una. La organización les cedió un autobús de línea comercial para poder continuar en la etapa siguiente. Otros equipos les cedieron cascos, material. Posteriormente, un equipo portugués, el LA Aluminios, le ofreció su propio autobús. Hoy, en cambio, su maillot, aunque apenas fuese reconocido por el barro, era mostrado ante toda esa gente, que le marcaba el ritmo, con orgullo. Sin provocar lástima. Empujado entre instrucciones ensordecedoras en una lengua desconocida. Como única guía. Su radio hacía ya tiempo que no funcionaba. Pedaleaba sin ninguna referencia sobre lo que pudiera estar pasando por detrás.
 
Por eso, a mitad del último puerto de la jornada, decidió jugársela a una carta. Dejar de escuchar los últimos jadeos de sus compañeros de escapada. Pero, a falta de dos kilómetros, comprendió porqué, tras él, los ánimos se intensificaban. Alberto Contador, de nuevo, se había movido del grupo principal. De nuevo él. Hace 7 años, cuando Stefan era un prometedor corredor de 22 años, también probó fortuna en otra fuga. Ese día no llovía. En cambio, abrasaba el calor en las rampas del Alpe d´Huez. Corría en el Cerveló, como su amigo. Óscar Pujol. Ambos parecían pedalear entre bromas. Como si burlasen la intensidad del esfuerzo. Eran dos chicos jóvenes. Atractivos. Compañeros de habitación. Cómplices desenfadados de un talento que empezaba a brotar en ellos. Los dos jugaron a ganar. “O tú o yo”, se dijeron ese día. Alberto también apostó por sí mismo. A pocos kilómetros del final de la séptima etapa de la Dauphiné Liberé sintieron como Contador y el resto de favoritos pasaban a su lado con una pedalada mucho más enérgica. Imperiales. Eran “los de la General”. Alberto ganó ese día. Stefan tan sólo se llevó una experiencia. Aprendió lo de que “esto es ciclismo”, y se llevó el San Benito de “joven promesa”.

Los años siguientes fueron crueles. Cambios de equipo. Lesiones. Una de ellas pudo costarle la vida. En 2011, durante la disputa del Tour de California en las filas del Leopard, de nuevo, se escapó. En otra fuga numerosa. Su inconformismo llegó a dejarle a solas con Óscar Freire. De pronto, en un descenso, algo le hizo caer al suelo. Milagrosamente, su coche de equipo, que rodaba  junto a él, tuvo tiempo de esquivarle. Un volantazo in extremis evitó por milímetros que una de las ruedas aplastara su cabeza. Ese día le dejó una cicatriz en la mano derecha. Para siempre. La que le recuerda que volvió a nacer.
 
La segunda lesión, en cambio, fue gradual. Eterna. En 2014, cuando parecía encontrar la estabilidad en el IAM  suizo su rodilla se empezó a entumecer. Le dejó hacer una buena Paris- Niza. Una destacable Lieja. Luego empezó a dolerle. A someterle al más cruel de los castigos: El descanso obligado. El olvido. Ya no era aquel corredor que un día podría ganar una etapa del Tour. El gran gregario de los hermanos Schleck. Era un tipo que apenas acababa las carreras. Fueron 8 meses de destierro hasta que un fisio logró identificar su lesión. En 2015 volvió para ganar la montaña en la Vuelta a Suiza. Ese día lloró. Porque las metas que más se saborean vienen de las derrotas más amargas. Y no siempre las producen los resultados. Sino las vivencias.

“¡Campeón, lo tienes hecho!”, le vociferan de nuevo. Una de las curvas se abre un poco más. Por primera vez, Stefan puede saber lo que está ocurriendo por detrás de él. Se regala un sorbo de agua. Luego, asimila la figura de Alberto. Se acerca peligrosamente. De nuevo ese pedaleo tan característico. Eléctrico. Como cuando le sobrepasó en aquella Dauphiné. Parece volver a por él. Para privarle, de nuevo, de la gloria de una victoria de etapa. Es el ciclismo. O eso le dijeron aquel día. Stefan se juró que hoy no sería así. Pero las piernas dolían. “Sólo un kilómetro más”, se pidió. Luego sería más fácil. Aunque atenazara escuchar, cada vez con más estridencia, como, por detrás de él, el público jalea al “Pistolero”. Hoy es un desconocido delante del ídolo nacional. “Hoy no, Alberto, entiéndelo, yo también quiero la etapa”, balbuceó.
 
“Stefan, ‘compi’, vamos, que tú puedes, o tú o yo”, escuchó de entre la multitud. La fatiga le impidió girarse, pero no hacía falta. Esa voz la reconocería entre cientos de ellas. Óscar Pujol se encontraba animando desde la cuneta. Tan sonriente. Tan necesario. Pudo darle unas instrucciones aceleradas para el final. Un guiño entre amigos para que, esta vez sí, uno de los dos ganase. Atacó a su propio dolor de piernas. Por Óscar. Por los consejos de los Schleck. Con la última reserva de energías que Frank siempre le aconsejó ahorrar. El resto, lo pondría la imagen de Xaver, su hijo recién nacido, del que tuvo que despedirse para acudir a la Vuelta a España.

Los últimos metros son cuesta abajo. Stefan se regala algunos para resoplar. Para levantar los brazos. Para poder sentir, por fin, lo que no había podido hasta ahora. Hace unas semanas, ganar el Tour de Austria significó mucho para él. Pero ganar una etapa de montaña.  En una grande. De tres semanas. Era diferente. Suponía satisfacer la imperiosa necesidad de volver.
 
La sensación es íntima. Tan sólo con Javier y Richard, sus auxiliares. Las cámaras de televisión apenas le regalan unos segundos. Veinte. Tras ese intervalo, Alberto entra con celeridad, arrastrando todos los flashes. Toda la atención. En una gran Vuelta, la actualidad manda. Los abrazos, esta vez, se comparten en una esquinita. El centro lo ocupa Alberto que, aunque se haya quedado sin etapa, lo habrá entendido. “Esto es ciclismo”. O eso le dijeron a Stefan aquel día.