¿“Qué me harás hoy de cenar, ´machote´?, pregunta Paco. “Lo que tu quieras ´papa´", responde con sorna Orluis. La vida les ha llevado a ser “padre" e “hijo". A muchos kilómetros de sus casas. Y por edad, podría tener sentido. Paco, con la cuarentena ya superada, disfruta del ciclismo de otra manera. Como un oficio del que es muy difícil desprenderse. En cambio, para Orluis, el ciclismo apenas está despegando en sus piernas. Osaka, la tercera ciudad más grande Japón, atrapa en caos. Ruido de coches que navega entre el silencio de sus habitantes. En Japón, las costumbres dictan sonrisas diáfanas. Pensamientos etiquetados con diplomacia severa.
Con el tiempo, Orluis ha aprendido a descifrarla, aunque le siga pareciendo tan diferente a su ciudad natal. Nirgua, ubicada en una esquinita de la Venezuela que busca el Caribe, empapó toda su infancia de sol. De una ausencia de normas. Dibujó un niño de barrio. Loco por jugar al fútbol. O al béisbol. Siempre dispuesto a bañarse en laguna. Fue ajeno a los peligros de la calle porque su Olga Marina, su madre, administradora en un sanatorio, se encargó de asegurarse de que durmiera en casa todas las noches. Luilliys, su padre, carpintero, le pidió estudiar. Y que le acompañara en la carpintería. Con él, aprendió a labrar camas, a pulir la madera.
Pero el ciclismo llamaba mucho su atención. Todas las noches soñaba con ganar una Vuelta a Venezuela aunque Francisco Pazos, uno de sus directores, siempre le dijo que, ganar una Vuelta a Táchira, equivalía a siete de esas. Un año, en 2016, con tan sólo 19 años, Orluis se propuso intentarlo. Asltar Táchira. Pasó un mes de diciembre concentrado para ello. Incluso, inspeccionó la etapa que mejor se le podía adaptar. La primera. Se sabía rápido. Se rumoreaba que equipos pro-continentales se presentarían en la salida. Eso le motivo más. En los metros finales se coló entre el treno del Willier y se impuso ante Matteo Busato.
El pasaporte, fue pequeñito. Le dio para recalar como amateur en España, en el modesto Cartucho. A su llegada a Madrid, le recibió Marcelino, un tipo sencillo, pero que sabe aconsejar. Le dijo que, si aprovechaba el tiempo, el le iba a yudar. Y que sacara rendimiento a pesar de la ausencia de su familia. Por eso se inventó otra. Ingrid, la dueña del piso donde vivía, sería como su mamá. Su papá esta vez se lo dibujaron bajito y regordete. Extrovertido. Pero inspirador. Le dijeron que Rodríguez Magro, a pesar de la apariencia, había sido uno de los mejores gregarios de Pedro Delgado en los ochenta durante su etapa en el Reynolds. Cuando le iba a visitar a su tienda de bicicletas, en Alcalá de Henares, veía todas esas fotos en las que arrastraba a Perico entre masas de aficionados por las grandes Vueltas.
Fueron pocos meses. A mediados de 2017, Mauricio Fraser, Mánager del Start Vaxes, le solicitó unirse a su equipo, con sede en Bélgica. En su primera carrera en Francia, sorprendió llegando con los sprinters en el G.P. de la Somme. Pero pronto aprendió de las miserias del ciclismo del norte. Pavés. Viento. Lluvia. Frio. Averías mecánicas en tramos donde le botaba todo el cuerpo sobre su bicicleta. Y un ritmo infernal. Todo mezclado en un calendario en el que, aunque en muchas ocasiones debía bajarse de la bicicleta, en otras lograba aferrarse a la rueda de los mejores.
Cuando sólo había asfalto sus inseguridades tornaban en la astucia de aquel niño tímido que siempre había sobrevivido a la ley de la calle en Nirgua. Sobre todo en aquella Pro-Kermesse, en la que llegó, totalmente apajarado junto a Yves Lampaert, del Deceuninck. Ambos compartieron una barrita energética. Supo entonces que las miserias no entienden de rangos. Y que, a su corta edad, recién encontrada la veintena, todas estas experiencias le harían fuerte. El año siguiente, su equipo amplió miras, decantándose en muchas ocasiones por el calendario asiático. Por el Chino. Allí, las carreras eran más alocadas. Rápidas y adaptadas a su descaro.
Enmarañadas en un carrusel de equipos que disparaban cada etapa en un final con un guión que los equipos italiano trataban de hacer suyo. En uno de los traslados, durante el Tour de China 1, Orluis coincidió en una de las cenas con Edgar Nieto, que por aquel entonces corría en el Nigxia, equipo Chino de categoría Continental. Le soprendió la historia de aquel chaval de acento indefinido que llevaba años fuera de su España natal. Le pidió ayuda para progresar. Quizás en Italia. Pero Edgar le habló de un equipo japonés, el Matrix Powertag. Buscaban un hombre rápido, como él. Y podría encajar. La espera, fue dura. Apenas contaba con un puñado de euros. La nostalgia tocó a su puerta, pero, si quería volver a Venezuela, necesitaba dinero.
Se dio cuenta de que, sin dinero, sus experiencias no valían nada. No le llevarían a Venezuela. Regresó a España, a Madrid. En aquel invierno frío, Orluis tuvo que recorrer la ciudad como recadista de una cadena de pedidos. Hasta conseguir lo suficiente para volver a su país. El asfalto se volvió ingrato. Le escupió las prisas de coches que, apresurados, le empujaban al arcén. El desprecio de miradas anónimas al subir a un tren de cercanías vestido de simple recadista. Un día, el frio y la lluvia fueron demasiado. Tiritando, dejó el trabajo, había reunido lo suficiente para volver a su país. El esfuerzo había merecido la pena. Disputó una nueva Vuelta a Táchira, imponiéndose en una etapa. Además, el equipo Matrix dio una respuesta positiva a los hilos que había movido Edgar.
De nuevo, su vida daría un giro. En Osaka, el equipo le ubicó junto a un tipo bromista. Paco Mancebo, un hombre que se había hartado de correr grandes Vueltas con el Banesto y que, aunque le hacía cocinar cada noche, le enseñó el oficio de verdad. A cuidarse. A entrenar. Además, en el equipo estaban Airan Fernández y José Vicente Toribio. Tres españoles con los que poder entrenar cada mañana. Así se hacía más fácil la salida de la ciudad. Los semáforos y el tráfico. Y, por las tardes, Ayumi, la traductora del equipo, le acompañaba al Centro. A ver todas aquellas luces de un mundo que se abría a los ojos de aquel niño tan tímido.
Sus directores, en cambio, parecían carecer de expresión. Aunque, una vez, logró cambiársela. La víspera de la primera etapa del Tour de Kumano, el equipo se había conjurado frente a la tumba de Wada. Le contaron que Wada era un gran amigo de Airan. Que también había corrido en el equipo, pero que falleció en un accidente el año pasado, y que era de allí. Se conjuraron para honrar su memoria. Por eso, días después, tras imponerse en el Clasificación general Tour de Kumano, y verles llorar, supo que había hecho algo grande.
Pero, si el año estaba siendo bueno, Venezuela aún le iba a regalar algo especial. El prestigio de ganar su adorada Vuelta a Venezuela. La increíble sensación de ver su retrato en las portadas de todos los periódicos y, sobre todo, sentir la emoción de sus padres. Las lágrimas de Olga Marina valían oro. A pesar de que se divorciaron cuando él era muy pequeño, los éxitos de su trayectoria suponían una pequeña manera de verles juntos de nuevo.
Entusiasmados, le contaron que en Nirgua todo el mundo le estaba siguiendo y que le esperaba una gran celebración. Sin embargo, a Orluis le faltaba algo. Sus éxitos se acumulaban. Su casillero de victorias casi llegaba a la veintena, pero su gran sueño, el de conseguir llamar la atención de un equipo europeo, no llegaba.
Pero, los deseos, a veces, se cocinan despacio. Y no tienen por qué llegar precedidos de una victoria. Meses atrás, durante un corto periplo en España, el Matrix fue invitado a última hora a disputar la Vuelta a Asturias. Orluis, tras observar el itinerario, marcó la primera etapa como la más adaptada a sus características. Su equipo le posicionó tras las ruedas de los hombres de Movistar en el último puerto. Ubicado tras la rueda de Richard Carapaz, sentía sobre su cabeza el vuelo del helicóptero que transmitía la carrera. Si conseguía pasarlo, tendría opciones de disputar el sprint de un grupo reducido.
Mancebo, para liberar de presión al equipo, iba en fuga y, al ser atrapado por el pelotón, cuando pasó a la altura de Orluis, lanzó un “¡Vamos ´machote´!" Que le impulsó. Pero, tras cruzar la pancarta del último kilómetro, entró mal posicionado en la última curva y sólo pudo ser segundo tras Julián Quintero. Aun así, Mancebo habló con el Caja Rural, les dijo que se fijaran en él, que tenían corredor. No les sorpendió. Ya lo habían hecho, porque, en la sombra, Marcelino, aquel tipo sencillo que un día le recogió en el aeropuerto, cumplió su promesa de ayudarle, informando regularmente sobre sus progresos al equipo navarro. Eso ayudó a convencer a Juanma Hernández, el Mánager del equipo.
Meses después, estando en Venezuela, Juanma llamó a Orluis. Le dijo que le quería en el equipo para 2020 y Orluis sólo pudo responder con el silencio. Porque un nudo en la garganta no le dejaba hablar. Porque, tras tantos años de un país para otro, su viaje por fin cobraba sentido.
"Esto está muy bueno, ´machote´", jalea Paco. A Orluis la cena le ha quedado genial. Mancebo se lo hace saber con una palmada en la espalda. Sabe que le echará de menos. Como a un hijo. En el postre, no puede evitar ponerse serio. Le ha explicado que el año siguiente no será como este. No van a llegar 22 victorias. Cada carrera podrá ser ingrata, como aquel segundo puesto en la Vuelta a Asturias. Muchas veces trabajará para sus compañeros pero, si todo sigue su curso, aquel niño tímido de Nirgua volverá a ganar una carrera.